Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 07:17 AM

Un huerto secreto en medio del bosque

La artista María Riveros abrió la muestra ‘La botánica es una ilusión’, que permanecerá hasta el 29 de julio en el Museo Nacional de Arte.

/ 4 de julio de 2018 / 04:00

Hace unos años seguí hasta un pueblo lejano a una artista cuyo deseo era ser flor. Se regaba con agua todos los días y esperaba al sol para tomarlo gota a gota en un embudo de plástico, viaje que me confirma que el arte te puede llevar a lugares insospechados y acercarte a la espiritualidad de la humanidad y del universo.

Si bien el hecho de caminar es su actividad artística principal, la forma de vinculación de María Riveros con el territorio ha sido fundamentalmente construido de manera efímera, como una perfecta biotectura, en bosques y prados; sea levantando cúmulos, tejiendo hojas y ramas, o simplemente dibujando con barro o carbón. Los materiales utilizados son los que el lugar le da en cada ocasión —tierra, piedra y madera— pero son trascendidos al integrarlos en dispositivos de comunicación entre tierra y atmósfera, entre hombre y paisaje.

María crea máquinas para volar economizando recursos, pero con precisión y eficacia. Su escritura y collage parecen salidos de mundos que florecen en los pliegues de las cosas, desde debajo de la mesa o entre los ladrillos de adobe de su casa. Frascos de mermeladas están habitados por pequeños y adorables personajes sacados de un bestiario tan real como ficticio. La artista confecciona su propia ropa con la que atrapa insectos combinando imágenes cosidas a máquina e hilvanadas con papeles traslúcidos y textos que tejen un álbum íntimo traído de otro tiempo, pero con una frescura contemporánea.

Su cuerpo de obra muestra la fragilidad de un momento capturando fragmentos de tiempo; a través de diversas técnicas como la fotografía, la escultura, el dibujo, la instalación y objetos sonoros, con los que expresa su percepción sensorial y la fantasía de todos los días que los convierte en un acto mágico. Estas obras están hechas de materiales que están a la mano; son ordinarios, naturales y sencillos. Las alusiones a la naturaleza y a la esencia de la humanidad constituyen la mayor parte del paisaje de sus creaciones con las que revive momentos fugaces de la vida misma.

María Riveros vive en el verdadero tiempo del arte. La sinceridad y honestidad de su obra no solo está en su contenido artístico y corporalidad, sino en ese riesgo necesario que se toma cuando se sabe de qué se está hablando. En sus obras juega con un tiempo donde las manecillas del reloj parecen demoradas. No hay imagen sin imaginación; es una equivocación querer hacer de la imaginación una pura y simple facultad de desrealización. La Botánica es una ilusión —del arte de demorarse—, es una propuesta imaginaria del cultivo de zanahorias y tomates (como objetivo de supervivencia) no es fija ni rápida y se desarrolla en un tiempo que pesa, que huele, que se demora; de esta forma el bosque deja de ser un hecho objetivo para transformarse en un hecho de abandono.

María atrapa momentos en los que revela extrañas apariciones de  fragmentos de realidad con las que descubrimos zonas donde lo cotidiano se funde con lo imaginario. Los sonidos que utiliza se borran en la percepción, ahuyentados por el gran silencio que nace del recogimiento. La suspensión que provocan las obras son capaces de invitar al espectador a encontrarse consigo mismo. La felicidad no es el fin del camino sino el camino en sí o, en el más puro pensamiento hegeliano, son el sufrimiento y la ausencia esa máquina de felicidad.

La artista acciona su práctica y la integra a un frondoso bosque donde sus intervenciones cobran vida en una naturaleza que se encarga de hacerlas desaparecer para adueñarse de los elementos que le fueron arrebatados y reintegrarlos a su primitivo origen. En este mágico mundo son los pájaros, las hojas, las luciérnagas y las estrellas sus únicos cómplices.

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Un huerto secreto en medio del bosque

La artista María Riveros abrió la muestra ‘La botánica es una ilusión’, que permanecerá hasta el 29 de julio en el Museo Nacional de Arte.

/ 4 de julio de 2018 / 04:00

Hace unos años seguí hasta un pueblo lejano a una artista cuyo deseo era ser flor. Se regaba con agua todos los días y esperaba al sol para tomarlo gota a gota en un embudo de plástico, viaje que me confirma que el arte te puede llevar a lugares insospechados y acercarte a la espiritualidad de la humanidad y del universo.

