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Lovecraft y ‘El color que cayó del cielo’

El relato fantástico de  H. P. Lovecraft, traducido por Liliana Colanzi, es uno de los tres lanzamientos de Dum Dum editora en la Feria del Libro de La Paz.

/ 18 de julio de 2018 / 19:00

H. P. Lovecraft (1890-1937) no logró publicar ningún libro en vida; sus cuentos aparecían en revistas “pulp” como Weird Tales. Su fama es enteramente póstuma, y comenzó de la mejor manera, con simples lectores, y luego se difundió entre escritores y críticos. Hoy, su éxito es comercial y crítico: hay consenso en que los dos escritores norteamericanos más importantes de literatura de horror gótico son Poe y Lovecraft.

Lovecraft parecía modesto, pero no lo era. En uno de sus cuentos, La casa evitada, el narrador menciona que, allá por 1840, cuando Poe vivía en Providence y cortejaba a la poeta Mrs. Whitman, le gustaba caminar por Benefit Street, pasar por la iglesia de Saint John y bordear un cementerio con lápidas del siglo XVIII. La “ironía” de todo esto es que Poe, el “gran maestro universal de lo terrible y lo extraño”, pasaba en su acostumbrada caminata por una vieja casa con un jardín descuidado. El narrador escribe: “No parece que él (Poe) haya escrito o mencionado alguna vez esa casa, ni tampoco hay pruebas de que al menos se haya anoticiado de ella. Y, sin embargo, esa casa… iguala o supera en horror la más descabellada fantasía del genio que pasó a su lado sin darse cuenta…”. La casa evitada es, entonces, el cuento que Poe fue incapaz de escribir. El mensaje es contundente: Lovecraft puede ver más lejos y mejor que Poe.

Lo que distingue a Lovecraft es su talento para crear una mitología. Esa es la característica principal de un subgénero que él ayudó a consolidar: “weird fiction”. El “cuento extraño” evitaba concentrarse en el miedo físico o en aquello “mundanamente horrible”, para enfocarse en la “inexplicable amenaza de fuerzas desconocidas y… una suspensión particular y maligna o derrota de aquellas leyes fijas de la naturaleza que son nuestra única salvaguarda ante los asaltos del caos y los demonios del espacio no conocido”. El cuento extraño es literatura sobre el “miedo cósmico”, revitalizada hoy gracias a Jeff VanderMeer, China Mieville y Caitlin Kiernan.

En la mitología de Lovecraft, los dioses que los hombres adoran son seres extraterrestres que viven en nuestro mundo y nos controlan. Lovecraft produce una sensación de soledad cósmica, la de sentirse abandonado en un universo sin trascendencia. A la vez, esa soledad ocurre en un mundo sobrepoblado por seres extraños, shoggoths protoplásmicos. El hombre es un ser ínfimo, una mancha en un tiempo que se alarga a miles de millones de años.

En El color que cayó del cielo, a partir de la llegada de un meteorito a la Tierra, el narrador cuenta la maldición que parece cernirse en torno a un páramo cerca de la mítica ciudad de Arkham: el campo se vuelve estéril, los lugareños enloquecen, las plantas adquieren formas extrañas. Ese color que llega de afuera con el meteorito es un desafío a nuestras formas de entender las cosas.

“Las más antigua y más fuerte emoción de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más fuerte tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”, escribió Lovecraft. En El color que cayó del cielo, Lovecraft desarrolla ese miedo a lo desconocido a través de la entidad o entidades del espacio exterior que parecen haber llegado con el meteorito. Nunca son descritas directamente, y sabemos de ellas a partir de los efectos que causan en las cosas, personas o animales que se encuentran a su paso. Lovecraft trabaja el horror a partir de la sugerencia y evita antropomorfizar a la criatura del espacio exterior: esta entidad está tan fuera de nuestros parámetros que es mejor no humanizarla en la representación. De hecho, el horror cósmico —“ese solitario, extraño mensaje de otros universos y de otros reinos de materia, energía y entidad”— se debe precisamente a que somos conscientes de todo aquello que está fuera de nuestros parámetros.

Dum Dum editora: un salto a lo desconocido 

Miguel Vargas

Este año, lo fantástico, lo desconocido y la tecnología forman parte de los lanzamientos que tiene Dum Dum editora para la feria del Libro de La Paz. La fascinación por lo que no comprendemos, y la incertidumbre por el futuro son características de las tres obras elegidas y sobre todo del primer lanzamiento: El color que cayó del cielo.

Este cuento de H. P. Lovecraft ha sido traducido por la escritora y editora de Dum Dum Liliana Colanzi, abriendo así la colección Alasitas, que se caracteriza por libros en formato de bolsillo y precio más accesible (Bs 40).

“Queremos una colección con traducciones propias. Bolivia no tiene una gran tradición en la traducción, nos llegan los clásicos u otros autores extranjeros con los tonos y modismos de otros países. Entonces tenemos una sensación de extrañeza, porque algunos giros idiomáticos nos resultan extraños. Con esta colección queremos alentar el ejercicio de la traducción”, explica Colanzi.

