Saturday 7 Dec 2024 | Actualizado a 04:35 AM

Revisionismo y ensayo en Bolivia: Emeterio Villamil de Rada

La Biblioteca del Bicentenario de Bolivia reedita ‘La lengua de Adán y El hombre de Tiahuanaco’, de la pluma del viajero, empresario, político y filólogo nacido en Sorata en 1804.

/ 27 de junio de 2018 / 23:36

Un personaje de la novela decimonónica Su excelencia y su ilustrísima, de Santiago Vaca Guzmán, al cual el narrador llama el “historiador futuro”, se ha propuesto reescribir la historia del Virreinato de la Plata desde la hora exacta del arribo de las naves españolas hasta el presente de la narración.
Este fascinante personaje nunca llegó a escribir sino la portada de su radical y ambiciosa obra de revisionismo histórico (de ahí el nombre de “historiador futuro”), en la que incluso promete un apéndice en donde se relataría la historia de lo que no fue, pero que debió haber sido. Se dice en la portada ficcional del proyecto de libro que contiene la “Completa, puntual y verdadera historia de las provincias, partidos, territorios, llanos, cordilleras y cañadas, ríos, lagos, ensenadas y remansos del Río de la Plata, desde el día y hora del descubrimiento de las Américas hasta nuestros presentes tiempos y época intermedia entre ambos extremos […]”.
No contento con reescribir la historia, el personaje novelesco también quiere ser un historiador de lo que debió haber sucedido, tal como señala: “Con un apéndice crítico-filosófico-deductivo referente a los hechos que debieron haber sucedido y era necesario que acaeciesen, pero que no sucedieron, y la razón del porqué de tal omisión y de los claros, lagunas y vacíos que por ésta causa se notan en nuestra prehistoria político-sociológica, así como la demostración de las funestas consecuencias que tal omisión ha venido a causar en nuestros actuales modernos tiempos, desviando las ligeras naves de las nuevas naciones ibérico-americanas del rumbo que debieron seguir y del que desgraciadamente se apartaron, no habiendo logrado arribar al puerto a que debieran de haber llegado con feliz ventura”.
El revisionismo histórico es una búsqueda de reencauzamiento de la historia cuyo fin último desemboca en corregir el presente, tal como se ve en la cita del personaje de Vaca Guzmán.
(Paréntesis de revisionismo literario: no cabe adelantar en el argumento sin antes decir que la novela citada, injustamente tirada al “olvidadero”, es una de las mejores, sino la mejor, de la narrativa boliviana del siglo XIX).
Si leemos a los grandes ensayistas bolivianos que a estas alturas podemos llamar canónicos (Gabriel René Moreno, Franz Tamayo, Alcides Arguedas, Carlos Montenegro, Sergio Almaraz y René Zabaleta, todos ellos parte de la lista de fundamentales de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia), es curioso ver que todos tienen una vocación revisionista de la historia nacional.
Sin embargo, esta tradición del ensayo boliviano tiene un padre cuya radicalidad a ultranza no tiene parangón: Emeterio Villamil de Rada, a quien la reescritura de la historia de Bolivia le quedó pequeña y se propuso reformular la historia universal.
El emprendimiento de este autor parece no poder ser contenido en este mundo, aunque quizá sí pueda ser comparado con la mención del “historiador futuro” de la ficción.
En lo inacabado del libro del personaje de Vaca Guzmán vemos el primer símil con Villamil de Rada, quien anuncia su libro de 16 o 18 tomos que probarán su descubrimiento que sostiene que el Edén estuvo en Sorata y que la lengua primigenia de la cual derivan todas las demás es el aymara (lo cual significa revisar toda la historia universal). No obstante, solo le alcanzó la vida para escribir una suerte de resumen-índice de los tomos que nunca llegó a escribir. Esa especie de sumario es el libro que conocemos como La lengua de Adán y El hombre de Tiahuanaco (recientemente reeditada por la BBB).
Su gesto revisionista desborda todo cauce, pues su descubrimiento daría por obsoleto no solo a la ciencia histórica, sino a todos los discursos científicos del conocimiento humano: “Es sensible la inutilización de tantos libros que se tenga que desautorizar y silenciar. Lo deploro y no lo puedo evitar. No es mía esta verdad que destrona tantas ficciones. Es de todos y para todos”, escribe Villamil.
Algo de prometeico hay en la oración final, el descubrimiento de Villamil es tan importante como el momento mítico en que Prometeo enseña a la humanidad a encender fuego porque debía “ser de todos y para todos”.
Una vez sabido que el Edén estuvo en Sorata y que Dios habla en aymara, los cimientos de toda certidumbre se tambalean y deben ser a su vez rehechos.
En el revisionismo de Villamil también está, por supuesto, el fin correctivo similar al del “historiador futuro” que deseaba que “las ligeras naves de las nuevas naciones ibérico-americanas” tomen la dirección que debieron seguir. Pero si la reformulación de la historia que plantea Villamil tendría consecuencias universales, su deseo de rectificación del presente posee un alcance únicamente nacional, pues para este pensador su descubrimiento provocaría, sin duda, que se construyan caminos, puentes y ferrocarriles para conectar al “Distrito Edénico” de Sorata (y por tanto a Bolivia) con el resto del mundo. Habitantes de todas las naciones querrán peregrinar al lugar de la creación. Además, “el domicilio de Adán (Sorata), con su perenne primavera y puro y dulce cielo, con su misma lengua inalterada, está destinado a ser un día el liceo de una academia de aymara, donde los que allí nazcan o lo estudien, y bebiéndolo en sus propias y genuinas fuentes, se identifiquen con él, puedan perfeccionar la gramática y diccionario raíz, que sea enciclopédico directorio de lenguas y un archivo de ideas y de nociones históricas”.