Si bien el hecho de caminar es su actividad artística principal, la forma de vinculación de María Riveros con el territorio ha sido fundamentalmente construido de manera efímera, como una perfecta biotectura, en bosques y prados; sea levantando cúmulos, tejiendo hojas y ramas, o simplemente dibujando con barro o carbón. Los materiales utilizados son los que el lugar le da en cada ocasión —tierra, piedra y madera— pero son trascendidos al integrarlos en dispositivos de comunicación entre tierra y atmósfera, entre hombre y paisaje.

María crea máquinas para volar economizando recursos, pero con precisión y eficacia. Su escritura y collage parecen salidos de mundos que florecen en los pliegues de las cosas, desde debajo de la mesa o entre los ladrillos de adobe de su casa. Frascos de mermeladas están habitados por pequeños y adorables personajes sacados de un bestiario tan real como ficticio. La artista confecciona su propia ropa con la que atrapa insectos combinando imágenes cosidas a máquina e hilvanadas con papeles traslúcidos y textos que tejen un álbum íntimo traído de otro tiempo, pero con una frescura contemporánea.

Su cuerpo de obra muestra la fragilidad de un momento capturando fragmentos de tiempo; a través de diversas técnicas como la fotografía, la escultura, el dibujo, la instalación y objetos sonoros, con los que expresa su percepción sensorial y la fantasía de todos los días que los convierte en un acto mágico. Estas obras están hechas de materiales que están a la mano; son ordinarios, naturales y sencillos. Las alusiones a la naturaleza y a la esencia de la humanidad constituyen la mayor parte del paisaje de sus creaciones con las que revive momentos fugaces de la vida misma.

María Riveros vive en el verdadero tiempo del arte. La sinceridad y honestidad de su obra no solo está en su contenido artístico y corporalidad, sino en ese riesgo necesario que se toma cuando se sabe de qué se está hablando. En sus obras juega con un tiempo donde las manecillas del reloj parecen demoradas. No hay imagen sin imaginación; es una equivocación querer hacer de la imaginación una pura y simple facultad de desrealización. La Botánica es una ilusión —del arte de demorarse—, es una propuesta imaginaria del cultivo de zanahorias y tomates (como objetivo de supervivencia) no es fija ni rápida y se desarrolla en un tiempo que pesa, que huele, que se demora; de esta forma el bosque deja de ser un hecho objetivo para transformarse en un hecho de abandono.

María atrapa momentos en los que revela extrañas apariciones de  fragmentos de realidad con las que descubrimos zonas donde lo cotidiano se funde con lo imaginario. Los sonidos que utiliza se borran en la percepción, ahuyentados por el gran silencio que nace del recogimiento. La suspensión que provocan las obras son capaces de invitar al espectador a encontrarse consigo mismo. La felicidad no es el fin del camino sino el camino en sí o, en el más puro pensamiento hegeliano, son el sufrimiento y la ausencia esa máquina de felicidad.

La artista acciona su práctica y la integra a un frondoso bosque donde sus intervenciones cobran vida en una naturaleza que se encarga de hacerlas desaparecer para adueñarse de los elementos que le fueron arrebatados y reintegrarlos a su primitivo origen. En este mágico mundo son los pájaros, las hojas, las luciérnagas y las estrellas sus únicos cómplices.

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El cuerpo como campo de batalla

/ 2 de mayo de 2016 / 04:00

Las formas que adopta el arte del performance corporal son inagotables. Los artistas han encontrado en el cuerpo un instrumento versátil con que celebrar la sexualidad, canalizar traumas o derrumbar estereotipos de género y raza. Es aquí donde la fotografía no es un instrumento sino un acompañante.

Las imágenes de Angelo nos relacionan con los complejos estados emocionales del ser humano. Desde sus primeras fotografías, esta joven artista utiliza su propio cuerpo para crear autorretratos performáticos que abarcan el catálogo de miedos ilógicos que son parte y dominan casi todos los aspectos de nuestras vidas: sentimientos compulsivos, creencias irracionales, ansiedades extrañas y pensamientos no deseados.

