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‘Genero’: un capricho mal meditado

El arte escénico (todo arte) está constituido por sus sucesivas rupturas; por tanto, no debe escandalizarnos (ni tampoco enamorarnos) ninguna propuesta que se presente a sí misma como novedosa, solo por llevar este envoltorio.

Desde el pop art hacia adelante, ésta es la pretensión de los creadores: “cualquier cosa puede ser arte”. De acuerdo, supongamos que sí. Esto no implica, sin embargo, que el espectador deba participar pasivamente de la “escena artística contemporánea”. Si todo puede ser presentado como arte, los consumidores también tienen el derecho a cuestionarlo todo; a diferenciar, dentro de esta abundancia, lo valioso de lo banal.

El director y dramaturgo Diego Aramburo presentó, en el Centro Cultural de España en La Paz, un documental escénico, en el que el argumento principal era la discusión de un gesto que él había realizado unas horas antes: se presentó ante el Segip, amparado en la Ley 807, de identidad de género, y cambió su “género”, anotándose a partir de entonces como mujer. Por tanto, no se trataba de un discurso artístico que acabara cuando cayera el telón. Se trataba de lograr una permanente hibridez entre la ficción y la realidad. En adelante Aramburo sería nominalmente “mujer”, aunque, como él se encargó de informar, no cambiaría ninguno de sus modales de hombre: ni sus costumbres sexuales, ni su vestimenta, ni siquiera su nombre; en cambio, sí exigiría que se la llamara “la Diego”.

La puesta en escena de este gesto consistió en una performance donde un cuerpo de actores bailaba mientras en una pantalla aparecían los textos que explicaban la decisión de “la Diego”: el devenir de su decisión. No había demasiadas elaboraciones argumentales; se hacía elucubraciones sobre la paternidad, la muerte, el duelo y otra vez la paternidad. De manera directa Aramburo dijo que lo suyo era una especie de rechazo a lo que socialmente se construyó como concepto de “hombre”. Deploró el machismo y defendió su gesto como un “acto liberador”. Lo que él buscaba era una “renuncia al ser hombre”, aunque, como estructuralmente no había una forma de nominación para ello (no había una casilla destinada a los poshombres o los hombres “nuevos”), entonces optó por asumirse como “mujer” en su carnet de identidad. Más adelante, Aramburo dijo que este gesto también era una forma de solidarizarse con su hija, porque entendía que no era justo que ella tuviera un padre que perteneciera al género machista de la sociedad.

Para ser honesta, los argumentos que presenta el director teatral fueron varios, variados y confusos, de modo que no vale la pena repetirlos todos. Lo que al final quedó fue la grandilocuencia de un gesto que para hacerse exigía algo tan importante como un cambio de género. El nudo de la propuesta no admitía una evaluación estética, porque no era ése su cometido. El núcleo, el concepto básico de este gesto era político. Y en ese nivel podemos discutirlo y debatirlo:

1. En principio, la lucha contra la discriminación de género es un proceso, digamos, heroico, y por tanto los logros que la comunidad transgénero alcanzó en ella tienen que asumirse con seriedad y sin oportunismo. El gesto de “la Diego” me parece un acto simplón e incluso hiriente para esta comunidad. Aun aceptando que la propuesta tenga un fin edificante (solidarizarse con la mujer en el nombre de la hija), habría que preguntarle a Aramburo si acaso no consideró que dicho homenaje (a mi juicio, paternalista) podía banalizar la lucha de los ciudadanos que precisan —en serio— de un instrumento como la ley para enfrentar un conflicto existencial profundo y no para la cursilería que justificó al artista: el pasar de no machista. La verdad es que estamos ante un gesto que, pese a su supuesta radicalidad, es elemental en sustancia y por esto termina siendo vulgar.

2. Como no tiene una justificación real para hacerse mujer, Aramburo se inventa una de un carácter claramente paternalista: él se cambia de sexo porque ser mujer es mejor que ser hombre. Si esta es la contribución de la obra Genero a la lucha contra el machismo, estamos arruinadas. Creo que nadie que no hilvane un discurso demagógico o no lance un piropo ingenuo va a coincidir con esta supuesta superioridad femenina. En todo caso, lo que las mujeres queremos no es que nos idealicen, sino que nos respeten como somos, y que se respeten nuestros derechos.

3. La otra justificación de Aramburo para su gesto, una lección amorosa para su hija, también es dudosa. En la vida real cambiar de sexo no es una anécdota sino un proceso dramático con graves repercusiones psicológicas para la persona que se somete a ella y su familia. Tomarla de otro modo es frívolo.

4. Aunque todo pueda ser considerado arte, debemos desconfiar de los hechos artísticos que parecen demasiado orientados a halagar a su autor, esos que convierten hasta un capricho mal meditado en materia estética digna de consideración pública.