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Revisionismo y ensayo en Bolivia: Emeterio Villamil de Rada

La Biblioteca del Bicentenario de Bolivia reedita ‘La lengua de Adán y El hombre de Tiahuanaco’, de la pluma del viajero, empresario, político y filólogo nacido en Sorata en 1804.

/ 27 de junio de 2018 / 23:36

Un personaje de la novela decimonónica Su excelencia y su ilustrísima, de Santiago Vaca Guzmán, al cual el narrador llama el “historiador futuro”, se ha propuesto reescribir la historia del Virreinato de la Plata desde la hora exacta del arribo de las naves españolas hasta el presente de la narración.
Este fascinante personaje nunca llegó a escribir sino la portada de su radical y ambiciosa obra de revisionismo histórico (de ahí el nombre de “historiador futuro”), en la que incluso promete un apéndice en donde se relataría la historia de lo que no fue, pero que debió haber sido. Se dice en la portada ficcional del proyecto de libro que contiene la “Completa, puntual y verdadera historia de las provincias, partidos, territorios, llanos, cordilleras y cañadas, ríos, lagos, ensenadas y remansos del Río de la Plata, desde el día y hora del descubrimiento de las Américas hasta nuestros presentes tiempos y época intermedia entre ambos extremos […]”.
No contento con reescribir la historia, el personaje novelesco también quiere ser un historiador de lo que debió haber sucedido, tal como señala: “Con un apéndice crítico-filosófico-deductivo referente a los hechos que debieron haber sucedido y era necesario que acaeciesen, pero que no sucedieron, y la razón del porqué de tal omisión y de los claros, lagunas y vacíos que por ésta causa se notan en nuestra prehistoria político-sociológica, así como la demostración de las funestas consecuencias que tal omisión ha venido a causar en nuestros actuales modernos tiempos, desviando las ligeras naves de las nuevas naciones ibérico-americanas del rumbo que debieron seguir y del que desgraciadamente se apartaron, no habiendo logrado arribar al puerto a que debieran de haber llegado con feliz ventura”.
El revisionismo histórico es una búsqueda de reencauzamiento de la historia cuyo fin último desemboca en corregir el presente, tal como se ve en la cita del personaje de Vaca Guzmán.
(Paréntesis de revisionismo literario: no cabe adelantar en el argumento sin antes decir que la novela citada, injustamente tirada al “olvidadero”, es una de las mejores, sino la mejor, de la narrativa boliviana del siglo XIX).
Si leemos a los grandes ensayistas bolivianos que a estas alturas podemos llamar canónicos (Gabriel René Moreno, Franz Tamayo, Alcides Arguedas, Carlos Montenegro, Sergio Almaraz y René Zabaleta, todos ellos parte de la lista de fundamentales de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia), es curioso ver que todos tienen una vocación revisionista de la historia nacional.
Sin embargo, esta tradición del ensayo boliviano tiene un padre cuya radicalidad a ultranza no tiene parangón: Emeterio Villamil de Rada, a quien la reescritura de la historia de Bolivia le quedó pequeña y se propuso reformular la historia universal.
El emprendimiento de este autor parece no poder ser contenido en este mundo, aunque quizá sí pueda ser comparado con la mención del “historiador futuro” de la ficción.
En lo inacabado del libro del personaje de Vaca Guzmán vemos el primer símil con Villamil de Rada, quien anuncia su libro de 16 o 18 tomos que probarán su descubrimiento que sostiene que el Edén estuvo en Sorata y que la lengua primigenia de la cual derivan todas las demás es el aymara (lo cual significa revisar toda la historia universal). No obstante, solo le alcanzó la vida para escribir una suerte de resumen-índice de los tomos que nunca llegó a escribir. Esa especie de sumario es el libro que conocemos como La lengua de Adán y El hombre de Tiahuanaco (recientemente reeditada por la BBB).
Su gesto revisionista desborda todo cauce, pues su descubrimiento daría por obsoleto no solo a la ciencia histórica, sino a todos los discursos científicos del conocimiento humano: “Es sensible la inutilización de tantos libros que se tenga que desautorizar y silenciar. Lo deploro y no lo puedo evitar. No es mía esta verdad que destrona tantas ficciones. Es de todos y para todos”, escribe Villamil.
Algo de prometeico hay en la oración final, el descubrimiento de Villamil es tan importante como el momento mítico en que Prometeo enseña a la humanidad a encender fuego porque debía “ser de todos y para todos”.
Una vez sabido que el Edén estuvo en Sorata y que Dios habla en aymara, los cimientos de toda certidumbre se tambalean y deben ser a su vez rehechos.
En el revisionismo de Villamil también está, por supuesto, el fin correctivo similar al del “historiador futuro” que deseaba que “las ligeras naves de las nuevas naciones ibérico-americanas” tomen la dirección que debieron seguir. Pero si la reformulación de la historia que plantea Villamil tendría consecuencias universales, su deseo de rectificación del presente posee un alcance únicamente nacional, pues para este pensador su descubrimiento provocaría, sin duda, que se construyan caminos, puentes y ferrocarriles para conectar al “Distrito Edénico” de Sorata (y por tanto a Bolivia) con el resto del mundo. Habitantes de todas las naciones querrán peregrinar al lugar de la creación. Además, “el domicilio de Adán (Sorata), con su perenne primavera y puro y dulce cielo, con su misma lengua inalterada, está destinado a ser un día el liceo de una academia de aymara, donde los que allí nazcan o lo estudien, y bebiéndolo en sus propias y genuinas fuentes, se identifiquen con él, puedan perfeccionar la gramática y diccionario raíz, que sea enciclopédico directorio de lenguas y un archivo de ideas y de nociones históricas”.

