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Víctor Hugo Viscarra en seis retratos

La editorial 3.600 presentará un compendio con la obra del escritor paceño (1958 - 2006) el 6 de agosto a las 18.00 en la FIL.

/ 1 de agosto de 2018 / 11:00

A lo largo de su breve carrera como escritor, escribí en diversas ocasiones algunos apuntes, repetitivos, a veces contradictorios, sobre la vida y los libros de Víctor Hugo Viscarra. Ahora, con motivo de la publicación de su obra completa en la Editorial 3.600, recopilo y acomodo estos apuntes en forma de retratos.

Retrato N° 6. Obras completas

Cuando ya ha corrido mucha tinta y otras habladurías sobre la vida y obra de Viscarra, se presenta por primera vez una edición de su obra completa. Legal y oficial, para pena y jolgorio de los piratas. No añadiremos nada nuevo, ni insólito, tampoco la opinión definitiva ni consagratoria; menos intentaremos colocar al autor en su lugar: un altar o un tugurio. Más bien diremos que la obra de este autor sigue ubicua y viva, no sabemos hasta cuándo. Lo que sí está claro, es que era necesario realizar este gran esfuerzo editorial para difundir sus libros, su obra completa, para que simplemente sea más conocida por un público que sabe de tragos fuertes, y para el resto. Lo demás, lo dejaremos al tiempo y las aguas.

Difícil no repetir lo ya tantas veces dicho, sobre este escritor que es un caso aparte. En vida era conocido como un borracho y un “thanta escritor”, como él mismo se autonombraba; a la semana de su muerte estaba ya en camino de la canonización, como ejemplo de vida y de sacrificio. Y después, se convirtió en mito. O sea, ni modo. Yo mismo, ya siento el peso de ser un obligado testigo de ciertos momentos de su existencia, en especial la de sus últimos años. Al respecto, un periodista me preguntó sobre él, y yo le respondí más o menos de esta manera:

“Cuando estaba sano era todo un caballero. En muchos otros casos había que lidiar como con un bebé. No era extraño verlo con aparatosas gasas cruzadas en su cabeza. Además de alcohólico, estaba en sus últimos años y con bastantes achaques. Aunque él creía que nunca se iba a morir. De modo que no se podían hacer planes, por ejemplo, de viajes, ni a Viacha ni a Alemania, o de programar ediciones formales de sus libros. Siendo un marginal, pocos le daban bola o era un cargoso como todo borracho alegre; ya de muerto fue para algunos un santo. Tenía una inteligencia mezclada con picardía y dolor y rabia; lo más valioso, literariamente hablando, era su autenticidad. Por eso, aún se lo sigue buscando y leyendo”.

También conté más de una vez, sobre la representación de Anoche, en un putero en una conocida y acogedora sala de la ciudad de La Paz, dejando fríos y patitiesos a muchos espectadores. En esos momentos, el autor andaría vaya uno a saber por dónde. Tal vez, para asegurarse el día a día sin muchos sobresaltos, andaba en busca de las altas autoridades de la Iglesia, de la Policía, en algunos hospitales o en oficinas donde medran intelectuales de izquierda o de los otros, o con directores de ONG. De las noches o de su vida privada, solo se sabe lo que quiso decir en su obra escrita por él, y lo que andan diciendo sus ocasionales acompañantes.

Volvamos a sus libros, para no ser cargosos. Sus escritos son literatura y no son literatura. Son cuentos y no son cuentos. No son novelas, tampoco informes sobre la pobreza suburbana, ni tiernos recuerdos autobiográficos, o chistes para niños crueles, o regodeos amorosos para jovencitas inexistentes. Ni obra maestra ni sobra maestra. Son todo y nada. Ahora aquí están, como una respuesta a las diversas necesidades de cada lector. No apta para intelectuales serios, ni para la competencia de escribidores. Tal vez autoayuda para satisfechos, para noveleros, falsos hippies, aspirantes a santos modernos, y en especial para la gente común y silvestre, “mi gente” como a él le gustaba repetir.

Que estas palabras no sean para contribuir al mito, sino, simplemente, para no quedarnos callados ante estas quinientas hojas que no solo rezuman tinta.
(La Paz, julio de 2018)

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Jorgecito, qomer-pantaloncito (Pieza negra en tres enviones)

Publicamos este cuento inédito, en el que la autoridad del Tío de la mina se muestra pero también se ve sujeta a duras negociaciones.

/ 2 de julio de 2017 / 04:00

1.

— No aparece siempre el Antonio, ayúdenme a buscarlo, compadre, compañeros de mi marido; debajo de este montón de tierra siempre está.

— Hua, qué ha pasado pues, señora, qué anda haciendo el Antonio Robles debajo de la tierra.

— Así siempre se ha accidentado, compadrito. Derrumbe, pues; se ha hecho tapar con la carga y no lo estoy pudiendo encontrar.

— Uta, ya se habrá muerto pues.

— Se ha muerto siempre, así es la mina, la tierra nos cubre tarde o temprano, lo ha tapado como poncho y ya no lo puedo encontrar.