La autora cruceña —Nuestro mundo muerto (2010), Vacaciones permanentes (2016), entre otros— se encargó de la traducción del cuento. “Es la primera traducción que hago de un texto de ficción y también fue un ejercicio creativo para mí, yo estaba muy bloqueada con la propia escritura. Recuerdo que cuando le pregunté a una amiga traductora si no le daba un poco de flojera trabajar textos ajenos cuando podía estar haciendo su trabajo creativo, ella me dijo: ‘éste es mi trabajo creativo’. Ahora entiendo perfectamente a qué se refería: el oficio de traducir te confronta a tomar muchas decisiones estéticas, por qué se elige una palabra sobre la otra. Implica meterte en la cabeza de otro autor, es un ejercicio muy interesante y liberador”.

Dum Dum editora nació en 2017 con la novela Eisejuaz, de la argentina Sara Gallardo (1931-1988). Este año, aparte de la obra de Lovecraft, publicará Nefando de Mónica Ojeda y Los cuerpos del verano de Martín Felipe Castagnet.

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Iris

'Iris' es la más reciente novela de Edmundo Paz Soldán. Publicada por Alfaguara, su lanzamiento internacional se produjo esta semana. El escritor boliviano incursiona esta vez en la ciencia ficción. Con autorización de la editorial, adelantamos los primeros tramos de la obra

/ 9 de febrero de 2014 / 04:00

Una voz metálica en la radio del jipu les informó de una emergencia en el templo de Xlött en el anillo exterior. Song enfiló hacia allá. Xavier levantó la vista y lo golpeó la luz del día, rojiza como en un atardecer constante. Nubes harinosas inmóviles sobre la planicie. Se le vino la imagen plácida de Soji tirada en la cama mientras dormía, los aros de colores refulgiendo fosforescentes en los tobillos y el cuello; quiso perderse en ella pero no pudo. No le gustaba ir al anillo exterior, plagado de seguidores de Orlewen, el irisino que con sus arengas y su impermeabilidad a la muerte había logrado convertir una pequeña molestia para Saint Rei en una fatigosa insurrección.

Los soldados en la parte trasera hablaban en un lenguaje desconocido. Pakis, decidió Xavier, sin mucho interés en que el Instructor le tradujera lo que decían, y malayos los del jipu que los seguía. Cada vez más shanz asiáticos y también centroamericanos y de las republiquetas mexicanas. A SaintRei le costaba reclutar en otras partes.

Song condujo por calles angostas. El fengli soplaba con fuerza; la sha golpeaba los cristales del jipu, entorpecía la visibilidad. Xavier había creído que con el tiempo se acostumbraría al color de la luz, a la presencia constante del fengli, al clima seco. Podía vivir con ellos, pero era como si a un habitante del trópico lo trasladaran a una zona polar. Su bodi reaccionaba de otra forma, vivía aletargado. En el pod debía encender las lámparas flotantes que aplacaban la intensidad de la luz y replicaban el color de Afuera.

Una oleada de aire frío recorrió su pecho; tosió y le dolió la garganta. Hacía tiempo que se ponía así cada vez que le tocaba salir. Debía luchar contra un ataque de pánico cuando llegaba a una de las puertas del Perímetro y esperaba su turno. Era como si una dushe de piel helada fuera despertándose en la boca del estómago y se extendiera a través de la cavidad torácica para asomar la lengua entre sus labios. La tensión se acumulaba en los músculos de la frente. Los shanz dejaban atrás la seguridad —las altas murallas de concreto reforzado, los rollos de alambre electrificado—, ingresaban a las calles de una ciudad que no los quería. Se exponían a las bombas sembradas en el camino, a los irisinos que en nombre de sus dioses se acercaban a inmolarse junto a ellos.

Jóvenes de rostros hostiles escupían al paso de los jipus. En las paredes de las casas se desplegaban consignas de Orlewen. Xavier sonrió al encontrarse una vez más con Nos prometieron jetpacks. Le llamaron la atención Quiero tomar el Perímetro y Desocupemos a los que nos ocupan. Si uno de los shanz se quejaba de algo, él respondía A mí me prometieron un jetpack tu.

No debía relajarse. En esas frases se encontraba el poder letal de Orlewen, el trabajo sin descanso de la insurgencia. Se persignó: los atavismos no lo abandonaban.

Edificios que por milagro no se habían derrumbado, manchas de moho en las paredes, hierba negruzca en la entrada. Vivían irisinos ahí, entre las ruinas. Llegaban en busca de un lugar para hacer suyo, se apoderaban de terrazas, pasillos, piscinas vacías. Hombres y mujeres en las galerías hexagonales del Centro de la Memoria, durmiendo al lado de anaqueles abrumados por el polvo; en las oficinas semidestruidas de la Corte Superior; en los balcones y en la platea del Hologramón.

Callado, di.

No hay mucho que contar.