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Almaraz y el sueño de una fundición

La visión del pensador sobre la minería, en el capítulo ‘Altcar, Bootle, Liverpool’,   de ‘Réquiem para una república’ (1969).

/ 24 de septiembre de 2017 / 04:00

En el imaginario boliviano del siglo pasado se incrustó la idea de que una fundición en territorio nacional habría hecho la diferencia entre la riqueza y la pobreza, entre el retraso y el desarrollo, entre la vida y la muerte.

Durante el siglo XX, la carencia de una fundición para dar valor al estaño ha sido la pesadilla recurrente de los pensadores bolivianos de ese siglo, Sergio Almaraz entre ellos. Esa ausencia, de un modo metonímico, es el sueño de la industrialización.

Describe bien el sociólogo Mario Murillo —en el estudio introductorio de la reciente edición de Sergio Almaraz. Obra reunida, de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB)— el mecanismo de la escritura de Almaraz, donde a partir de una anécdota (es decir mediante la metonimia) se llega a lo sistémico, a lo estructural. Hay que añadir que en el relato de anécdotas —como la visita de Almaraz a la fundición Williams Harvey & Co. Ltd. (compañía adquirida por Simón I. Patiño) en Liverpool— se va más allá de la estructura y se complejizan los aspectos simbólicos.

El episodio de la visita a Williams Harvey (donde se refinó la casi totalidad del estaño boliviano antes y después de la Revolución de 1952) se relata en el capítulo “Altcar, Bootle, Liverpool”, del libro Réquiem para una república (1969), de Almaraz.

Las descripciones del relato nos hablan del sueño de la fundición en Bolivia, esa ansia, que ha taladrado el imaginario de generaciones, de que se instale una fundición en Bolivia.

Es difícil precisar dónde ha ido a parar la enorme riqueza que generó el estaño en un siglo de explotación. ¿Dónde está?, ¿para qué ha sido beneficiosa al país fuera de dar empleos precarios a cientos de miles de mineros durante más de un siglo? La actividad minera ha sido ingrata: vieron, extrajeron y se fueron. De ahí el anhelo en los años 60 de una fundición boliviana.

¿Qué significa ese deseo? El relato responde en forma de narración y sus descripciones pueden ser leídas como metáforas del sueño boliviano de la industrialización metalúrgica.

Williams Harvey, de Patiño, es soledad, herrumbre, escombros, paredes con hollín, vejez, lo pequeño, y sin embargo pujante. En la fundición de Liverpool narrada por Almaraz, se nota la ausencia del trabajo de los mineros (su vida perforando los cerros y su muerte respirándolos). Solo se ven los saquillos con un sello del escudo de Bolivia: contienen los concentrados de estaño, pero en Williams Harvey es como si el trabajo de los mineros habría sido suprimido, como si nunca hubiese existido. Paralelismo: en ese momento, en Bolivia, la ausencia es justamente la de una fundición.

En la historia del saqueo que es el de la minería boliviana, al país se le despoja incluso del crédito simbólico: “En el mercado no interesa cuál sea la procedencia de los concentrados cuando ingresan en los almacenes de las fundiciones, lo que importa es el sello que llevarán los lingotes”, afirma. En las barras de estaño de alta pureza de mineral boliviano se verá el sello de “Smelters Tin”, otra empresa de Patiño que engloba a Williams Harvey.

