Sunday 5 May 2024 | Actualizado a 14:27 PM

Una vuelta más de tuerca, a propósito de ‘género’

La escritora María Soledad Quiroga escribe sobre el no lugar en el que Diego Aramburo se instaló con su cambio de identidad.

/ 6 de junio de 2018 / 04:00

En las últimas semanas se ha desarrollado una intensa discusión en torno a la decisión que tomó Diego Aramburo —asumió legalmente la identidad femenina, aunque no cambiará su nombre, aspecto físico ni opción sexual— y a la obra Genero que presentó. Aunque no tuve la oportunidad de asistir a la presentación del documental escénico, por lo que no tengo un criterio propio sobre la obra misma, el debate me ha movido a pensar ciertos temas que, creo, tienen alguna significación para nuestra cultura.

Tanto la apuesta de Aramburo, como lo que se ha dicho en torno a ésta, resultan muy reveladores sobre nuestra manera de pensar y actuar, y sobre nuestro quehacer en el ámbito cultural y de los asuntos públicos en general.

Es indudable que el cambio de identidad de género es un paso mayor en la vida de una persona y de quienes la rodean, y si el acto no se agota en el mundo privado y se registra y hace público, alcanza una resonancia aún mayor a la que de suyo tiene y adquiere otro carácter. Entonces, a la pregunta de por qué Aramburo dio el segundo paso: hacer público su primer paso e inscribirlo en el mundo del arte, se podría responder que buscaba imprimirle ese otro carácter.

Una primera explicación sobre la naturaleza de ese carácter, que está a la mano y seguramente es superficial, sería que siendo Aramburo un artista tiende a convertir lo que hace, o cierta parte de lo que hace, en obra; pero parece que eso no es suficiente para explicar su acto y entender su propósito. Es evidente que la decisión de hacer público lo que es básicamente íntimo y personal, entraña un propósito, un deseo de desborde de sí mismo en favor de algo. ¿Qué es ese algo? Creo que la teatrista buscaba, en parte, lo que de algún modo se está produciendo: el debate, la discusión de ideas, a partir de su acto. Aunque si somos justos, más que discusión de ideas, lo que hasta ahora ha aparecido es, sobre todo, la toma de posiciones, a favor y en contra, en relación a ese acto.

Pero me parece que Aramburo también perseguía, y de manera fundamental, abrir un espacio inédito, inaugural, que corroa la rígida demarcación de los espacios existentes, y esto es, verdaderamente, difícil de conseguir. La dificultad estriba en que abrir este nuevo espacio —el de la identidad no masculina y (quizá por ahora) no del todo femenina— es lanzarse a lo incierto.

Pese a que en nuestro imaginario los bolivianos somos inconformistas, contestatarios, incluso osados, en realidad tenemos una tendencia a movernos dentro del mundo de las certezas, de lo conocido, como si lo diferente, lo otro, lo incierto, no existiera, no importara o fuera amenazante e indeseable. Habría que reflexionar si esto no está de alguna manera vinculado con nuestra reconocida inclinación sociopolítica a avanzar hacia adelante y, en situaciones de crisis o en procesos en los cuales parece necesario dar un salto, detenernos en el borde, hay varios nudos en nuestra historia que permiten refrendar la existencia de esta lógica. Y habría que pensar si esta predilección por lo conocido está asociada a la afirmación constante de la identidad, de la matriz indígena, de la matriz nacionalista, que parece necesitamos hacer.

Buena parte de nuestras prácticas culturales —y de los actores culturales— se mueve también dentro del ámbito de las certezas, incluso de lo reiterado, así podría entenderse la recurrencia al folklore, la dificultad de remontar el repaso de nuestros problemas, miserias, logros, la necesidad de mirarnos el ombligo.