— Ay, doña Romalda, sin marido se ha quedado ahora. Y lo que le gustaba al Antonio bailar de diablo en los carnavales.

— Sabía, pues, le gustaba. Gracias por ayudarme. ¿No parece?, ¿no se lo siente? Bien muerto debe estar, ¿no ve? Primero yo lo estaba llamando, pero no me ha respondido, además nunca me respondía en vida, así son los hombres. O sea que, ya nunca más lo voy a escuchar.

— Cuánto lo sentimos, doña Romalda. Pero creo que aquí estamos pateando oxígeno. Yo que vos, señora, lo iría a buscar al Aysiri…

— Qué sabe pues el Aysiri.

— … para que le haga hablar a la Pachamama, o a su espíritu; de esa manera vamos a encontrar el cuerpo. No ve que le gustaba bailar de diablo… Eso es pues, con el diablo tenemos que vernos ahora.

— ¿El diablo?

— Bueno, el Tío, pues, doña Romalda. El lo ha de haber escogido al Antonio, su hijo preferido, diciendo, su servidor, su devoto.

— Sonseras están hablando che. Ni que hubieran hecho un trato entre mi marido y el Tío…

— Andá nomás a traerle. El Aysiri es conocedor de los derrumbes, por algo es Aysiri y hace hablar a los habitantes ocultos de la mina. Hasta en inglés los hace hablar, dice. Pero nosotros solo necesitamos que nos diga cómo encontrarlo al Antonio para darle cristiana sepultura.

2.

— Pachamama, hablá pues, dinos algo de nuestro compadre, de tu ahijado, de tu sobrino. O a él directamente hablale.

— Cállense, ya está hablando, ya le está reconviniendo.

— HIJITO, ¿PARA QUÉ HAS ENTRADO?, SI ME HE CRIADO GUSANOS BAJO DE LA TIERRA. SI QUERÍAS TRABAJAR VOS, ¿PARA QUÉ TENÍAS QUE IR? YO TE HUBIERA MANTENIDO EN MIS FALDAS COMO HAGO VIVIR A LOS GUSANOS.

— ¿Ya lo oyeron? Yo siempre he dicho que este Aysiri es bien bueno. Sólo que no se entiende mucho lo que dice la Pachamama. ¿Alguno de ustedes entiende?

— Cállense a ver. Escuchen, ahora va a hablar don Antonio.

— Gracias, Tata Aysiri, schhhhh… ¿Antonio? ¡Antonio!, ¿eres vos?, ¿dónde te has metido? Respondeme pues, por lo menos, ahora que ya estás muerto.

— AQUÍ NOMÁS ESTABA. DONDE ESTABA MI PRETINA, ALLÍ ESTABA YO.

— Buscaremos, buscaremos por entre las piedras. ¡Aquí está la pretina! Esta es su correa. Escarben por ahí mismo.

— ¡Pucha, lo encontramos! Aquí  está pues el cadáver.

— Uuhhh! Pero está sin cabeza.

— Ay, no me digan, yo siempre le decía: parece que no tienes cabeza, y ya ven, compadres, todo se cumple.

— Cierto. ¿Dónde está tu cabeza, Antonio?

— DONDE ESTABA MI RELOJ, ALLICITO DEBE ESTAR.

— Busquen, busquen. ¿No ve, doña Romalda? En muerto es más fácil hablar.

— Ya, no molesten y busquen.

— No, no parece siempre su cabeza. ¿Qué hacemos, Tata Aysiri?

— Parece que el Diablo lo ha estado llevando de un lado a otro a este pobre hombre. Escuchen a ver, otra vez está hablando el decapitado.

— HACE RATO ESTUVE ALLÍ ATRÁS, DONDE ESTABA MI GUARDATOJO. PERO ESTE TÍO POR TODOS LADOS ME LLEVA.

— ¡Callate, Antonio, burreras hablas. Solo falta tu cabeza.

— ¿Y esa voz cavernosa de quién es?

— YO SOY EL TÍO, YO SOY EL DIABLO, ESCÚCHENME.

— ¡Ay, Tío, Tiito! Escuchen, escuchen…

— ¡YA, BASTA, BASTA! ¡CÁLLENSE! YO SOY EL TÍO JORGECITO, QOMER-PANTALONCITO.

— ¡Cierto! ¡Mírenlo! Así es pues, el Tío tiene pantaloncito verde y él mismo se hace decir qomer-pantaloncito. ¿No ve, Tata Aysiri?

— ¡BASTA!, ¡BASTA!, YO NO SOY EL AYSIRI SINO EL TÍO, CON CUERNOS Y TODO. Y NO SÉ CÓMO VAMOS A ENCONTRAR SU CABEZA DEL ANTONIO.

— ¿Escucharon? Este Tío se está haciendo el loco. Dinos de una vez, pues. Su cabeza del difunto falta. Tú siempre sabes cómo hay que hacer.