El humor de Song era cambiante, Xavier se había acostumbrado a que a veces lo tratara como si fuera un desconocido. Era de rango inferior y dormía en el cuartel. Se le había caído casi todo el pelo y no cesaba de lamentarse: sus rizos negros atraían a las chicas. Xavier tocaba la suave pelusa que seguía ahí como un resto del naufragio, qué quieres di, al menos neso todos somos iguales ki. Compartían la pasión por juegos de estrategia como Yuefei; Song era más agresivo que él, que prefería ganar territorios de a poco, avanzar con cautela, utilizar maniobras envolventes como las de su padre cuando luchaba en el cuadrilátero, allá en la infancia, y se proclamaba campeón nacional de muaytai en Munro, antes de que otras cosas lo distrajeran.

Al cruzar por un mercado los golpeó el olor a vómito de la basura acumulada en las esquinas (en el Perímetro casi todo carecía de olor; una pátina aséptica invadía hasta los rincones más alejados). Sabía por el Instructor que el protectorado de Iris tuvo días mejores. Que las pruebas nucleares de mediados del siglo pasado habían convertido a los irisinos en lo que eran y a la región en un campo radiactivo donde pocos seres humanos que llegaban de Afuera sobrevivían más de veinte años. Que a fines del siglo pasado el descubrimiento del X503, un mineral liviano y resistente con múltiples aplicaciones industriales, hizo que Munro, a cargo del protectorado, aprobara las concesiones de explotación del X503 para SaintRei. Que el dinero fácil hizo que inmigrantes desesperados y aventureros de toda condición aceptaran el contrato vitalicio, con todo lo que ello conllevaba: la imposibilidad del retorno a Afuera, el acortamiento en las expectativas de vida. Que cuando algunas variantes del X503 fueron descubiertas Afuera, las principales ciudades de Iris decayeron. Sabía todo lo que debía saber de Iris gracias al Instructor.

Song disminuyó la velocidad al ingresar a la plaza. Xavier observó las casas que la rodeaban. Los primeros días de patrullaje le había llamado la atención la forma en que las construían. El segundo piso de una de ellas carecía de techo y disponía de escaleras que subían a ninguna parte, puertas que se abrían al vacío. Razones económicas los llevaban a hacerlo de esa manera. Una casa se levantaba a medida que disponían de recursos; una familia podía vivir en un cuarto durante un tiempo, hasta que un poco de geld ahorrado les permitía construir otro; luego, quizás en uno o cinco años, pasaban al segundo piso.
Pedimos refuerzos.

No todavía, di.

Tres lánsès de ojos desorbitados hurgaban en la basura en una esquina, sus picos agresivos buscando comida entre la chatarra. Un perro desnutrido los observaba sin animarse a seguir su ejemplo. Xavier sintió la inminencia del peligro: la tranquilidad lo asustaba más que el bullicio. Quiso un swit para tranquilizarse. Había abusado de ellos, quizás por eso algunos ya no le hacían efecto. Tomaba uno para dormir y otro para estar alerta; uno para los ataques de pánico y otro para la ansiedad; cuando le faltaba aire se metía uno a la boca y cuando le subía la presión, otro; para divertirse necesitaba tres y cuando estaba melancólico, dos; quería ver estrellas y escuchar explosiones en el sexo con Soji y buscaba swits en la cajita de metal que tenía en el cuello.

Quería olvidarse de Luann y Fer allá Afuera pero para eso no se habían inventado swits todavía. Debía entonces dejar que apareciera delante de él el piso en la cuadra de altos sauces, cerca del estadio de fut12. Los domingos por la tarde se podían escuchar los cánticos de las hinchadas, los gritos eufóricos cuando uno de los equipos anotaba. Al principio a Luann no le interesaba ir pero Xavier la había convencido con el argumento de que con tanto ruido no podrían hacer nada si se quedaban. Luann había terminado siendo más fanática que él y no se perdía ningún partido y los llevaba a él y a Fer a la tribuna más peligrosa, donde circulaba alcohol y rugían los cohetes, vestida con una camiseta blanquiazul como la de los RiverBoys, banderines y pitos en la mano y una petaquera de whisky escondida en su bolsón. Fer en cambio miraba sin mirar, preguntando impaciente cuánto faltaba para que todo acabara. El cerquillo le cubría la frente, mechones indóciles hacían piruetas por sus sienes. No se separaba de su hoodie color carbón y se ponía la capucha incluso bajo el sol más agresivo. Xavier debía haber sospechado que para entonces ya lo habían perdido.

Song detuvo el jipu junto a un rikshò abandonado. Un anciano irisino yacía en los escalones que daban a la puerta principal del templo. Xavier bajó junto a Song e hizo una seña a los shanz para que les cubrieran las espaldas. El otro jipu estacionó al lado y Xavier les indicó que no bajaran.

No me gusta nada, di.

Xavier apretó la culata del riflarpón: lo abrumaba el miedo. En los ejercicios con holos todo era fácil o al menos manejable; otra cosa era encontrarse en la soledad de una plaza, en la puerta de un templo en el que se rezaba a dioses extraños —no aceptaba al Dios de los suyos pero al menos le era familiar—, sabiéndose acechado por el enemigo.

