El arte da de vivir?, ¿se consume?, ¿cómo se consume? Habíamos dejado al muchacho reafirmando, balbuceante, su deseo de hacer teatro:
— ¿De qué voy a vivir…? eeeh… ¿De lo que hago?
Imaginemos ahora que ha pasado el tiempo y el muchacho se ha convertido en todo un artista. Es ahora ¿un actor?, ¿un autor? o ¿un director?, no importa. El asunto es que a la pregunta “¿De qué vas a vivir?”, todavía no tiene una respuesta clara. Qué hay por detrás de esa pregunta: ¿el arte da de vivir?, ¿se consume?, ¿cómo se consume? Ese es el lado oscuro.
Partamos por el principio, decía mi abuelo. En el caso del consumidor, éste no consume arte de la misma manera que otros productos, no procede simplemente por la satisfacción a través de la utilidad, beneficio o la posesión, sino que lo hace llevado por un impulso: curiosidad, necesidad del espíritu, voluptuosidad, apariencia, cultura, disfrute, entretenimiento, todas estas palabras, que podrían designar ese impulso, no designan nada concreto, un objeto, o una tasa de interés. Es un impulso, nacido en las inflamables aguas de la subjetividad. Su carácter no es racional, pues navega sobre aguas riesgosas. El riesgo de que una obra de teatro pueda arruinar la velada con el flamante novio o la deslumbrante novia. El riesgo de ser decepcionado, burlado, porque el consumo de arte no es inocente, sino lleno de conflicto, es una lucha por la posesión, la del individuo por poseer la obra y de la obra por poseer al individuo —una lucha que no debería resolverse nunca—. De no ser así, ¿qué lleva a un cinéfilo a ver 10, 20 veces la misma película?
La particularidad de este riesgo (del consumidor), hace por ejemplo que, ante un mismo espectáculo, entre dos espectadores potenciales, uno esté dispuesto a pagar 100 y el otro 10. Esto se debe a que es una apuesta ciega, peor que cualquier bono de estado de un país latinoamericano, dado que no tiene cómo anticipar su satisfacción, solo hasta después de haber visto la obra.
Ahora bien, ¿cómo es que ese potencial consumidor, ese espectador, decide qué obra ir a ver? Aquí nos encontramos en las profundas aguas del manejo de públicos, ¡sí, señor!, la elección no es “democrática”. En el ideal, cada espectador teniendo toda la información y acceso a la globalidad de la oferta, decidiría según sus propias expectativas a qué obra ir. Pero hoy en día, gracias a la penetración de los canales de difusión e información (Tv, radio, prensa escrita, redes sociales, etc.) en la vida cotidiana, no solo la decisión puede ser manipulada, sino la misma expectativa. La propaganda juega aquí un papel central. Es innegable que la inducción de mensajes propagandísticos, tipo “la obra más famosa del mundo”, que detonan determinados impulsos, o más bien instintos, que forman expectativas, digamos así, falsas. Pero lo interesante aquí es: ¿según qué intereses se construyen esos mensajes?, ¿según el interés del espectador? No, en ningún caso, sino según el interés del intermediador, del que posee los medios de difusión. Pero hoy no solamente se nos dice qué ver, sino también qué nos debe gustar. Por un lado, los canales de difusión limitan nuestras posibilidades de consumo, es decir, nos dan lo que debemos ver; y por el otro, los formadores de opinión definen qué es lo importante.
En cuanto al artista, tampoco el paisaje se ve mejor. Primero que depende de que alguien apoye su producción, pues, como dijimos en “Economía básica de un artista, parte I”, el arte es por definición deficitario. De esta manera, está inducido a presentarse como alguien conveniente, capaz de hacer que aquel que lo financia, si bien no recibe contante y sonante, le llegará algún beneficio por otra parte: si es Estado, la ejecución de sus políticas; si es privado, la proyección de una imagen determinada que lo consolide según sus propios intereses; si es institucional, el artista deberá encajar en un determinado perfil y trabajar sobre temas y hasta formas sugeridas desde “arriba”. Así puesta la mesa, si bien idealmente es una “inspiración” o una “voz interior” que le dice al artista sobre qué y cómo trabajar, ellas se ven bastante reducidas a la hora de salir a buscar platita para montarse una obrita.
Por otra parte, el éxito de determinado artista no se debe exclusivamente a su buena estrella o a su inmenso talento, sino que dependerá de qué es lo que buscan los circuitos de comercialización. Una obra no tiene allanado el camino, por más buena que sea, debe cumplir los requisitos de ese circuito.
Así, Josefina, la rata cantora del pueblo de los ratones, del cuento de Kafka, no podrá nunca más pararse frente a sus espectadores y reclamarles el respeto que se merece su arte. Ni tampoco los ratones abuchearla. Ya ningún ratón espectador podrá espetarle, en la cara, a una Josefina perpleja: “ves, Josefina, cualquiera de nosotros puede chillar igual que tú, si estás allí arriba, sobre la escena, es porque a nosotros nos ha dado la gana de que estés allí”. Hoy el cuento tendría que ser modificado; entre Josefina y su ratuno público están los intermediarios, los propietarios de los medios de difusión y propaganda y los formadores de opinión. En esa lógica, ni Josefina, ni los ratones, ni nuestro joven, ahora viejo artista, tienen la sartén por el mango; en otras palabras: ni pito tocan.