Se podría decir que los autorretratos obsesivos construyen un elaborado conjunto que representa algún aspecto de la psicología humana o una manifestación física de un estado emocional. Angelo abusa de su propio cuerpo con el objetivo de poner al descubierto su neurosis y sus miedos. Estas obras corporales son acontecimientos íntimos, ritos solitarios representados en la habitación de la artista, que de alguna manera comparte un carácter efímero. En ese sentido, la cámara resulta ser un instrumento indispensable. Los momentos únicos, transitorios e irrepetibles adquieren formas permanentes en las fotografías que forman parte de un aspecto integrante de su obra más que un mero instrumento de registro. Exquisofrenia es una serie que expresa pensamientos no deseados,  suspendidos amenazadoramente en los rincones más secretos de una casa aparentemente vacía pero llena de celebraciones viscerales, animales y sexuales. El cuerpo se maneja como un arma que ilumina y subvierte prácticas culturales represivas. En los ensayos Diazepam de Andrómeda y en Pastilla de Quetidín una vez al día, se plantea una manifestación física y universalmente comprensible de un estado emocional individual. Al poner su cuerpo frente a la cámara, la artista provoca un intenso escrutinio del yo con la esperanza de obtener una nueva perspectiva sobre la existencia de uno mismo y de la humanidad.

El cuerpo también está inmerso en realidades políticas y sociales. Es un campo donde se libra la batalla entre el individuo y la sociedad, pero también un espacio para ponerse a prueba y descubrirse. El cuerpo como material artístico sigue siendo fértil y accesible y por ello, el arte corporal es una disciplina eficaz para reflejar nuestra humanidad compartida.

La cuestión psicológica se presenta en cada una de las fotografías de Angelo, pero depende del espectador el lidiar con el espacio en su propia mente y traer su propia estructura psicológica. Tampoco es el amor propio lo que motiva los oníricos autorretratos; por el contrario, los retratos revelan el miedo a que su cuerpo no sea más que una aparición o un objeto de deseo fetichista. Las batallas de Angelo se balancean entre los extremos de lo imposible, intentando liberar lo real de lo irreal y ponderando si llegará el momento en que el espíritu humano encuentre buen acomodo en la carne.

Fin del PROYECTO. Museo de Papel completa con este artículo su segundo ciclo en Tendencias. Con él ha visibilizado a jóvenes creadores bolivianos de diferentes disciplinas artísticas que, más allá del dominio de la técnica, ofrecen una reflexión poética sobre la creación artística. Ha sido un museo que no ha exhibido en un espacio físico ni ha atesorado, consagrado o jerarquizado obras; se ha convertido en un dispositivo para ampliar la mirada hacia un horizonte mestizo donde conviven lenguas, temporalidades y culturas. Museo de Papel es un proyecto de la Fundación Cinenómada para las Artes. Cuenta con el apoyo del Centro Cultural de España en La Paz, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y el periódico La Razón.

Alcira Angelo

La fotografía es el ‘Ajayu de Alcira’. Vivo alucinando, y la fotografía es la forma más hermosa para poder expresar mis sentimientos, estados emocionales, vivencias, mi poesía. Empecé a disparar en el invierno de 2013. En ese entonces tenía 16 años, la fotografía de cine captó mi atención y me deslicé en las plazas, capturando trucos de skaters. Seguí deslizándome hasta llegar a los conciertos, mis ojos no paraban de disparar, hasta que por fin aterricé en un Nirvana. Fue el 9 de marzo de 2015 a las 18.45 cuando mi ajayu pidió salir y pasear desnudo por los campos desolados, abrazar miles de árboles, sentir las rocas, viajar a la galaxia más lejana y alucinar en mi habitación. Desde esta fecha empecé con los autorretratos. La verdad, no sé si es mi ajayu, es ARAWAKI, o es mi cerebro, pero ahí están… son las fuentes principales para desarrollar cada pieza mía, partes de mí, crearlas con cada pixel, diafragma, obturación, balance de blancos… Actualmente me encuentro disparando, más partes de mí, realizando fotografías de estados emocionales que transcurren en mi vida.

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Escribir con luz

/ 18 de abril de 2016 / 04:00

Shashin es la palabra japonesa que nombra la fotografía; la misma se compone de dos ideogramas, “sha”, que significa reproducir o reflejar, y “shin”, que significa verdad. Para la mentalidad japonesa, el proceso mismo consiste en capturar la esencia de algo cuyo resultado debe siempre contener algún elemento de verdad.  La fotografía japonesa es el fruto de múltiples reacciones que van desde la empatía a la desconfianza. De este proceso de reproducción de verdades nos habla Álvaro Gumucio, en cuyo trabajo es posible entender una asombrosa diversidad que evidencia expresiones de sentimientos, de incomprensión y ambigüedad hacia la realidad y el mundo, en lugar de intentar descifrarlo y analizarlo objetivamente.

