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Un huerto secreto en medio del bosque

Hace unos años seguí hasta un pueblo lejano a una artista cuyo deseo era ser flor. Se regaba con agua todos los días y esperaba al sol para tomarlo gota a gota en un embudo de plástico, viaje que me confirma que el arte te puede llevar a lugares insospechados y acercarte a la espiritualidad de la humanidad y del universo.

Si bien el hecho de caminar es su actividad artística principal, la forma de vinculación de María Riveros con el territorio ha sido fundamentalmente construido de manera efímera, como una perfecta biotectura, en bosques y prados; sea levantando cúmulos, tejiendo hojas y ramas, o simplemente dibujando con barro o carbón. Los materiales utilizados son los que el lugar le da en cada ocasión —tierra, piedra y madera— pero son trascendidos al integrarlos en dispositivos de comunicación entre tierra y atmósfera, entre hombre y paisaje.

María crea máquinas para volar economizando recursos, pero con precisión y eficacia. Su escritura y collage parecen salidos de mundos que florecen en los pliegues de las cosas, desde debajo de la mesa o entre los ladrillos de adobe de su casa. Frascos de mermeladas están habitados por pequeños y adorables personajes sacados de un bestiario tan real como ficticio. La artista confecciona su propia ropa con la que atrapa insectos combinando imágenes cosidas a máquina e hilvanadas con papeles traslúcidos y textos que tejen un álbum íntimo traído de otro tiempo, pero con una frescura contemporánea.

Su cuerpo de obra muestra la fragilidad de un momento capturando fragmentos de tiempo; a través de diversas técnicas como la fotografía, la escultura, el dibujo, la instalación y objetos sonoros, con los que expresa su percepción sensorial y la fantasía de todos los días que los convierte en un acto mágico. Estas obras están hechas de materiales que están a la mano; son ordinarios, naturales y sencillos. Las alusiones a la naturaleza y a la esencia de la humanidad constituyen la mayor parte del paisaje de sus creaciones con las que revive momentos fugaces de la vida misma.

María Riveros vive en el verdadero tiempo del arte. La sinceridad y honestidad de su obra no solo está en su contenido artístico y corporalidad, sino en ese riesgo necesario que se toma cuando se sabe de qué se está hablando. En sus obras juega con un tiempo donde las manecillas del reloj parecen demoradas. No hay imagen sin imaginación; es una equivocación querer hacer de la imaginación una pura y simple facultad de desrealización. La Botánica es una ilusión —del arte de demorarse—, es una propuesta imaginaria del cultivo de zanahorias y tomates (como objetivo de supervivencia) no es fija ni rápida y se desarrolla en un tiempo que pesa, que huele, que se demora; de esta forma el bosque deja de ser un hecho objetivo para transformarse en un hecho de abandono.

María atrapa momentos en los que revela extrañas apariciones de  fragmentos de realidad con las que descubrimos zonas donde lo cotidiano se funde con lo imaginario. Los sonidos que utiliza se borran en la percepción, ahuyentados por el gran silencio que nace del recogimiento. La suspensión que provocan las obras son capaces de invitar al espectador a encontrarse consigo mismo. La felicidad no es el fin del camino sino el camino en sí o, en el más puro pensamiento hegeliano, son el sufrimiento y la ausencia esa máquina de felicidad.

La artista acciona su práctica y la integra a un frondoso bosque donde sus intervenciones cobran vida en una naturaleza que se encarga de hacerlas desaparecer para adueñarse de los elementos que le fueron arrebatados y reintegrarlos a su primitivo origen. En este mágico mundo son los pájaros, las hojas, las luciérnagas y las estrellas sus únicos cómplices.