Un chillido lo sobresaltó. Un lánsè levantaba vuelo. Estuvo a punto de disparar.

Song se fue acercando al irisino. Xavier lo observaba por el rabillo del ojo: la ropa sucia en jirones, un mendigo de los tantos que pululaban por las calles peleando por la comida con los perros y los lánsès. Cómo habría llegado a esa edad. A veces era cuestión de suerte, un irisino podía estar muy sano mientras sus hermanos desarrollaban todo tipo de enfermedades y dolencias desde niños.

El anciano no llevaba nada adherido al bodi. Eso hizo que Xavier bajara la guardia. Una falsa alarma. Tácticas de Orlewen que parecían sin sentido pero que al final se revelaban como parte de un método sistemático para que los pieloscuras vivieran con miedo. Ese terror se colaba en los sueños, producía episodios saico durante el día, agobiaba.

Xavier iba a decirle a Song que no había peligro cuando una ráfaga de fengli lo golpeó. Un instante después escuchó el ruido atronador. Perdió estabilidad, voló por los aires. La espalda hizo impacto contra algo duro y punzante. Sintió que lo pisoteaban caballos en una estampida.

Los párpados se le cerraron.

Cuando los entreabrió estaba en mitad de la calle.

Quiso incorporarse y no pudo. El dolor le hizo volver a cerrar los ojos.

La violencia del futuro está aquí

“Iris es una novela que dialoga con la ciencia ficción, diálogo que me permite enfrentarme al nuevo orden/desorden global”, afirma Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) sobre su más reciente novela con la que incursiona en el género de la ciencia ficción.

Publicado por Alfaguara, el libro fue presentado en La Paz por su propio autor y por Wilmer Urrelo el jueves. Y el viernes sucedió lo mismo en Cochabamba.
“Iris es una novela bélica ambientada en una región del planeta y en un futuro cercano”, dice una sinopsis elaborada por Alfaguara para su lanzamiento internacional.  

“Es una novela que habla de aventuras imperiales —continúa el resumen—; colonizadores interesados en los ricos yacimientos minerales de esa región; unos aborígenes —los irisinos— humillados, esclavizados y sometidos durante años a pruebas nucleares que han hecho estragos en su fisonomía; una tierra hostil, convertida ahora en un auténtico campo radiactivo, donde los seres humanos que llegan de Afuera —la mayoría tras firmar un contrato vitalicio que les impide volver— no viven más de 20 años; una resistencia, encabezada por el irisino Orlewen, que se enfrenta a la dominación y que planea la revuelta de los colonizados en busca de su independencia; todo un ejército de hombres, artificiales (algunos de los cuales antes fueron hombres y quizá aún conservan un pequeño porcentaje de humanidad) y chitas (temibles robots usados para cazar irisinos); drogas que ayudan a sobrevivir entre tanta devastación; dioses vengadores —Xlött, Malacosa—; y un Advenimiento que está a punto de ocurrir”.

Las últimas dos novelas del prolífico escritor boliviano   —Los vivos y los muertos (2009) y Norte (2011)— están ambientadas en Estados Unidos. Cada una a su manera explora las dimensiones de la violencia en la vida cotidiana de ese país. Iris lleva esa exploración de la violencia a dimensiones cósmicas.

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/ 9 de febrero de 2014 / 04:00

Una voz metálica en la radio del jipu les informó de una emergencia en el templo de Xlött en el anillo exterior. Song enfiló hacia allá. Xavier levantó la vista y lo golpeó la luz del día, rojiza como en un atardecer constante. Nubes harinosas inmóviles sobre la planicie. Se le vino la imagen plácida de Soji tirada en la cama mientras dormía, los aros de colores refulgiendo fosforescentes en los tobillos y el cuello; quiso perderse en ella pero no pudo. No le gustaba ir al anillo exterior, plagado de seguidores de Orlewen, el irisino que con sus arengas y su impermeabilidad a la muerte había logrado convertir una pequeña molestia para Saint Rei en una fatigosa insurrección.

Los soldados en la parte trasera hablaban en un lenguaje desconocido. Pakis, decidió Xavier, sin mucho interés en que el Instructor le tradujera lo que decían, y malayos los del jipu que los seguía. Cada vez más shanz asiáticos y también centroamericanos y de las republiquetas mexicanas. A SaintRei le costaba reclutar en otras partes.

Song condujo por calles angostas. El fengli soplaba con fuerza; la sha golpeaba los cristales del jipu, entorpecía la visibilidad. Xavier había creído que con el tiempo se acostumbraría al color de la luz, a la presencia constante del fengli, al clima seco. Podía vivir con ellos, pero era como si a un habitante del trópico lo trasladaran a una zona polar. Su bodi reaccionaba de otra forma, vivía aletargado. En el pod debía encender las lámparas flotantes que aplacaban la intensidad de la luz y replicaban el color de Afuera.