Su obra es la mirada de alguien que busca sin cesar situaciones cotidianas que son presentadas con una estética potente y misteriosa. Sus series son narrativamente claras aunque no hay un guion que nos permita analizar la historia que presenta; son disparos certeros hechos por un francotirador que cambia de lugar por instinto, sin seguir un rumbo fijo. Sus imágenes cuentan narrativas visuales que producen la curiosidad y el interés de ver más allá de la propia imagen y adquieren planteamientos estéticos que son parte de su forma de ver y de crear.

La homogeneidad de los paisajes rurales y urbanos de Gumucio sería prácticamente imposible de conseguir con el uso del color. Solo así pueden encajar dos escenarios tan distintos como un solitario cielo estrellado del Chaco boliviano y el bullicioso enjambre de gente en la ciudad de Cochabamba. El acierto del artista es la elección del blanco y negro, y su dominio de los matices de gris recuerda a Ansel Adams por la sencillez de las formas en sus paisajes naturales y urbanos. Pero donde más evidente se hace el acertado uso del monocromatismo es en las escenas rurales de formato apaisado. La atmósfera que crean la oscuridad de la noche, los caminos casi sin marcar y las pocas personas y casas que aparecen transfieren atemporalidad a cada fotografía. Los cuidados encuadres transmiten una sensación de silencio, calma y melancolía casi inalcanzables en color.

La unidad de la música de los astros con la música de la lluvia, el florecimiento de la agricultura y la íntima relación entre lo humano, lo divino y la naturaleza suceden en el  mundo que Gumucio nos incita a habitar. Sus imágenes alucinadas nos invitan a viajar a un mundo donde las propuestas son ilimitadas e imprevisibles; donde las imágenes de la poesía evocan un lugar e invocan un nombre que le pertenece íntimamente: caminar en un espacio—tiempo singular. Es una relación entrañable del habitante y su lugar de origen, desde el regreso de Ulises a Ítaca, o al Dublín de Ulises, hasta las profundidades del Chaco boliviano donde nos lleva Elio Ortiz en su novela Irande ara Tenondegua jaikue kuñatai oiko vae.

En Imperio de los signos Roland Barthes señala que la cultura japonesa ganó su libertad al liberarse de los signos que contiene. De alguna manera esto también puede decirse de las fotografías de Gumucio: no son una conclusión, sino un perpetuo cuestionamiento. El movimiento y el sonido de sus imágenes sencillamente suceden en un lugar y en un momento dado, como el mismo arte del Haiku.

PROYECTO. Museo de Papel es una plataforma de difusión que visibiliza a jóvenes creadores bolivianos de diferentes disciplinas artísticas que, más allá del dominio de la técnica, ofrecen una reflexión poética sobre la creación artística. Este museo no exhibe en un espacio físico ni atesora, consagra o jerarquiza obras; es un dispositivo que amplía la mirada hacia un horizonte mestizo donde conviven lenguas, temporalidades y culturas. Museo de Papel es un proyecto de la Fundación Cinenómada para las Artes. Cuenta con el apoyo del Centro Cultural de España en La Paz, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y el periódico La Razón.

Álvaro Gumucio

La calle atemporal

Como fotógrafo priorizo el instante al resultado, lo visceral en lugar de lo prolijo. Considero que la calle me proporciona la mayor dosis de poesía.
Es el lugar donde se mezcla un universo de percepciones e interpretaciones. Cuando compongo una fotografía me acomodo a una realidad ya existente, agudizando la mirada para cazar el momento irónico que realza el aspecto más errante de lo cotidiano. Uso en general blanco y negro para atemporalizar la obra incluso cuando el tiempo y espacio pertenecen a mi actualidad.

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Entre el arte y la naturaleza

/ 4 de abril de 2016 / 04:00

El arte como reflexión sobre la propia vida es la frase que mejor caracteriza el trabajo de Daniela Lorini, una artista con formación en arquitectura. Sus obras son el resultado de ejercicios orientados al dominio espacial y a la recolección de objetos y elementos cotidianos. Durante este proceso, Lorini lleva a cabo acciones que integran situaciones y escenas con elementos conocidos, en una búsqueda que la conduce a la instalación.