Ese temor a lo incierto, a lo desestabilizador, se disfraza y conjura mediante dos mecanismos; por una parte, a través de la práctica continua del desafío, de la rebeldía —que casi siempre queda a medio camino, trunca— y, por otra parte, mediante nuestro acendrado complejo de Adán que nos lleva a pensar y actuar como si cada nuevo gobierno, institución, administración, proceso de gestión o emprendimiento fueran realmente inaugurales y no debieran nada al pasado, impidiendo que se acumulen procesos y experiencias.

Esta dinámica conforma un doble movimiento contradictorio que parece sellar nuestra práctica cultural y nuestra vida en su conjunto: el desafío y la actitud y el gesto adánicos, que se frenan justo cuando es necesario dar un paso hacia adelante.

Es interesante observar que en el gesto desafiante somos siempre hijos insatisfechos y rebeldes, y en la actitud y práctica adánicas negamos al padre y nos sentimos origen; pero en el detenimiento al borde nos identificamos tanto con el hijo obediente, como con el padre conservador. Y en ese entrecruzamiento se anula todo movimiento y toda capacidad de acción y de obra.

Genero y el acto que le da origen constituyen un ejemplo valioso para iluminar esa dinámica en nuestra práctica cultural. Y lo es porque va a contrapelo de todo lo señalado: inaugura un campo nuevo, el de lo incierto en el que Aramburo se sitúa por ahora —ha renegado de su condición de hombre, tal como nuestra sociedad patriarcal la ha establecido, y ha asumido el género femenino, sin ser mujer—, ¿por cuánto tiempo, de qué manera, con qué dosis de angustia?, y nos convoca a permanecer en él. Es claro, lo muestra parte del debate que su acto ha desatado, que no somos capaces de habitar lo incierto, lo indefinido, que no resistimos la angustia que la incertidumbre genera, que buscamos trazar contornos, límites, que nos contengan y den cierta seguridad. Ojalá Aramburo sea capaz de permanecer y ahondar en el lugar/no lugar que su acto ha abierto y ojalá que seamos capaces de ver en ese espacio lo fresco, lo que nos convoca.

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Una vuelta más de tuerca, a propósito de ‘género’

La escritora María Soledad Quiroga escribe sobre el no lugar en el que Diego Aramburo se instaló con su cambio de identidad.

/ 6 de junio de 2018 / 04:00

En las últimas semanas se ha desarrollado una intensa discusión en torno a la decisión que tomó Diego Aramburo —asumió legalmente la identidad femenina, aunque no cambiará su nombre, aspecto físico ni opción sexual— y a la obra Genero que presentó. Aunque no tuve la oportunidad de asistir a la presentación del documental escénico, por lo que no tengo un criterio propio sobre la obra misma, el debate me ha movido a pensar ciertos temas que, creo, tienen alguna significación para nuestra cultura.

Tanto la apuesta de Aramburo, como lo que se ha dicho en torno a ésta, resultan muy reveladores sobre nuestra manera de pensar y actuar, y sobre nuestro quehacer en el ámbito cultural y de los asuntos públicos en general.

Es indudable que el cambio de identidad de género es un paso mayor en la vida de una persona y de quienes la rodean, y si el acto no se agota en el mundo privado y se registra y hace público, alcanza una resonancia aún mayor a la que de suyo tiene y adquiere otro carácter. Entonces, a la pregunta de por qué Aramburo dio el segundo paso: hacer público su primer paso e inscribirlo en el mundo del arte, se podría responder que buscaba imprimirle ese otro carácter.

Una primera explicación sobre la naturaleza de ese carácter, que está a la mano y seguramente es superficial, sería que siendo Aramburo un artista tiende a convertir lo que hace, o cierta parte de lo que hace, en obra; pero parece que eso no es suficiente para explicar su acto y entender su propósito. Es evidente que la decisión de hacer público lo que es básicamente íntimo y personal, entraña un propósito, un deseo de desborde de sí mismo en favor de algo. ¿Qué es ese algo? Creo que la teatrista buscaba, en parte, lo que de algún modo se está produciendo: el debate, la discusión de ideas, a partir de su acto. Aunque si somos justos, más que discusión de ideas, lo que hasta ahora ha aparecido es, sobre todo, la toma de posiciones, a favor y en contra, en relación a ese acto.