Una oleada de aire frío recorrió su pecho; tosió y le dolió la garganta. Hacía tiempo que se ponía así cada vez que le tocaba salir. Debía luchar contra un ataque de pánico cuando llegaba a una de las puertas del Perímetro y esperaba su turno. Era como si una dushe de piel helada fuera despertándose en la boca del estómago y se extendiera a través de la cavidad torácica para asomar la lengua entre sus labios. La tensión se acumulaba en los músculos de la frente. Los shanz dejaban atrás la seguridad —las altas murallas de concreto reforzado, los rollos de alambre electrificado—, ingresaban a las calles de una ciudad que no los quería. Se exponían a las bombas sembradas en el camino, a los irisinos que en nombre de sus dioses se acercaban a inmolarse junto a ellos.

Jóvenes de rostros hostiles escupían al paso de los jipus. En las paredes de las casas se desplegaban consignas de Orlewen. Xavier sonrió al encontrarse una vez más con Nos prometieron jetpacks. Le llamaron la atención Quiero tomar el Perímetro y Desocupemos a los que nos ocupan. Si uno de los shanz se quejaba de algo, él respondía A mí me prometieron un jetpack tu.

No debía relajarse. En esas frases se encontraba el poder letal de Orlewen, el trabajo sin descanso de la insurgencia. Se persignó: los atavismos no lo abandonaban.

Edificios que por milagro no se habían derrumbado, manchas de moho en las paredes, hierba negruzca en la entrada. Vivían irisinos ahí, entre las ruinas. Llegaban en busca de un lugar para hacer suyo, se apoderaban de terrazas, pasillos, piscinas vacías. Hombres y mujeres en las galerías hexagonales del Centro de la Memoria, durmiendo al lado de anaqueles abrumados por el polvo; en las oficinas semidestruidas de la Corte Superior; en los balcones y en la platea del Hologramón.

Callado, di.

No hay mucho que contar.

El humor de Song era cambiante, Xavier se había acostumbrado a que a veces lo tratara como si fuera un desconocido. Era de rango inferior y dormía en el cuartel. Se le había caído casi todo el pelo y no cesaba de lamentarse: sus rizos negros atraían a las chicas. Xavier tocaba la suave pelusa que seguía ahí como un resto del naufragio, qué quieres di, al menos neso todos somos iguales ki. Compartían la pasión por juegos de estrategia como Yuefei; Song era más agresivo que él, que prefería ganar territorios de a poco, avanzar con cautela, utilizar maniobras envolventes como las de su padre cuando luchaba en el cuadrilátero, allá en la infancia, y se proclamaba campeón nacional de muaytai en Munro, antes de que otras cosas lo distrajeran.

Al cruzar por un mercado los golpeó el olor a vómito de la basura acumulada en las esquinas (en el Perímetro casi todo carecía de olor; una pátina aséptica invadía hasta los rincones más alejados). Sabía por el Instructor que el protectorado de Iris tuvo días mejores. Que las pruebas nucleares de mediados del siglo pasado habían convertido a los irisinos en lo que eran y a la región en un campo radiactivo donde pocos seres humanos que llegaban de Afuera sobrevivían más de veinte años. Que a fines del siglo pasado el descubrimiento del X503, un mineral liviano y resistente con múltiples aplicaciones industriales, hizo que Munro, a cargo del protectorado, aprobara las concesiones de explotación del X503 para SaintRei. Que el dinero fácil hizo que inmigrantes desesperados y aventureros de toda condición aceptaran el contrato vitalicio, con todo lo que ello conllevaba: la imposibilidad del retorno a Afuera, el acortamiento en las expectativas de vida. Que cuando algunas variantes del X503 fueron descubiertas Afuera, las principales ciudades de Iris decayeron. Sabía todo lo que debía saber de Iris gracias al Instructor.

Song disminuyó la velocidad al ingresar a la plaza. Xavier observó las casas que la rodeaban. Los primeros días de patrullaje le había llamado la atención la forma en que las construían. El segundo piso de una de ellas carecía de techo y disponía de escaleras que subían a ninguna parte, puertas que se abrían al vacío. Razones económicas los llevaban a hacerlo de esa manera. Una casa se levantaba a medida que disponían de recursos; una familia podía vivir en un cuarto durante un tiempo, hasta que un poco de geld ahorrado les permitía construir otro; luego, quizás en uno o cinco años, pasaban al segundo piso.
Pedimos refuerzos.

No todavía, di.

Tres lánsès de ojos desorbitados hurgaban en la basura en una esquina, sus picos agresivos buscando comida entre la chatarra. Un perro desnutrido los observaba sin animarse a seguir su ejemplo. Xavier sintió la inminencia del peligro: la tranquilidad lo asustaba más que el bullicio. Quiso un swit para tranquilizarse. Había abusado de ellos, quizás por eso algunos ya no le hacían efecto. Tomaba uno para dormir y otro para estar alerta; uno para los ataques de pánico y otro para la ansiedad; cuando le faltaba aire se metía uno a la boca y cuando le subía la presión, otro; para divertirse necesitaba tres y cuando estaba melancólico, dos; quería ver estrellas y escuchar explosiones en el sexo con Soji y buscaba swits en la cajita de metal que tenía en el cuello.