El objetivo fundamental de esta artista es desligarse del concepto de representación simbólica. La prolongación de sus acciones en el tiempo le permite generar momentos de intensa reflexión sobre las capacidades y alcances de sus obras. Lorini no solo acude a la instalación o al objeto como medio expresivo, sino que su práctica involucra procedimientos cercanos al dibujo, al pirograbado, al tallado, a la pintura y la escultura. Con estos medios traza una figura de connotaciones visuales que manipula y dispone en el espacio. El contenido de su obra sugiere interpretaciones en torno a la problemática ambiental, suscitando la conciencia. Lorini utiliza materiales naturales como hojas, ramas y los combina con elementos como bolsas de plástico, pedazos de madera y contenedores de vidrio que le permiten jugar con las temporalidades y experimentar el entorno de manera más intensa y consciente.

La artista reflexiona sobre nuestra relación con el medio ambiente y nuestra función de consumidores del hábitat natural. Su obra no solo propone una reflexión sobre el desgaste del medio ambiente, sino también un análisis sobre el comportamiento del ser humano en relación con el avance tecnológico. Puntualmente, señala la ausencia de una simbiosis real y concreta que permita una convivencia armónica.

El trabajo de Lorini puede definirse como un híbrido entre arquitectura y escultura, instalación y objeto, con una morfología ramificada con materiales naturales y biomiméticos. Un diálogo entre lo aparentemente inerte y la comunidad, con elementos en proceso de renaturalización.

Sus instalaciones manifiestan una obsesión: recolecta objetos que encuentra en su camino y los dispone en el espacio creando nuevas fricciones. Sus montajes prolongan ritmos que se mueven con la respiración orgánica y se agitan para envolver a sus exploradores humanos. Sus piezas proponen una comunicación más amplia entre el ser humano y los objetos de su entorno.

En láminas cóncavas, 700 botellas de vidrio recicladas dispuestas en óvalos irradian un crecimiento continuo, como una ciudad que ebulle en un torbellino de colores copiados de su entorno. En la danza del bosque, quinientos retazos de madera inspirados en la flora y fauna se contorsionan a un ritmo común e hipnótico. Plongée dans l’abîme es un gran tejido construido con fragmentos de cuero de chivo que crecen como pompas de jabón, sugiriendo formas y relieves acuáticos donde la estructura microscópica recuerda los poros de un paisaje sumergido.

Las propuestas no se quedan en la superficie de copiar el diseño de la naturaleza sino que exponen nuevos sistemas y construcciones, que funcionan como posibilidades para que la arquitectura tome nuevas direcciones. El cambio entre el macro y el micro, entre los objetos enteros y fragmentos de objetos yuxtapuestos, genera instalaciones que oscilan en escala y construyen infinitos planos que generan encuentros poéticos con materiales mundanos. Esto a su vez crea una tensión para invocar ideales de convivencia con la naturaleza.

Lorini plantea el arte como medio de sensibilización ambiental y del uso responsable de los recursos naturales, para conseguir un mundo mejor para las generaciones futuras. En cada obra nos recuerda el pensamiento aristotélico de que la naturaleza nunca hace nada sin motivo.

PROYECTO. Museo de Papel es una plataforma de difusión que visibiliza a jóvenes creadores bolivianos de diferentes disciplinas artísticas que, más allá del dominio de la técnica, ofrecen una reflexión poética sobre la creación artística. Este museo no exhibe en un espacio físico, ni atesora, consagra o jerarquiza obras; es un dispositivo que amplía la mirada hacia un horizonte mestizo donde conviven lenguas, temporalidades y culturas. Museo de Papel es un proyecto de la Fundación Cinenómada para las Artes. Cuenta con el apoyo del Centro Cultural de España en La Paz, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y el periódico La Razón.

Texturas, formas y espacio

Daniela Lorini

Por muchos años mi obra ha ido abordando temas de ecología y biodiversidad, lo que me condujo a trabajar el arte ambiental, buscando provocar una reflexión sobre los problemas ecológicos y de la sociedad actual, utilizando materiales orgánicos y/o reciclados que tengan menos impacto con la naturaleza. Experimento las texturas del pirograbado y los bajos relieves del tallado, desarrollando la tridimensionalidad sobre soportes bidimensionales.

Mis estudios de arquitectura me condujeron a interesarme de igual manera en el espacio, trabajando instalaciones de gran escala que tienen mayor impacto, permitiéndome jugar con la tridimensionalidad y la espacialidad, la luz, el objeto en sí y la forma.

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Bitácora de una memoria

/ 21 de marzo de 2016 / 04:00

La fotografía surgió en una época caracterizada por el auge de los viajes, especialmente los de exploración. La cámara permitió a los viajeros controlar visualmente aquello que desconocían para poder comprenderlo más fácilmente. La invención de la fotografía y el descubrimiento de nuevos territorios resultaron ser una mezcla embriagadora.