— BUENO, BUENO. SI QUIEREN ENCONTRAR A ESTE HOMBRE ENTERITO, DENME UNA ARROBA DE QUINUA.

— Pero eso es fácil, ¿no ve? Fácil, o qué dices, Tata Aysiri.

— No sean pues sonsos, el Tío se está haciendo el chistoso. Habla en adivinanza. Cuando dice una arroba de quinua, ¿se imaginan cuántos granos tiene una arroba? El Jorgecito se refiere a la cantidad de hombres que tienen que entregar su alma a cambio del hombre accidentado. Miles, como los granos de la quinua.

— Ah, eso ya no se puede hacer.

— No, cuánto será pues, eso que pide el Tío. No tenemos, no vamos a poder entregar.

— Sería como entregar al menos diez mil o veinte mil personas.

— No, no podemos lograr esto.

— SI NO LO HACEN, EL MUERTO NO VA A ENCONTRAR NUNCA LA SALIDA.

— Pobre hombre, tendrá que salir como una momia a destruir toda la ciudad para satisfacer al diablo.

— Piensen, a ver, no se den por vencidos.

— Arreglaremos de otra manera, Tío. Tú sabes que una arroba de quinua es imposible, no tenemos el poder.

— BIEN, ENTONCES, ENTRÉGUENME UNA LLAMA DE UN AÑO, UNA LLAMA BLANQUITA Y TIERNA.

— ¡Vayan! Vayan a buscar la llama blanca, comprada, prestada, robada,  lo que sea.

— ¡Corriendo, pero!

— Bueno, esperanos un ratito, Tío. Ya han ido a buscar.

— Cómo pues a buscar. ¡A traer será!

— El compadre ya ha ido. Él va a traer, nunca me ha fallado el compadre.

— Esperemos nomás, entonces.

3.

— Ya viene, ya viene… ¡Ahí está! ¿No escuchan el tropel? ¿No escuchan de la llama su balido triste?

— ¿Me han llamado? ¿Me estaban esperando? ¡Aquí tienen una llama blanca! ¿Para quién es?

— ¡Compadre! Qué contenta estoy. Yo siempre he dicho que nunca me fallas.

— Aquí está, Tío, te la ofrecemos.

— BUENO, BUENO. BIEN ESTÁ LA LLAMITA, HAY QUE SACRIFICARLA ENTONCES. YA, ALISTEN LOS CUCHILLOS. POR ESTE ANIMALITO HERMOSO LES PUEDO ENTREGAR EL CUERPO, PERO NO VAN A PODER ENCONTRAR SIEMPRE SU CABEZA.

— Pero, pero… ¿Por qué?

— LA CABEZA SE QUEDA CONMIGO COMO MI RECUERDO, ¿NO VE QUE DON ANTONIO CON TANTA DEVOCIÓN SABÍA BAILAR LA DIABLADA?

— Ayyyyy, mi Antonio. Yo siempre le decía… Aaayyyyy.

— Ya, dejá de llorar, doñita. Así nomás ya lo enterraremos.

— Conformate nomás, doña Romalda. El Jorgecito te va a estar recompensando. ¿No le ves su cara de contento?

— Compadre, compadre… ¡Aaayyyyyy!

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La cholita Colcapirhua

Publicamos un cuento inédito de Manuel Vargas sobre el amor, la libertad y las mujeres con personalidad.

/ 11 de junio de 2017 / 04:00

— A ver, a ver. ¿Cómo te llamas y quién eres?

— Arminda Rocha me llamo, soy natural de Colcapirhua; tengo mi tienda, al lado de la casa de mis papás. Aquí mismo siempre he vivido, con mis dos hijitos. Me vendo dulces, refrescos, así.

— Bien, bien, así que eres la famosa cholita de Colcapirhua. En los periódicos están hablando de vos. Te alaban, te insultan. Ahora tienes que explicar todo lo que ha pasado en tu tienda. Pero antes… ¿Has dicho que tienes dos hijos? ¿Y dónde estaban la noche de los hechos?

— Dositos siempre son. ¡Bellos! Mis papás me ayudan con ellos, duermen en la casa mientras yo me quedo en la tienda.

— O sea, pero… ¿Eres casada o soltera?

— Viuda soy ahora. Ya sabe, pues, teniente, por qué me pregunta.

— No te entiendo, ¿ha muerto tu marido?

— Oiga, teniente, no se haga, pues. Está viendo que mi marido se acaba de morir, o mejor dicho, lo acaban de matar aquí en mi propia tienda. De él soy su viuda.

— Chola sinvergüenza, cómo vas a decir pues eso. El Clemente era un hombre casado; sería tu amante. Todo eso pues tienes que explicarme ahora, para que puedas salir de aquí. Si no, estás jodida, Arminda. A ver, dime pues cómo has llegado a esta situación tan comprometedora.

— No, no le entiendo, teniente, tanta cosa me dice…

— Explicá, pues. Aquí en tu tienda se ha cometido un asesinato, y el asesino está preso, y vos detenida, porque ese tal Clemente estaba en tu cama, ¿o no?