Quería olvidarse de Luann y Fer allá Afuera pero para eso no se habían inventado swits todavía. Debía entonces dejar que apareciera delante de él el piso en la cuadra de altos sauces, cerca del estadio de fut12. Los domingos por la tarde se podían escuchar los cánticos de las hinchadas, los gritos eufóricos cuando uno de los equipos anotaba. Al principio a Luann no le interesaba ir pero Xavier la había convencido con el argumento de que con tanto ruido no podrían hacer nada si se quedaban. Luann había terminado siendo más fanática que él y no se perdía ningún partido y los llevaba a él y a Fer a la tribuna más peligrosa, donde circulaba alcohol y rugían los cohetes, vestida con una camiseta blanquiazul como la de los RiverBoys, banderines y pitos en la mano y una petaquera de whisky escondida en su bolsón. Fer en cambio miraba sin mirar, preguntando impaciente cuánto faltaba para que todo acabara. El cerquillo le cubría la frente, mechones indóciles hacían piruetas por sus sienes. No se separaba de su hoodie color carbón y se ponía la capucha incluso bajo el sol más agresivo. Xavier debía haber sospechado que para entonces ya lo habían perdido.

Song detuvo el jipu junto a un rikshò abandonado. Un anciano irisino yacía en los escalones que daban a la puerta principal del templo. Xavier bajó junto a Song e hizo una seña a los shanz para que les cubrieran las espaldas. El otro jipu estacionó al lado y Xavier les indicó que no bajaran.

No me gusta nada, di.

Xavier apretó la culata del riflarpón: lo abrumaba el miedo. En los ejercicios con holos todo era fácil o al menos manejable; otra cosa era encontrarse en la soledad de una plaza, en la puerta de un templo en el que se rezaba a dioses extraños —no aceptaba al Dios de los suyos pero al menos le era familiar—, sabiéndose acechado por el enemigo.

Un chillido lo sobresaltó. Un lánsè levantaba vuelo. Estuvo a punto de disparar.

Song se fue acercando al irisino. Xavier lo observaba por el rabillo del ojo: la ropa sucia en jirones, un mendigo de los tantos que pululaban por las calles peleando por la comida con los perros y los lánsès. Cómo habría llegado a esa edad. A veces era cuestión de suerte, un irisino podía estar muy sano mientras sus hermanos desarrollaban todo tipo de enfermedades y dolencias desde niños.

El anciano no llevaba nada adherido al bodi. Eso hizo que Xavier bajara la guardia. Una falsa alarma. Tácticas de Orlewen que parecían sin sentido pero que al final se revelaban como parte de un método sistemático para que los pieloscuras vivieran con miedo. Ese terror se colaba en los sueños, producía episodios saico durante el día, agobiaba.

Xavier iba a decirle a Song que no había peligro cuando una ráfaga de fengli lo golpeó. Un instante después escuchó el ruido atronador. Perdió estabilidad, voló por los aires. La espalda hizo impacto contra algo duro y punzante. Sintió que lo pisoteaban caballos en una estampida.

Los párpados se le cerraron.

Cuando los entreabrió estaba en mitad de la calle.

Quiso incorporarse y no pudo. El dolor le hizo volver a cerrar los ojos.

La violencia del futuro está aquí

“Iris es una novela que dialoga con la ciencia ficción, diálogo que me permite enfrentarme al nuevo orden/desorden global”, afirma Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) sobre su más reciente novela con la que incursiona en el género de la ciencia ficción.

Publicado por Alfaguara, el libro fue presentado en La Paz por su propio autor y por Wilmer Urrelo el jueves. Y el viernes sucedió lo mismo en Cochabamba.
“Iris es una novela bélica ambientada en una región del planeta y en un futuro cercano”, dice una sinopsis elaborada por Alfaguara para su lanzamiento internacional.  

“Es una novela que habla de aventuras imperiales —continúa el resumen—; colonizadores interesados en los ricos yacimientos minerales de esa región; unos aborígenes —los irisinos— humillados, esclavizados y sometidos durante años a pruebas nucleares que han hecho estragos en su fisonomía; una tierra hostil, convertida ahora en un auténtico campo radiactivo, donde los seres humanos que llegan de Afuera —la mayoría tras firmar un contrato vitalicio que les impide volver— no viven más de 20 años; una resistencia, encabezada por el irisino Orlewen, que se enfrenta a la dominación y que planea la revuelta de los colonizados en busca de su independencia; todo un ejército de hombres, artificiales (algunos de los cuales antes fueron hombres y quizá aún conservan un pequeño porcentaje de humanidad) y chitas (temibles robots usados para cazar irisinos); drogas que ayudan a sobrevivir entre tanta devastación; dioses vengadores —Xlött, Malacosa—; y un Advenimiento que está a punto de ocurrir”.

Las últimas dos novelas del prolífico escritor boliviano   —Los vivos y los muertos (2009) y Norte (2011)— están ambientadas en Estados Unidos. Cada una a su manera explora las dimensiones de la violencia en la vida cotidiana de ese país. Iris lleva esa exploración de la violencia a dimensiones cósmicas.