Otro contraste: en el relato aparecen pocos trabajadores en la planta, pocos técnicos en las salas de máquinas. Desproporción: “400 obreros de Williams Harvey dan cuenta de la labor de más de 25 mil bolivianos”. El énfasis que pone Almaraz hace pensar en una casi soledad.

La narración sigue y la descripción hace pensar en la poca cosa que es una fundición y lo mucho que parece habernos determinado (400 obreros ingleses frente a miles de mineros bolivianos): “Ingresamos en la sección donde se encuentran los seis hornos con los que se cubre una capacidad de 50 mil toneladas anuales”. Seis hornos bastaron para contener toda la historia política de Bolivia de casi un siglo, 100 años de matanzas, huelgas, marchas, golpes de Estado, negociados.

Es el momento de la hipérbole. Si seis hornos pesan tanto en un destino, entonces para la empresa de Patiño el dominio del azar es un juego de niños: “Cuando uno visita una fundición, se sorprende por lo que supone suciedad y desorden debidos al descuido; hay escorias en el piso y otros desechos que caen de los hornos. Es una impresión falsa, porque nada está fuera de lugar y hasta lo que parece basura forma parte de un trabajo escrupulosamente realizado”. Demiurgos del azar, sin embargo, contestan las preguntas de Almaraz en una discordante, “pequeña y vetusta oficina”.

El contraste con lo descrito por Almaraz es evidente: la fundición está envejecida, llena de herrumbre. “En Williams Harvey esa impresión de desaliño es mayor porque los hornos, los equipos, paredes, tuberías y cuanto hay está recubierto por una pátina negruzca y por oxidaciones producidas por el tiempo”. ¿Son esas manchas la mácula del destino del sueño de la industrialización metalúrgica que llegará a Bolivia a destiempo, cuando el precio del estaño comience a bajar?

Opera entonces una disociación entre lo que una generación se imaginó que deseaba con vehemencia y su realidad. Aunque Almaraz jamás dudará de que una fundición propia sea urgente para el país, en lo que comunican simbólicamente sus descripciones se expresan aspectos más ambiguos.

Retomando a Murillo, si una anécdota puede contener un sistema y, como se dijo, trastornar los enlaces simbólicos —así como seis hornos han contenido tanta vida y muerte de cientos de miles de mineros bolivianos que jamás estuvieron en Liverpool—, entonces lo mismo se puede decir de la pobreza del país como un freno para superarla. Los bolivianos llegan a una “pequeña sala” (otra vez la insistencia en lo minúsculo), el laboratorio de separación magnética de metales: “El técnico experimentaba con la separación magnética aplicable a ciertos concentrados bolivianos que contienen hierro y consideraba que el procedimiento era barato: para tratar cinco mil toneladas de mineral bastaba una pequeña planta cuyo costo sería de unos 15 mil dólares”. Otra vez, ¿qué tuvo que suceder para que tan poco nos haya determinado en tal magnitud?

Un profundo dolor está presente en la escritura de Almaraz. Contrapunto: el despojo extranjero de la riqueza, con complicidad de un puñado de políticos del país (contentos con migajas), muestra otra vez la desproporción en la que muchos pesimistas han basado los augurios de una tara nacional que no tiene por qué ser cierta. Aunque dicen que, palabras más, palabras menos, en el delirio de su agonía, Almaraz insistía en la pregunta: “¿por qué nos ha ido tan mal en todo?”.

 Símil. Los beneficios de la actividad minera han sido imprecisos, vagos. Que un negocio multimillonario haya dejado al país una fundación cultural y un par de becas al año es una broma de mal gusto. Silicosis, muerte y aguas venenosas parece ser su legado: “El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente no sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de un horno. Lo que cuenta es la fundición y hace medio siglo que el estaño boliviano se funde fuera del país”, escribe Almaraz.

Almaraz retrocede en la narración: “Un funcionario de Foreign Office ya nos había advertido contra las sorpresas desagradables que podrían resultar de una visita a Williams Harvey. Williams Harvey, con sus 50 mil toneladas de capacidad anual, es una de las fundiciones más grandes del mundo”. Quien sabe, la sorpresa de la que hablaba el diplomático intentó advertir que nada en la vida es sino una realidad degradada.

Cuando se logró la fundición en Bolivia, el mercado encontró un sustituto más barato para los envases de pasta dental: el plástico. En tiempos del auge no hubo un envase para ese producto en el mundo que no haya sido hecho de estaño. Lo mismo fue sucediendo con las conservas en latas recubiertas de estaño. La oportunidad había sido perdida y la demanda cayó de muy arriba. La historia inmediatamente posterior de los 80 es conocida: relocalización, 21060, privatización y fortalecimiento del cooperativismo.