— Estaba pues en mi cama, cómo lo voy a negar.

— ¡Pero el asesino dice también que tú eres su chola, su corteja o no sé qué! Por qué, si no, lo ha matado al otro.

— Eso ya no puedo saber, teniente. El Davicho no es nada de mí.

— ¿Pero lo conoces, no? Siendo el padre de uno de tus hijos…

— Sí, pues. Pero… Mi agarrón nomás ha sido el Davicho. Es que el Clemente se pierde también, y me deja sola. En una borrachera nos hemos conocido con este otro, y ahí nomás, viéndolo tan buen mozo… Sería pues la soledad, como dicen.

— ¿Cuál Soledad? ¿Amante de quién? ¿Otra mujer más en el intríngulis?

— Teniente, permítame que me ría. ¿Intri… qué dice? Intri nosotros nomás pues. No se haga al difícil.  

— ¡O sea que ahora yo soy el difícil!… Me estás haciendo hablar macanas, che. Vos te has metido con dos hombres casados y en tu propia casa se ha cometido semejante delito, por no decir en tu propia cama…

— Yo no tengo la culpa.

— Chola mañuda, no me hagas renegar. ¿De quién su culpa será, no? Explicá de una vez, te digo de a buenas… Con los dos te has metido, lo estás confesando. ¿Y no sabías acaso que…?

— No entiendo nada siempre, teniente.

— ¿Y quién más va a entender? Escuchame más bien. Haz de cuenta que te estás confesando con el tata cura, o con tu padre, qué se yo, y le explicas todo, paso a paso. Es por tu bien, ¿me oyes? ¿O quieres que los periódicos nomás digan cualquier cosa? Hasta en el Feis dice que sales. Ya. El tata cura te está escuchando. Él no sabe nada de esto y vos te confiesas…

— ¡Ajj! Es que esto es vergonzoso. Ustedes nomás lo enredan todo y ahora yo no sé cómo voy a salir de este aprieto.

— Te voy a ayudar. Te metiste con el Clemente: viejo, honorable y fiel esposo. Pero por culpa de la soledad, mejor dicho de la borrachera, te metiste asimismo con el joven, fortachón y fiel marido David no sé cuántos. ¡Y los dos casados! No puede ser… El más joven se entera de tus correrías y… Bueno, hasta ahí llega mi conocimiento, ahora seguí por donde quieras.

— El Clemente fue siempre mi primer y único amor, aunque yo sabía que era casado, con familia e hijos y solo fuera un humilde mecánico. Además, él me decía que solo a mí me quería, y cuando podía siempre estaba aquí en mi tienda. Aunque un poco viejito y gastado, yo lo he querido siempre al Clemente, ese debe ser mi gusto.

— ¿No te das cuenta?, tú has destruido un hogar. Él tenía esposa, hijos… Y la sociedad te señala como a una… una mujer alegre.

— Pero ahora estoy triste porque él está bien muerto. Y todo puede estar diciendo su mujer oficial, como hablar mal de mí: que tengo una dudosa conducta o que fui su chola del imperfecto…

— In-ter-fec-to.

— … pero yo le diría que, además de joven y hermosa, soy mejor que todas esas señoras que hablan hasta por los periódicos y las televisiones. Porque no es la única señora que está metida en este embrollo, ¿no ve?

— ¿Y por qué te sonríes? ¿Estás hablando de la esposa del asesino?, ¿de tu otro amante? Quién es él.

— Yo no sabía nada, mi teniente. La otra señora había sido la esposa del Davicho, del que ha venido a matármelo al Clemente, por celos. ¡Cómo va a venir pues a esa hora! ¿No le dije que esto era un enredo? ¿Y ahora qué voy a hacer yo, que soy la única y verdadera viuda de mi marido muerto?

— Y dele con el marido muerto… ¿Y quién es el papá de tus hijos?

— El primero es para el Clemente, el muerto. Y el segundo es para el Davicho, ya le he dicho.

— El Davicho, el Davicho. Esas confiancitas te delatan. Hablemos entonces del asesino.

— ¡Sí, el asesino! Le voy a decir la verdad, en confianza, digamos. El Davicho es un carpintero que tiene su casa en el barrio de Cala-Cala, y si es que usted no lo sabe, fue mi aventura nomás; no sé por qué se metería conmigo, o más bien por qué yo me metería con él, si ni siquiera me daba plata, tan agarrete y celoso.

— Pero te hizo un hijo, ¿o no? Fuerte sería el agarrón.  

— Sí. Tengo un hijo para cada uno de ellos. Me gustan pues las guaguas. ¿Ellas qué culpa tienen y yo qué culpa tengo? No puedo cargar con la culpa de todos los hombres, ¿no ve?

— Por eso te has metido en un tremendo lío, hija… Tu Davicho y esas señoras te van a joder mientras vivan, o mientras vos vivas.