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Siete libros, siete sugerencias…

Con motivo del Día del Libro, el autor sugiere siete títulos que más vale no rechazar

/ 28 de abril de 2013 / 04:00

Con la abrumadora cantidad de libros que se publican, cada vez es más fácil que un buen título se pierda, un notable autor sea olvidado, la obra “menor” de un grande no sea tomada en cuenta. Con motivo del Día del Libro, van estas sugerencias:

Vladimir Nabokov, Pnin. Una de las mejores contribuciones al subgénero de la “novela de campus”, aunque, como se trata de Nabokov, está claro que trasciende cualquier intento de clasificación. Una novela melancólica de ribetes cómicos, sobre las desventuras del profesor Timofey Pnin en Weindell College. Pnin, profesor de ruso que no sabe hablar inglés muy bien, quisiera encontrar la clave secreta de la armonía detrás del caos de la realidad, acaso porque lo marca la pérdida: la Rusia que dejó atrás, el primer amor, la esposa que lo abandona.

Francisco Tario, La noche. Pocos han escrito en español tan buenos relatos fantásticos como este autor mexicano. Se especializó en cuentos de fantasmas, pero en ese pequeño espacio logró complejas variaciones. La noche de Margaret Rose es un favorito de García Márquez, pero hay muchos más, entre ellos Un huerto frente al mar, La noche del féretro y La noche de los cincuenta libros. Esta antología reúne cuentos de dos libros: La noche (1943) y Una violeta de más (1968).

 Anna Starobinets, Una edad difícil. Se ha dicho de ella que es la Stephen King rusa, pero eso no da cuenta cabal de su escritura, que se mueve con naturalidad entre el horror, el género fantástico e incluso la ciencia ficción.

Heinrich von Kleist, Relatos completos. Este escritor alemán está lejos de ser olvidado, pero es conocido sobre todo como dramaturgo. Michael Koolhaas y La marquesa de O muestran su frenético estilo con una tensión que comienza en la primera línea y no decae hasta el final, y preocupaciones temáticas que anticipan líneas centrales de la literatura del siglo XX; no por nada a Kafka le gustaba leerlo en voz alta a sus amigos.

Flannery O’Connor, Novelas. De esta escritora del Sur profundo de los Estados Unidos se leen hoy, y con razón, sus cuentos excepcionales, pero las novelas son también buenas puertas de entrada a su mundo de predicadores arrebatados y de búsqueda de la gracia en lugares inesperados. Puede que Sangre sabia no sea redonda, pero la historia de Hazel Motes es más memorable que la que cuentan muchas novelas “perfectas”.   

Richard Flanagan, El libro de los peces de William Gould. Un libro hermoso dentro de un libro, que narra la historia del falsificador William Gould, su paso por la cárcel en la isla de Sarah (Tasmania), en el siglo XIX, y su obsesión por pintar peces.

Lina Meruane, Fruta podrida. Con guiños al José Donoso de El lugar sin límites, esta historia de dos hermanas muestra la preocupación de la escritora chilena por el cuerpo enfermo en la sociedad contemporánea; su escritura se inscribe en un código realista con múltiples connotaciones simbólicas.

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/ 28 de abril de 2013 / 04:00

Con la abrumadora cantidad de libros que se publican, cada vez es más fácil que un buen título se pierda, un notable autor sea olvidado, la obra “menor” de un grande no sea tomada en cuenta. Con motivo del Día del Libro, van estas sugerencias:

Vladimir Nabokov, Pnin. Una de las mejores contribuciones al subgénero de la “novela de campus”, aunque, como se trata de Nabokov, está claro que trasciende cualquier intento de clasificación. Una novela melancólica de ribetes cómicos, sobre las desventuras del profesor Timofey Pnin en Weindell College. Pnin, profesor de ruso que no sabe hablar inglés muy bien, quisiera encontrar la clave secreta de la armonía detrás del caos de la realidad, acaso porque lo marca la pérdida: la Rusia que dejó atrás, el primer amor, la esposa que lo abandona.

Francisco Tario, La noche. Pocos han escrito en español tan buenos relatos fantásticos como este autor mexicano. Se especializó en cuentos de fantasmas, pero en ese pequeño espacio logró complejas variaciones. La noche de Margaret Rose es un favorito de García Márquez, pero hay muchos más, entre ellos Un huerto frente al mar, La noche del féretro y La noche de los cincuenta libros. Esta antología reúne cuentos de dos libros: La noche (1943) y Una violeta de más (1968).

 Anna Starobinets, Una edad difícil. Se ha dicho de ella que es la Stephen King rusa, pero eso no da cuenta cabal de su escritura, que se mueve con naturalidad entre el horror, el género fantástico e incluso la ciencia ficción.

Heinrich von Kleist, Relatos completos. Este escritor alemán está lejos de ser olvidado, pero es conocido sobre todo como dramaturgo. Michael Koolhaas y La marquesa de O muestran su frenético estilo con una tensión que comienza en la primera línea y no decae hasta el final, y preocupaciones temáticas que anticipan líneas centrales de la literatura del siglo XX; no por nada a Kafka le gustaba leerlo en voz alta a sus amigos.