Hay una imagen poética de Almaraz muy potente que es capaz de comprimir, en una oración con aires de familia con algún verso de Óscar Cerruto, todo lo descrito por el narrador en la fundición en Liverpool, la indeterminación del legado de la minería y la disociación del sueño y la realidad de la industrialización metalúrgica: en el espacio de la fundación Williams Harvey, donde casi la totalidad del estaño boliviano fue fundido, “los gestos de austeridad flotan sobre el mar de negociados”.

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Almaraz y el sueño de una fundición

La visión del pensador sobre la minería, en el capítulo ‘Altcar, Bootle, Liverpool’,   de ‘Réquiem para una república’ (1969).

/ 24 de septiembre de 2017 / 04:00

En el imaginario boliviano del siglo pasado se incrustó la idea de que una fundición en territorio nacional habría hecho la diferencia entre la riqueza y la pobreza, entre el retraso y el desarrollo, entre la vida y la muerte.

Durante el siglo XX, la carencia de una fundición para dar valor al estaño ha sido la pesadilla recurrente de los pensadores bolivianos de ese siglo, Sergio Almaraz entre ellos. Esa ausencia, de un modo metonímico, es el sueño de la industrialización.

Describe bien el sociólogo Mario Murillo —en el estudio introductorio de la reciente edición de Sergio Almaraz. Obra reunida, de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB)— el mecanismo de la escritura de Almaraz, donde a partir de una anécdota (es decir mediante la metonimia) se llega a lo sistémico, a lo estructural. Hay que añadir que en el relato de anécdotas —como la visita de Almaraz a la fundición Williams Harvey & Co. Ltd. (compañía adquirida por Simón I. Patiño) en Liverpool— se va más allá de la estructura y se complejizan los aspectos simbólicos.

El episodio de la visita a Williams Harvey (donde se refinó la casi totalidad del estaño boliviano antes y después de la Revolución de 1952) se relata en el capítulo “Altcar, Bootle, Liverpool”, del libro Réquiem para una república (1969), de Almaraz.

Las descripciones del relato nos hablan del sueño de la fundición en Bolivia, esa ansia, que ha taladrado el imaginario de generaciones, de que se instale una fundición en Bolivia.

Es difícil precisar dónde ha ido a parar la enorme riqueza que generó el estaño en un siglo de explotación. ¿Dónde está?, ¿para qué ha sido beneficiosa al país fuera de dar empleos precarios a cientos de miles de mineros durante más de un siglo? La actividad minera ha sido ingrata: vieron, extrajeron y se fueron. De ahí el anhelo en los años 60 de una fundición boliviana.

¿Qué significa ese deseo? El relato responde en forma de narración y sus descripciones pueden ser leídas como metáforas del sueño boliviano de la industrialización metalúrgica.

Williams Harvey, de Patiño, es soledad, herrumbre, escombros, paredes con hollín, vejez, lo pequeño, y sin embargo pujante. En la fundición de Liverpool narrada por Almaraz, se nota la ausencia del trabajo de los mineros (su vida perforando los cerros y su muerte respirándolos). Solo se ven los saquillos con un sello del escudo de Bolivia: contienen los concentrados de estaño, pero en Williams Harvey es como si el trabajo de los mineros habría sido suprimido, como si nunca hubiese existido. Paralelismo: en ese momento, en Bolivia, la ausencia es justamente la de una fundición.

En la historia del saqueo que es el de la minería boliviana, al país se le despoja incluso del crédito simbólico: “En el mercado no interesa cuál sea la procedencia de los concentrados cuando ingresan en los almacenes de las fundiciones, lo que importa es el sello que llevarán los lingotes”, afirma. En las barras de estaño de alta pureza de mineral boliviano se verá el sello de “Smelters Tin”, otra empresa de Patiño que engloba a Williams Harvey.

Otro contraste: en el relato aparecen pocos trabajadores en la planta, pocos técnicos en las salas de máquinas. Desproporción: “400 obreros de Williams Harvey dan cuenta de la labor de más de 25 mil bolivianos”. El énfasis que pone Almaraz hace pensar en una casi soledad.

La narración sigue y la descripción hace pensar en la poca cosa que es una fundición y lo mucho que parece habernos determinado (400 obreros ingleses frente a miles de mineros bolivianos): “Ingresamos en la sección donde se encuentran los seis hornos con los que se cubre una capacidad de 50 mil toneladas anuales”. Seis hornos bastaron para contener toda la historia política de Bolivia de casi un siglo, 100 años de matanzas, huelgas, marchas, golpes de Estado, negociados.

Es el momento de la hipérbole. Si seis hornos pesan tanto en un destino, entonces para la empresa de Patiño el dominio del azar es un juego de niños: “Cuando uno visita una fundición, se sorprende por lo que supone suciedad y desorden debidos al descuido; hay escorias en el piso y otros desechos que caen de los hornos. Es una impresión falsa, porque nada está fuera de lugar y hasta lo que parece basura forma parte de un trabajo escrupulosamente realizado”. Demiurgos del azar, sin embargo, contestan las preguntas de Almaraz en una discordante, “pequeña y vetusta oficina”.