— Ese es pues mi enredo, por culpa de los celos y por andar madrugando. Los dos eran casados y con hartos hijos. Venían pues los dos, cómo me voy a negar, pero no al mismo tiempo. Es que yo soy una cholita hermosa y de carnes tiernas, como me decían siempre los dos… Bueno, el uno me decía en difícil: me gustan tus garridas caderas, amor, y el otro a lo bruto: qué culo, qué tetas… Y a mí, lo que a mí me gusta es el amor siempre. Soy cholita de sentimientos.

— Qué interesante. Qué ejemplo para la sociedad, qué moral… ¡qué chucha! O sea que hay que tener un amor y un agarrón, y todos contentos y felices… Ya, ya, con tus líos amorosos no vamos a llegar a nada, y para lo que me importa. Ahora cuéntanos tu versión del asesinato, lo que ocurrió en esa noche fatal de la que hablan los periódicos.

— Esa noche estaba yo con mi Clemente. Llegó como a las once de la noche diciendo: Armindita, hoy me he librado de la vieja, tenemos el resto de la noche para divertirnos como enanos. Así era pues él, y eso que solo era un mecánico-fregánico, como en chiste le decía yo. Y lo recibí como tiene que ser, en mis brazos y en nuestra cama. Tengo pues aquí mi cuarto aparte, ya le he dicho, tienda es, dulces vendo, coca-colas, empanaditas, mientras mis dos hijos están en la casa con sus abuelos. Él vive en Vinto y tiene taller en Quillacollo…  (Ay, perdón: vivía, tenía). De ahí se vino diciéndole a su falsa mujer (bien franco era siempre conmigo): Tengo que ir a Oruro, hija, a traer unas herramientas, son más baratas allá. Y se vino a mi tienda de Colcapirhua. Como era tarde, ya ni me invitó a comer y tomar chichita como a veces lo hacíamos. En fin: teníamos libre toda la noche. Y así hemos estado, no solo haciendo lo que usted piensa, sino también conversando, riendo, todo junto, hasta que nos dormimos.

— Ya; al fin hemos llegado a lo que a mí me interesa, seguí…

— Cuando de repente, como a las cinco de la mañana… ¡Golpes en la puerta! Más golpes. Despertá, Clemi, no sé quién está golpeando esa puerta como a bombo de banda. Y realmente yo no sabía, nunca pensé que podía ser el Davicho, cómo pues a las cinco de la mañana, si él vive en Cochabamba y nunca sabe venir en la madrugada. ¡Despertá! Y grito a la puerta: ¡Quién es, qué quiere a estas horas!

— O sea, estás confesando que el otro también venía y con horarios establecidos…

— A ver no me interrumpa. Entonces la puerta se abre como si se rompiera, y ya no sé nada.

— O sea, ese rato te has vuelto ciega…

— Es como un sueño, una película de terror. Yo no he vivido eso, cómo pues. Ya estaba amaneciendo y lo puedo ver al David, con semejante tamaño y temblando de rabia, buscando algo tras la puerta, y encuentra el palo de trancar, que con el entusiasmo yo me olvidé de apuntalar en la puerta, y se acerca adonde nosotros, mejor dicho donde el Clemente que está sentado y pelado sin entender nada y ahí nomás recibe un palazo en la cabeza, en medio de insultos del loco y de mis gritos. Y más golpes y golpes hasta que… yo he escuchado siempre como si un tronco se quebrara, ay…. y queda en el suelo quieto, tras el último palazo…

— Ya, ya, basta de berrear, ya has llorado bastante esta mañana.

— En semejante alboroto pues aparece alguna gente y yo ya estoy vestida y veo al David que quiere salir por la puerta, por la ventana, y los vecinos no lo dejan, ¿ladrón es?, ¿te ha querido violar?, ¡pero si es un apuesto caballero!, más gritos y amenazas, hasta risas, ¿y quién es este muerto?, ¿lo estaban desvistiendo?, y ya llega más gente y yo estoy sentada en el suelo al lado de mi marido, qué me lo han hecho, ay, maricón, desgraciado, ¿estas son horas de venir? Y nadie entiende, y en eso ya aparecen ustedes ya también.

— Las fuerzas del orden, dirás. O sea que él no pudo defenderse, borracho estaría, ¡claro!, vos qué siempre le darías, o no le darías, no estaba en condiciones de defenderse… Y el otro, borracho y celoso, no midió las consecuencias.

— Tiene usted razón, el Davicho no sabía medir nada; últimamente se emborrachaba mucho, es que ya no lo quería y me decía siempre: debes tener otro, debes tener otro… ¡Ayyy!, por qué no me entienden los hombres.

— Yo tampoco te entiendo porque ya no sé de quién estás hablando. Del vivo o del muerto. ¡Y ya basta de tus chillidos y tus mentiras! Por andar con…

— Con mis sentimientos, y mi única verdad… Ustedes mismos me han preguntado y yo les he dicho: Él es mi marido, sí, Clemente se llama.

— ¿Y este otro, el asesino?