Flannery O’Connor, Novelas. De esta escritora del Sur profundo de los Estados Unidos se leen hoy, y con razón, sus cuentos excepcionales, pero las novelas son también buenas puertas de entrada a su mundo de predicadores arrebatados y de búsqueda de la gracia en lugares inesperados. Puede que Sangre sabia no sea redonda, pero la historia de Hazel Motes es más memorable que la que cuentan muchas novelas “perfectas”.   

Richard Flanagan, El libro de los peces de William Gould. Un libro hermoso dentro de un libro, que narra la historia del falsificador William Gould, su paso por la cárcel en la isla de Sarah (Tasmania), en el siglo XIX, y su obsesión por pintar peces.

Lina Meruane, Fruta podrida. Con guiños al José Donoso de El lugar sin límites, esta historia de dos hermanas muestra la preocupación de la escritora chilena por el cuerpo enfermo en la sociedad contemporánea; su escritura se inscribe en un código realista con múltiples connotaciones simbólicas.

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‘El modo de pensar ficticio es un talento’

Doctorow acaba de publicar ‘Todo el tiempo del mundo’, cuentos antiguos y nuevos, los ‘mejores’, según su autor

/ 8 de julio de 2012 / 04:00

E. L. Doctorow (Nueva York, 1931) se convirtió en un grande de la literatura norteamericana gracias a su luminosa reinvención de la novela histórica con libros fundamentales como Ragtime (1975), Billy Bathgate (1989) o Homer y Langley (2010). Ganador de todos los premios importantes de su país —desde el National Book Award hasta el Pen/Faulkner—, Doctorow es también un cuentista inspirado, como lo prueba Todo el tiempo del mundo, en editorial Miscelánea, y que incluye algunos relatos magistrales (‘Walter John Harmon’, ‘Integración’, ‘El escritor de la familia’). Doctorow ha accedido a conversar por correo electrónico.

— En el prólogo del libro, usted sugiere que la novela es una exploración y el cuento algo mucho más decidido de antemano. ¿No se puede explorar en el género cuentístico?

— El cuento es más pequeño en escala, de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas.

— ¿Por qué la decisión de publicar un libro que mezcla cuentos antiguos con nuevos? ¿Es una antología?

— Quería publicar una selección de mis mejores cuentos, tanto antiguos como nuevos. Algunos cuentos tratan de temas muy contemporáneos: la inmigración, el lugar de la religión, etcétera.

— ¿Puede leerse el libro como una mirada a los Estados Unidos hoy?

— Puede leerse como el lector quiera leerlo. El poeta norteamericano Archibald MacLeish solía decir: “Un poema no debería significar, solo ser”. Pienso de la misma manera con relación a los cuentos.

— Uno de los temas que domina el libro es el deseo de perderse en una comunidad, asimilarse al país, en oposición al deseo de individualidad y libertad (‘Walter John Harmon’)…

— El deseo de libertad y el de encontrar una comunidad no son siempre opuestos. Que sean vistos así es la forma en que las nuevas religiones nacen, o, si usted lo prefiere, la forma en que la gente escapa de una forma de opresión a otra.

— Al final de ‘Willi’, el narrador sugiere que nuestras historias personales no son nada cuando se las compara con la destrucción producida por las grandes fuerzas de la historia…

— No lo veo así. Para mí el final es irónico: incluso cuando las grandes fuerzas de la historia nos destruyen, las historias personales lo son todo para nosotros. De otro modo, ¿para qué contarlas?

— ‘El escritor de la familia’ hace recordar una de las definiciones de Mario Vargas Llosa sobre la literatura: una mentira que permite llegar a la verdad. Novelas como Ragtime o Homer y Langley juegan con la exactitud de los detalles históricos en un intento de llegar a una verdad más profunda…

— Bueno, Vargas Llosa no ha sido el primero en decir eso. En todo caso, en relación a ese cuento, me gusta pensar que el joven escritor aprende primero a través de su propia escritura, incluso antes de aprenderlo de manera consciente. El modo de pensar ficticio es un talento, un don. Las verdades que uno descubre así son tan confiables como las de la ciencia o la filosofía.

— Uno de sus cuentos, ‘Wakefield’, trae a la mente a Hawthorne. ¿Qué cuentistas incluiría en su canon personal?

Hawthorne, por supuesto, pero también Joyce, Hemingway, Chejov. Hawthorne por su imaginación alegórica; Joyce, por el momento de revelación en torno al cual construye sus cuentos; Hemingway por lo mismo, pero también por su confianza en la frase declarativa simple. Todos ellos me han enseñado algo. Quizás Chejov es el que más me ha enseñado, sobre todo porque la suya es la voz más natural de la ficción. Sus cuentos parecen esparcirse sobre la página sin arte, sin ninguna intención estética detrás de ellos. Y así uno ve la vida a través de sus frases.

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