El contraste con lo descrito por Almaraz es evidente: la fundición está envejecida, llena de herrumbre. “En Williams Harvey esa impresión de desaliño es mayor porque los hornos, los equipos, paredes, tuberías y cuanto hay está recubierto por una pátina negruzca y por oxidaciones producidas por el tiempo”. ¿Son esas manchas la mácula del destino del sueño de la industrialización metalúrgica que llegará a Bolivia a destiempo, cuando el precio del estaño comience a bajar?

Opera entonces una disociación entre lo que una generación se imaginó que deseaba con vehemencia y su realidad. Aunque Almaraz jamás dudará de que una fundición propia sea urgente para el país, en lo que comunican simbólicamente sus descripciones se expresan aspectos más ambiguos.

Retomando a Murillo, si una anécdota puede contener un sistema y, como se dijo, trastornar los enlaces simbólicos —así como seis hornos han contenido tanta vida y muerte de cientos de miles de mineros bolivianos que jamás estuvieron en Liverpool—, entonces lo mismo se puede decir de la pobreza del país como un freno para superarla. Los bolivianos llegan a una “pequeña sala” (otra vez la insistencia en lo minúsculo), el laboratorio de separación magnética de metales: “El técnico experimentaba con la separación magnética aplicable a ciertos concentrados bolivianos que contienen hierro y consideraba que el procedimiento era barato: para tratar cinco mil toneladas de mineral bastaba una pequeña planta cuyo costo sería de unos 15 mil dólares”. Otra vez, ¿qué tuvo que suceder para que tan poco nos haya determinado en tal magnitud?

Un profundo dolor está presente en la escritura de Almaraz. Contrapunto: el despojo extranjero de la riqueza, con complicidad de un puñado de políticos del país (contentos con migajas), muestra otra vez la desproporción en la que muchos pesimistas han basado los augurios de una tara nacional que no tiene por qué ser cierta. Aunque dicen que, palabras más, palabras menos, en el delirio de su agonía, Almaraz insistía en la pregunta: “¿por qué nos ha ido tan mal en todo?”.

 Símil. Los beneficios de la actividad minera han sido imprecisos, vagos. Que un negocio multimillonario haya dejado al país una fundación cultural y un par de becas al año es una broma de mal gusto. Silicosis, muerte y aguas venenosas parece ser su legado: “El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente no sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de un horno. Lo que cuenta es la fundición y hace medio siglo que el estaño boliviano se funde fuera del país”, escribe Almaraz.

Almaraz retrocede en la narración: “Un funcionario de Foreign Office ya nos había advertido contra las sorpresas desagradables que podrían resultar de una visita a Williams Harvey. Williams Harvey, con sus 50 mil toneladas de capacidad anual, es una de las fundiciones más grandes del mundo”. Quien sabe, la sorpresa de la que hablaba el diplomático intentó advertir que nada en la vida es sino una realidad degradada.

Cuando se logró la fundición en Bolivia, el mercado encontró un sustituto más barato para los envases de pasta dental: el plástico. En tiempos del auge no hubo un envase para ese producto en el mundo que no haya sido hecho de estaño. Lo mismo fue sucediendo con las conservas en latas recubiertas de estaño. La oportunidad había sido perdida y la demanda cayó de muy arriba. La historia inmediatamente posterior de los 80 es conocida: relocalización, 21060, privatización y fortalecimiento del cooperativismo.

Hay una imagen poética de Almaraz muy potente que es capaz de comprimir, en una oración con aires de familia con algún verso de Óscar Cerruto, todo lo descrito por el narrador en la fundición en Liverpool, la indeterminación del legado de la minería y la disociación del sueño y la realidad de la industrialización metalúrgica: en el espacio de la fundación Williams Harvey, donde casi la totalidad del estaño boliviano fue fundido, “los gestos de austeridad flotan sobre el mar de negociados”.

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Las palabras suenan

Siete cantantes componen y graban unas canciones con las que interpretan la obra de Roberto Echazú.

/ 23 de abril de 2017 / 04:00

La música lee poesía, el teatro lee historia, el cine lee narrativa, así como la literatura lee literatura. Los diálogos entre las artes explotan produciendo sentidos (nuestros sentidos) y conocimiento estético. Los libros dialogan unos con otros. Las referencias entre ellos, de ida y vuelta, enriquecen las significaciones. Es una característica propia de los discursos escritos, que sin embargo puede ser estimulada y complejizada cuando diferentes “lenguajes leen” otros lenguajes, desembocando así en una producción de sentidos más problemática.

La Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB) intenta provocar justamente estos diálogos entre distintas formas de producción de sentidos. El primer ensayo que se hace, bajo el nombre Lenguajes que leen, está en curso. Consiste en que músicos reinterpreten, relean y musicalicen poemas del libro Roberto Echazú. Poesía completa, que será presentado el 28 de abril en Tarija. Verónica Pérez, Nicolás Uxusiri, Manuel Monroy ‘El Papirri’, Ricardo Cox, Alejandra Lanza, Alejandro Apodaca y Marcelo Arias han escogido cada quien un poema o varios de Echazú para luego componer una canción que fue grabada con el apoyo técnico de otro músico: Álvaro Montenegro.