— Él no es nada, así nomás ha aparecido. Usted mismo dice que no se puede andar con dos. Es verdad: mi único marido es el Clemente.

— Eso se llama amante, sonsa, y lo que has cometido es adulterio y de yapa eres una bígama. Y no pongas esa cara de mosca muerta. Terminemos. ¿Y después qué pasó?

— Mis papás y mis hijos también han venido y no entendían nada, qué has hecho, ¿has matado? No, papito, yo no tengo nada que ver. ¡En tu casa hay un muerto!, y vos nada que ver… Si yo mismo no me entiendo, cómo me van a entender ustedes, ¿no?

— Y después…

— Después ustedes ya lo han cargado pues al David, ¡directo a la chirona!, diciendo. Bien hecho. Y se topan conmigo y me dicen: señorita, o señora, o viuda, vos vas a declarar, ¡estas mujeres son las causantes de todo! O sea, ¿por bella, joven y desvalida me van a castigar?

— Sí, por linda y por sonsa. ¿Un muerto y un asesino por tu culpa es poca cosa? ¿Y esposas y niños mal vistos por la sociedad, es poca cosa? No entiendes nada; te pueden acusar de bigamia…

— Bigamia… ¿qué es eso? ¿Pecado es?, ¿delito es? ¿O sea que el amor es pecado y además delito? Cúlpenla pues a la Soledad que usted le llama. Yo, a uno nomás he amado.

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Todo bonito tiene su feo

El ilegible Premio Nacional de Novela espanta al lector con sus artefactos.

/ 16 de abril de 2017 / 04:00

El título de este artículo me lo presté de una especie de refrán que se escucha en mis pagos. Tal cual. Lo bonito de esta novela es que ganó el último premio nacional. Lo feo… que es simplemente ilegible. Uno comienza por cualquiera de los capítulos, todo va bien, pero de pronto ocurre que no pasa nada y piensa, ¿no se podría decir esto de una manera más clara, con palabras y sintaxis y puntuación más simple? ¿Por qué no se puede avanzar en la lectura de esta novela? Y eso que yo lo he intentado varias veces, bien descansado y despabilado, y nada. Y eso que en mi vida no he hecho otra cosa que leer, desde Poema de Mio Cid hasta Samuel Becket. Desde el Ulises hasta William Faulkner. Y Onetti y Lezama Lima y Arno Schmidt, ¡y hasta Foster Wallace! De este último he leído la mitad de La broma infinita, no soy ningún manco. Entonces, ¿qué pasa con La guerra del papel? ¿O es que soy un prejuicioso, o un envidioso? En Bolivia también se puede escribir en difícil…

Sí, sí, ya lo decían los jurados que premiaron la novela. Este es un libro, y un premio, diferente y único en la literatura boliviana. Y tenían razón. No soy el único que se ha preguntado cuántos lectores han logrado salir victoriosos en este cometido o en esta acometida. Y eso no es nada: el propio autor premiado, a quien no tengo el gusto de conocer más que de vista, reconoce que nadie lo lee ni espera que lo haga. Y que en este campo la novela ha sido un total fracaso. Y propone, lo leí en un artículo de prensa, otras opciones de su propia pluma que podrían llegar a los lectores de la plaza Pérez Velasco y de la Feria 16 de Julio, los espacios populares de La Paz por excelencia. Entonces, yo no estoy diciendo nada nuevo, no estoy haciendo ningún chiste y muy bien sé que autor y editores no se van a enojar conmigo. Pero así nomás es la cosa.

Bueno, entonces, no he leído el libro. He llegado a la página ochenta y tantos y he picoteado algunas otras para formarme una idea cabal del asunto (como seguro hacen muchos opinadores), y por esto ya deberían saludarme con algo de respeto. O sea, me faltarían algo más de trescientas páginas para acabar.

Describamos un poco el libro, por la tapa y las solapas, como dicen. Sí, tiene solapas normales. Pero la tapa no: tiene un hueco para ver la primera página de adentro, justo donde aparece el nombre del autor. Y más adentro hay bastantes novedades gráficas. Un montón de hojitas sueltas que no te pierdes nada si no las lees —en algunos casos solo son manchas y borrones, en otras, fotocopias de periódicos, reproducciones mal enmarcadas— y que dificultan el manejo del libro si uno quiere proceder a la lectura misma. ¿Qué hago con esos papelitos? Los saco o los pongo a un lado, los tiro a la basura o los mantengo en su lugar, pues seguramente por algo estarán ahí… Y también hay páginas en blanco, páginas en negro, páginas en braille, borrones, tachaduras, subrayados, typeados a máquina y con fondos grises. Extraño algunos monitos como se hacía en revistas antañonas. Ah, ¡y con agujeritos llamados en lenguaje imprenteril, calados! Hay un montón de páginas caladas en la parte superior, para poder ver, de pronto, unos textos en letra menuda, que tampoco he podido leer después de realizar algunos intentos. Me siento discriminado. Soy un lector de cierta edad y mi vista ya no es de águila.

