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Luces y sombras de un show que nunca sucedió

Un hombre solo, cuyos únicos amigos (todos insectos) acaban de morir por culpa del sorojchi, no puede irse con ellos porque tiene que despedir a su madre. Su show, constituido por los insectos (Olobio, un escarabajo goliat; Akitsu, una libélula calígrafa; Paco, Pacho y Pancho: un gusano, un grillo y un abejorro que componen una banda musical; y, finalmente, Sulamita, una mantis religiosa que abandona el Islam y cae en una vida de alcohol y orgías sadomasoquistas), debe cancelarse y a él no le queda otra salida que contarnos cómo era este espectáculo y narrarnos sus experiencias. Este es, en resumidas cuentas, el argumento de El show de los insectos maravillosos, monólogo interpretado por Pedro Grossman y escrito por Juan Pablo Piñeiro. El espectador y el actor añoran juntos ese show que nunca sucedió…

Sorprendentemente, una primera sombra fue la actuación. Digo “sorprendentemente” porque Grossman escribe, en los afiches que se te dan antes de entrar a la obra, que en “[v]einticinco años de labor teatral por primera vez me siento tan identificado con un personaje […]” y porque su trayectoria lo precede. Yo conozco su trabajo en obras como Radio Paranoia y su capacidad como actor es innegable, espero que para siguientes funciones esto que digo se convierta en una vana calumnia. Hay que agradecer que el teatro puede seguir mejorando en cada presentación y el estreno no es definitivo.

La actuación se sintió monótona, un tono de tranquila alegría se extendía por todo el texto. Tal vez esto fue a propósito, debido a la importancia metafísica de la narración (ya entendimos, de humanos reencarnamos en, digamos perros, la exigencia es de tamaño, de perros a ratas, de ratas a insectos, de insectos a partículas y de partículas a una nada que es parte del todo) que siempre parece no estar apuntando a más que dar un mensaje y se convierte en discurso evangelizador (aunque, valga la aclaración, de una religión donde Dios es un insecto); esto hizo que el actor diga cosas como “cuando me siento triste, como ahora” con una ligera sonrisa en el rostro o que, aunque todos sus amigos acababan de morir, pareciera como si hubieran muerto hace tiempo, como si el duelo ya hubiera pasado.

Aquí debo hacer una ligera digresión para hablar del texto de Piñeiro, a quien por cierto admiro por Cuando Sara Chura despierte, pero que me decepcionó en este último trabajo en que pareció enfocarse más en un discurso ideológico (esto no es malo en sí mismo, veamos por ejemplo la adaptación de Muerte accidental de un anarquista que se realizó este año en el Búnker, enfocada en una dura crítica política), dejando de lado el valor estético-dramático que debe ser esencial en todo arte (cosa que no sucedió con la adaptación mencionada, logrando un valor más allá del de dar una simple opinión sobre la vida). Sin embargo, entiendo que esta es la primera obra de teatro que ha escrito y espero que no sea la última, pues, como en todo oficio, uno solo mejora con la práctica.

La obra, ya en sí corta, se sintió sin cambios que le den un ritmo a la actuación, aunque hubo una excepción (no digo que sea la única, pero sí la más importante): cuando el personaje (nótese que ya no digo “actor”, porque el cambio se notó) cantó, aunque aquí el canto en sí no importa, una versión de Sembrando flores, levantó los brazos mientras zapateaba bajo una luz cenital perfectamente colocada y su energía tocó al público. El personaje cobró vida por un instante y su presencia llenó a todo el teatro.

La actuación fue influida por (¿o influyó en?) la escenografía y la utilería. Como en algunas películas bolivianas recientes, fue la imagen la que cobró un valor mucho más alto que la propia historia o la actuación. El cariño que fue puesto en estos aspectos se notaba de lejos: el pequeño escenario dentro del escenario, los insectos, la bitácora de viaje. Todo estaba hecho con hermoso detalle plástico y este trabajo no debería haberse pasado tan de alto. Pero la pantalla en la que proyectaban la bitácora era demasiado pequeña, uno no podía ver los ricos detalles que habían sido trabajados. Lo mismo (aunque en menor medida) sucedía con los insectos.

Como ya se está haciendo una costumbre mía, he resaltado algunos aspectos que considero mejorables apuntando a la construcción de sentidos sin desligarse de nociones estéticas y también he hecho notar otros aspectos cuyo cariño sí se ha notado en el resultado (tomando en cuenta ciertos matices), dejando el balance final al propio espectador, quien no se libra de la responsabilidad de ir a ver la obra. Porque la opinión de un individuo nunca es definitiva y creo que cualquier obra, sin importar la cantidad de luces y sombras que tenga su realización, a los ojos de un buen espectador, puede dejar reflexiones tan ricas como las que yo me llevo de esta función.