“La idea de transversalizar las artes es lo más importante”, dice ‘El Papirri’ sobre el proyecto Lenguajes que leen. Ya enfrentados los músicos con las poesías de Echazú, sus lecturas y modos de entablar un diálogo con los versos resultan tan variados como diversos pueden ser los sentidos que una sola palabra puede provocar. Su experiencia en unos casos recuerda al arrebato poético del que habla la poesía clásica, cuando el creador es poseído por una fuerza extraña que fue llamada “inspiración”, personalizada por las “musas”. En algo se parece a esa forma clásica de concebir la poesía las experiencias de ‘El Papirri’ y de Verónica Pérez.

“Lo importante es, aunque suene a cliché, dejarse llevar. En algún punto sentía que estaba pensándolo mucho y me decía ‘no quiero defraudar al poema’, pero al final, lo único que hice fue leerlo y leerlo, escuchar y sentir la sonoridad y ver por dónde me llevaba. Creo que ese ha sido el proceso de pasar el poema por mi filtro y entender una esencia diferente a la que de pronto otras personas entenderían”, dice Pérez, conjugando una suerte de pérdida de la voluntad que recuerda a la posesión poética de la musa (“dejarse llevar”), con un deseo consciente y deliberada de dar forma (“pasar el poema por mi filtro”).

Con diferencias en el resultado final, ‘El Papirri’ describe una experiencia en algo similar a esa fuerza ajena que toma la decisión: “En realidad los poemas me han escogido a mí, porque yo empecé a leer en un avión y luego en otro. Un rato de esos los poemas me dijeron: ‘nosotros somos’. Por tanto, fue ciertamente mágico y me facilitó mucho, no fue que lo leí y escogí, sino que en el ínterin de la lectura los poemas me dijeron: ‘nosotros somos. Nosotros queremos tener música”.

Esta interpelación de los poemas al músico provocaron, en la musicalización final, una respuesta directa de ‘El Papirri’, o más bien, una pregunta al poeta: “Entonces hice una copla preguntando al poeta: ‘Ay Robertito Echazú, / madre y padre del camino / dime con toda tu luz / ¿de qué está hecho el olvido? Entonces yo le pregunto al poeta y el poeta me responde con los versos. Después le pregunté de qué está hecho el río, y el poeta me respondió con sus poemas”.

Un diálogo encaminado por otras vías es el que Nicolás Uxisiri entabló con la poesía de Echazú. En su proceso creativo primó una voluntad consciente de lo que Pérez se refirió como “no defraudar al poema”. Uxisiri, según lo que describe, se acercó con pinzas a los versos que eligió dar música, intentando transmitir el ritmo propio de poemas y procurando someterse a la estructura poética propuesta por la voz poética. Es decir, aplicó un proceso que quizás, sin llegar a oponerse del todo a las experiencias creativas de ‘El Papirri’ y de Pérez, tiene una vocación de neutralidad, de no ser un filtro, no realizar una intromisión.

“El poeta puede ordenar las palabras, darles un silencio más largo o más corto, la acentuación, la distancia entre letras y palabras, eso le da al lector un ritmo propio. Cuando uno musicaliza un poema le confiere a las palabras nuevas características. Eso significa volver a unir palabras que tal vez el poeta había movido para que estén lejos, alargar una palabra más que otra, poner silencios en medio. Eso es un poco incómodo el instante que uno musicaliza, porque al fin de cuentas se supone que es una poesía que a uno le gusta y por lo tanto la respeta tal cual es. Sin embargo, es una linda forma de entrar a este nuevo aspecto de la palabra”, explica Uxisiri sintetizando el conflicto que se percibe no solo en la descripción de su vivencia, sino también en la del resto de los artistas que ensayaron este diálogo y relectura desde la música de la poesía de Roberto Echazú. Justamente esa conflictividad, esa problemática y los modos distintos de encararlas es lo que se pone en escena en este ensayo de los músicos que enriquece los sentidos que provoca la poesía de este autor.

  • Vero Pérez y Álvaro montenegro, durante las sesiones de grabación de ‘Lenguajes que leen’. Foto: José Lavayén

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Las palabras suenan

Siete cantantes componen y graban unas canciones con las que interpretan la obra de Roberto Echazú.

/ 23 de abril de 2017 / 04:00

La música lee poesía, el teatro lee historia, el cine lee narrativa, así como la literatura lee literatura. Los diálogos entre las artes explotan produciendo sentidos (nuestros sentidos) y conocimiento estético. Los libros dialogan unos con otros. Las referencias entre ellos, de ida y vuelta, enriquecen las significaciones. Es una característica propia de los discursos escritos, que sin embargo puede ser estimulada y complejizada cuando diferentes “lenguajes leen” otros lenguajes, desembocando así en una producción de sentidos más problemática.

La Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB) intenta provocar justamente estos diálogos entre distintas formas de producción de sentidos. El primer ensayo que se hace, bajo el nombre Lenguajes que leen, está en curso. Consiste en que músicos reinterpreten, relean y musicalicen poemas del libro Roberto Echazú. Poesía completa, que será presentado el 28 de abril en Tarija. Verónica Pérez, Nicolás Uxusiri, Manuel Monroy ‘El Papirri’, Ricardo Cox, Alejandra Lanza, Alejandro Apodaca y Marcelo Arias han escogido cada quien un poema o varios de Echazú para luego componer una canción que fue grabada con el apoyo técnico de otro músico: Álvaro Montenegro.

“La idea de transversalizar las artes es lo más importante”, dice ‘El Papirri’ sobre el proyecto Lenguajes que leen. Ya enfrentados los músicos con las poesías de Echazú, sus lecturas y modos de entablar un diálogo con los versos resultan tan variados como diversos pueden ser los sentidos que una sola palabra puede provocar. Su experiencia en unos casos recuerda al arrebato poético del que habla la poesía clásica, cuando el creador es poseído por una fuerza extraña que fue llamada “inspiración”, personalizada por las “musas”. En algo se parece a esa forma clásica de concebir la poesía las experiencias de ‘El Papirri’ y de Verónica Pérez.

“Lo importante es, aunque suene a cliché, dejarse llevar. En algún punto sentía que estaba pensándolo mucho y me decía ‘no quiero defraudar al poema’, pero al final, lo único que hice fue leerlo y leerlo, escuchar y sentir la sonoridad y ver por dónde me llevaba. Creo que ese ha sido el proceso de pasar el poema por mi filtro y entender una esencia diferente a la que de pronto otras personas entenderían”, dice Pérez, conjugando una suerte de pérdida de la voluntad que recuerda a la posesión poética de la musa (“dejarse llevar”), con un deseo consciente y deliberada de dar forma (“pasar el poema por mi filtro”).

Con diferencias en el resultado final, ‘El Papirri’ describe una experiencia en algo similar a esa fuerza ajena que toma la decisión: “En realidad los poemas me han escogido a mí, porque yo empecé a leer en un avión y luego en otro. Un rato de esos los poemas me dijeron: ‘nosotros somos’. Por tanto, fue ciertamente mágico y me facilitó mucho, no fue que lo leí y escogí, sino que en el ínterin de la lectura los poemas me dijeron: ‘nosotros somos. Nosotros queremos tener música”.

Esta interpelación de los poemas al músico provocaron, en la musicalización final, una respuesta directa de ‘El Papirri’, o más bien, una pregunta al poeta: “Entonces hice una copla preguntando al poeta: ‘Ay Robertito Echazú, / madre y padre del camino / dime con toda tu luz / ¿de qué está hecho el olvido? Entonces yo le pregunto al poeta y el poeta me responde con los versos. Después le pregunté de qué está hecho el río, y el poeta me respondió con sus poemas”.

Un diálogo encaminado por otras vías es el que Nicolás Uxisiri entabló con la poesía de Echazú. En su proceso creativo primó una voluntad consciente de lo que Pérez se refirió como “no defraudar al poema”. Uxisiri, según lo que describe, se acercó con pinzas a los versos que eligió dar música, intentando transmitir el ritmo propio de poemas y procurando someterse a la estructura poética propuesta por la voz poética. Es decir, aplicó un proceso que quizás, sin llegar a oponerse del todo a las experiencias creativas de ‘El Papirri’ y de Pérez, tiene una vocación de neutralidad, de no ser un filtro, no realizar una intromisión.

“El poeta puede ordenar las palabras, darles un silencio más largo o más corto, la acentuación, la distancia entre letras y palabras, eso le da al lector un ritmo propio. Cuando uno musicaliza un poema le confiere a las palabras nuevas características. Eso significa volver a unir palabras que tal vez el poeta había movido para que estén lejos, alargar una palabra más que otra, poner silencios en medio. Eso es un poco incómodo el instante que uno musicaliza, porque al fin de cuentas se supone que es una poesía que a uno le gusta y por lo tanto la respeta tal cual es. Sin embargo, es una linda forma de entrar a este nuevo aspecto de la palabra”, explica Uxisiri sintetizando el conflicto que se percibe no solo en la descripción de su vivencia, sino también en la del resto de los artistas que ensayaron este diálogo y relectura desde la música de la poesía de Roberto Echazú. Justamente esa conflictividad, esa problemática y los modos distintos de encararlas es lo que se pone en escena en este ensayo de los músicos que enriquece los sentidos que provoca la poesía de este autor.

  • Vero Pérez y Álvaro montenegro, durante las sesiones de grabación de ‘Lenguajes que leen’. Foto: José Lavayén

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