Hay muchas otras novedades más, pero no las voy a señalar. Basta, ¿no? ¡Qué originalidad! Con mucha razón los jurados quedaron turulatos. Claro, me van a decir que todo tiene su sentido, inclusive su sinsentido. Espantar al lector, por ejemplo. En un país donde toda la gente consciente busca atraerlo. “Por favor, lean pues, se van a divertir, van a gozar, van a aprender…”. No, señor.

Como ya el zahorí lector se habrá dado cuenta, nos encontramos ante un ejemplo de lo que en siglos pasados se llamaba literatura experimental. Ocurrió en los años 60 del siglo pasado, así como en el 30, y no me quiero meter con los griegos ni con los chinos. El pasado siempre vuelve, como dice la canción. Y esto ocurre hasta en política. Por más novedosos y revolucionarios que nos imaginemos ser, apenas estamos repitiendo las obviedades.

Y no quiero entrar a otros aspectos del libro: fábula, motivo, historia, personajes, enredos. Me niego. Porque me pueden odiar más de la cuenta. Sin embargo, cito lo siguiente, para que vean que sí he leído algo:

“…no soy muy profundo, a ratos incluso torpe, pero es en la violencia de las palabras donde se instala un escritor de cuerpo presente, que los hay pocos, los otros sin duda esperan con velas y vino las ligerezas de la musa” (p. 18).

Esa es la onda, pues. Clarísimo, ¿no? Si así fuera todo el libro… (¿Y qué tienen contra el vino y las velitas?, ¿no pueden convertirse éstas en tibias de difuntos?).

Hay un capítulo que me gusta, consiste solo en un título y vienen luego dos páginas en blanco: Derecho al silencio, cero absoluto… Esas cosas deben enseñarse más a menudo en la carrera de Literatura de la UMSA, de cuya escuela viene el autor. Pero después éste se emputa y termina diciendo (se refiere al carácter del escribidor de cartas, que es el personaje a quien aguantamos):

“Escribo así tal vez porque la muerte no ha acabado, aunque no sienta hoy más que el purgatorio (…) No sé si la muerte es así o son solo los problemas que este asunto acarrea los que me condenan a tan deteriorado carácter; tal vez solo sea la manera en la que se ha presentado el destino, por cómo ha sucedido su entelequia, falsa espera que soy incapaz de entender con el vaho encima, como si la brujería quisiera hacer en mí lo que la medicina en tiempo real: matarme de una buena vez…”. (p. 224).

¡Sí!, ¡de una buena vez! Este señor, escribidor de cartas, es un aburrido. Y lo único interesante y “positivo” para estos tiempos del internet es que en lugar de mensajes electrónicos escribe cartas en papel, recuperando una tradición olvidada, como muy bien señalaron también los jurados. Bueno, pero por otra parte, con tanto vano papel, contribuye a la depredación del medio ambiente debido a la tala de arbolitos.

Debo reconocer asimismo que, aparte de tantas cartas, al final de cada una de ellas, como al desgaire, hay unas frases dignas de rescatar. Con ellas habría podido hacerse un breve librito de prosa poética de alto valor y de negro sabor a muerte.

Copio unas cuantas:

“El cuerpo no es más que un hematoma del alma tras el golpe de la vida”.

“Cuando todo lo que el mundo vende son palabras, resta solo atribuirse tamaño crimen”.

“La vida pende de un hilo, la muerte de cuatro, es una marioneta que sopesa la oscura realidad”.

“Tras un jardín en sepia, el mundo será escondido…”

“Grueso el árbol de los hombres, delgada su raíz… y el verde veneno de sus frutos –tan a la mano”.

“No deje la vida a sus anchas, sosténgala contra el suelo y apriete cuanto sea posible…”

“La indiferencia hará lo que los números no pueden, lo que al azar tampoco”.

“De no ser por la ley de la gravedad, ni la muerte ni la escritura existirían”.

“Hay maneras de morir, vivir es una de ellas…”

Y una optimista:

“Que el velo de la noche no enfunde nuestras vidas… nuestras muertes ni todo lo demás…” R.I.P.

Posdata

(¿o Post mortem?)

Han pasado unos días de haber escrito lo que antecede y me viene la dulce sensación del deber cumplido. Por descuido, no archivé todavía el libro, esta tarde lo vi sin querer en una de mis mesas, junto con otros más viejos y humildes, y di un respingo. ¡Uf, qué alivio, ya no es tema pendiente! Hasta aquí llegué y no-volveré-a-abrirlo.

Vuelvo atrás. ¿Me arrepiento de lo que dije? ¿No cometí una falta de respeto a la literatura, a la diversidad, a la opinión ajena? Y digo, no, al contrario. Cada esfuerzo que hago para leer y para escribir es un acto de amor. Y de odio, como tiene que ser.