Pero me parece que Aramburo también perseguía, y de manera fundamental, abrir un espacio inédito, inaugural, que corroa la rígida demarcación de los espacios existentes, y esto es, verdaderamente, difícil de conseguir. La dificultad estriba en que abrir este nuevo espacio —el de la identidad no masculina y (quizá por ahora) no del todo femenina— es lanzarse a lo incierto.

Pese a que en nuestro imaginario los bolivianos somos inconformistas, contestatarios, incluso osados, en realidad tenemos una tendencia a movernos dentro del mundo de las certezas, de lo conocido, como si lo diferente, lo otro, lo incierto, no existiera, no importara o fuera amenazante e indeseable. Habría que reflexionar si esto no está de alguna manera vinculado con nuestra reconocida inclinación sociopolítica a avanzar hacia adelante y, en situaciones de crisis o en procesos en los cuales parece necesario dar un salto, detenernos en el borde, hay varios nudos en nuestra historia que permiten refrendar la existencia de esta lógica. Y habría que pensar si esta predilección por lo conocido está asociada a la afirmación constante de la identidad, de la matriz indígena, de la matriz nacionalista, que parece necesitamos hacer.

Buena parte de nuestras prácticas culturales —y de los actores culturales— se mueve también dentro del ámbito de las certezas, incluso de lo reiterado, así podría entenderse la recurrencia al folklore, la dificultad de remontar el repaso de nuestros problemas, miserias, logros, la necesidad de mirarnos el ombligo.

Ese temor a lo incierto, a lo desestabilizador, se disfraza y conjura mediante dos mecanismos; por una parte, a través de la práctica continua del desafío, de la rebeldía —que casi siempre queda a medio camino, trunca— y, por otra parte, mediante nuestro acendrado complejo de Adán que nos lleva a pensar y actuar como si cada nuevo gobierno, institución, administración, proceso de gestión o emprendimiento fueran realmente inaugurales y no debieran nada al pasado, impidiendo que se acumulen procesos y experiencias.

Esta dinámica conforma un doble movimiento contradictorio que parece sellar nuestra práctica cultural y nuestra vida en su conjunto: el desafío y la actitud y el gesto adánicos, que se frenan justo cuando es necesario dar un paso hacia adelante.

Es interesante observar que en el gesto desafiante somos siempre hijos insatisfechos y rebeldes, y en la actitud y práctica adánicas negamos al padre y nos sentimos origen; pero en el detenimiento al borde nos identificamos tanto con el hijo obediente, como con el padre conservador. Y en ese entrecruzamiento se anula todo movimiento y toda capacidad de acción y de obra.

Genero y el acto que le da origen constituyen un ejemplo valioso para iluminar esa dinámica en nuestra práctica cultural. Y lo es porque va a contrapelo de todo lo señalado: inaugura un campo nuevo, el de lo incierto en el que Aramburo se sitúa por ahora —ha renegado de su condición de hombre, tal como nuestra sociedad patriarcal la ha establecido, y ha asumido el género femenino, sin ser mujer—, ¿por cuánto tiempo, de qué manera, con qué dosis de angustia?, y nos convoca a permanecer en él. Es claro, lo muestra parte del debate que su acto ha desatado, que no somos capaces de habitar lo incierto, lo indefinido, que no resistimos la angustia que la incertidumbre genera, que buscamos trazar contornos, límites, que nos contengan y den cierta seguridad. Ojalá Aramburo sea capaz de permanecer y ahondar en el lugar/no lugar que su acto ha abierto y ojalá que seamos capaces de ver en ese espacio lo fresco, lo que nos convoca.

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