La configuración del paisaje y la manera en que éste se relaciona con el hombre resultan esenciales para el trabajo de Ignacio Prudencio. Sus imágenes están enraizadas en la tradición documental, pero recientemente sus intereses han estado dominados por preocupaciones íntimas que exploran las profundidades de su memoria. Su práctica se centra en el espacio físico que habitamos, en la presencia humana, o en las situaciones extrañas que encuentra en sus viajes, mientras que su obra provoca preguntas conceptuales. Su estudio de la relación entre el personaje y el espacio continúa en la urgencia por teñir la interpretación subjetiva con criterios objetivos, como marca de la contemporaneidad. Los intereses del artista son sobre todo visuales, y utiliza la cámara para investigar los dilemas del ser, el estar y el pertenecer.

Prudencio ha explorado sistemáticamente la posibilidad de una identidad colectiva mediante la documentación de personas, lugares y objetos comunes. Cada proyecto se embarca en un concepto que impregna yuxtaposiciones visuales diferentes. Otro aspecto característico de la obra de Prudencio es que el color no es arbitrario; funciona de manera muy sofisticada para conectar elementos que resuenan emoción. En su observación de acontecimientos cotidianos en su diario de viaje, cada foto cuenta una historia a través de la apariencia física de la persona y de los ricos detalles de su entorno. Más que el objeto observado, lo que importa es la actividad de mirar y el planteamiento de preguntas sobre la propia visión.

Las apariencias y expectativas del procedimiento documental se ven alteradas en las imágenes del universo de Prudencio. Es fundamental la comprensión de las preocupaciones comunes, tanto que en sus retratos y escenas rurales se crea una sensación de nostalgia reflectante atrapada. A veces perteneciente a la comunidad y otras veces una mera observación desde fuera, como un documento agudo acerca de la acción de volver para pertenecer. Sus escenas inevitablemente evocan un tiempo idílico de la inmovilización que encarna una representación nostálgica, armoniosa y distante.

Prudencio parece soñar con un mundo de un Crusoe buscando a Viernes, o el de un náufrago que espera un mensaje en una botella para que le devuelva lo humano a una vida solitaria en el profundo océano de las imágenes. Pero lo más importante es el potencial de mirar ese espacio-tiempo que explora el sentido ontológico de abrir los ojos en un lugar, en el mundo.

Hay un aire de misticismo en las fotografías de Ignacio Prudencio; ya sea el color o el aura de sus imágenes, la majestuosidad de las montañas, o la vida cotidiana de la gente que retrata, sus imágenes sugieren sonidos de instrumentos musicales en los alrededores, y que el somó y las salteñas saben distinto: a realidad.

PROYECTO. Museo de Papel es una plataforma de difusión que visibiliza a jóvenes creadores bolivianos de diferentes disciplinas artísticas que, más allá del dominio de la técnica, ofrecen una reflexión poética sobre la creación artística. Este museo no exhibe en un espacio físico, ni atesora, consagra o jerarquiza obras; es un dispositivo que amplía la mirada hacia un horizonte mestizo donde conviven lenguas, temporalidades y culturas. Museo de Papel es un proyecto de la Fundación Cinenómada para las Artes. Cuenta con el apoyo del Centro Cultural de España en La Paz, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y el periódico La Razón.

Imágenes en un proceso intuitivo

Ignacio Prudencio

Para mí la fotografía es una manera de autoconocerme, de descubrir mis intereses e inquietudes, y me ha resultado un lenguaje bastante versátil con el cual puedo abordar la imagen desde diferentes perspectivas, pasando por lo abstracto y subjetivo, hasta el fotoperiodismo y lo figurativo.

Me gusta trabajar en base a series de imágenes que engloban un concepto o un ensayo que se han manifestado de distintas maneras a lo largo de diferentes etapas de mi vida, que hasta el momento se han traducido en el proceso que me lleva intuitivamente al acto fotográfico. En muchos casos no sé qué es lo que estoy buscando y lo voy descubriendo cuando se genera cierta reflexión a partir de la edición y selección de imágenes, una vez concluido el proceso y trabajo fotográfico.

Creo que más allá del concepto y de una reflexión personal que uno le pueda dar al trabajo, busco que mis imágenes puedan hablar por sí solas y tengan una connotación diferente dependiendo de quién las mira.

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