Al final de cuentas, por el derecho o por el revés, mi intención era buena: Contribuir al conocimiento de nuestra literatura tan venida a menos y al placer de la lectura. Y aquí no hay ninguna ironía. Con haber conseguido unos diez lectores-compradores de la novela, me doy por satisfecho. Se me ocurre que quien hubiera leído este artículo muy seriamente, habrá de razonar de la siguiente manera: Si con tanto entusiasmo me dicen que esta es una novela mala, debe ser muy buena. (Todo feo tiene su bonito). Y lo compre y se lance al ataque.

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Todo bonito tiene su feo

El ilegible Premio Nacional de Novela espanta al lector con sus artefactos.

/ 16 de abril de 2017 / 04:00

El título de este artículo me lo presté de una especie de refrán que se escucha en mis pagos. Tal cual. Lo bonito de esta novela es que ganó el último premio nacional. Lo feo… que es simplemente ilegible. Uno comienza por cualquiera de los capítulos, todo va bien, pero de pronto ocurre que no pasa nada y piensa, ¿no se podría decir esto de una manera más clara, con palabras y sintaxis y puntuación más simple? ¿Por qué no se puede avanzar en la lectura de esta novela? Y eso que yo lo he intentado varias veces, bien descansado y despabilado, y nada. Y eso que en mi vida no he hecho otra cosa que leer, desde Poema de Mio Cid hasta Samuel Becket. Desde el Ulises hasta William Faulkner. Y Onetti y Lezama Lima y Arno Schmidt, ¡y hasta Foster Wallace! De este último he leído la mitad de La broma infinita, no soy ningún manco. Entonces, ¿qué pasa con La guerra del papel? ¿O es que soy un prejuicioso, o un envidioso? En Bolivia también se puede escribir en difícil…

Sí, sí, ya lo decían los jurados que premiaron la novela. Este es un libro, y un premio, diferente y único en la literatura boliviana. Y tenían razón. No soy el único que se ha preguntado cuántos lectores han logrado salir victoriosos en este cometido o en esta acometida. Y eso no es nada: el propio autor premiado, a quien no tengo el gusto de conocer más que de vista, reconoce que nadie lo lee ni espera que lo haga. Y que en este campo la novela ha sido un total fracaso. Y propone, lo leí en un artículo de prensa, otras opciones de su propia pluma que podrían llegar a los lectores de la plaza Pérez Velasco y de la Feria 16 de Julio, los espacios populares de La Paz por excelencia. Entonces, yo no estoy diciendo nada nuevo, no estoy haciendo ningún chiste y muy bien sé que autor y editores no se van a enojar conmigo. Pero así nomás es la cosa.

Bueno, entonces, no he leído el libro. He llegado a la página ochenta y tantos y he picoteado algunas otras para formarme una idea cabal del asunto (como seguro hacen muchos opinadores), y por esto ya deberían saludarme con algo de respeto. O sea, me faltarían algo más de trescientas páginas para acabar.

Describamos un poco el libro, por la tapa y las solapas, como dicen. Sí, tiene solapas normales. Pero la tapa no: tiene un hueco para ver la primera página de adentro, justo donde aparece el nombre del autor. Y más adentro hay bastantes novedades gráficas. Un montón de hojitas sueltas que no te pierdes nada si no las lees —en algunos casos solo son manchas y borrones, en otras, fotocopias de periódicos, reproducciones mal enmarcadas— y que dificultan el manejo del libro si uno quiere proceder a la lectura misma. ¿Qué hago con esos papelitos? Los saco o los pongo a un lado, los tiro a la basura o los mantengo en su lugar, pues seguramente por algo estarán ahí… Y también hay páginas en blanco, páginas en negro, páginas en braille, borrones, tachaduras, subrayados, typeados a máquina y con fondos grises. Extraño algunos monitos como se hacía en revistas antañonas. Ah, ¡y con agujeritos llamados en lenguaje imprenteril, calados! Hay un montón de páginas caladas en la parte superior, para poder ver, de pronto, unos textos en letra menuda, que tampoco he podido leer después de realizar algunos intentos. Me siento discriminado. Soy un lector de cierta edad y mi vista ya no es de águila.

Hay muchas otras novedades más, pero no las voy a señalar. Basta, ¿no? ¡Qué originalidad! Con mucha razón los jurados quedaron turulatos. Claro, me van a decir que todo tiene su sentido, inclusive su sinsentido. Espantar al lector, por ejemplo. En un país donde toda la gente consciente busca atraerlo. “Por favor, lean pues, se van a divertir, van a gozar, van a aprender…”. No, señor.

Como ya el zahorí lector se habrá dado cuenta, nos encontramos ante un ejemplo de lo que en siglos pasados se llamaba literatura experimental. Ocurrió en los años 60 del siglo pasado, así como en el 30, y no me quiero meter con los griegos ni con los chinos. El pasado siempre vuelve, como dice la canción. Y esto ocurre hasta en política. Por más novedosos y revolucionarios que nos imaginemos ser, apenas estamos repitiendo las obviedades.

Y no quiero entrar a otros aspectos del libro: fábula, motivo, historia, personajes, enredos. Me niego. Porque me pueden odiar más de la cuenta. Sin embargo, cito lo siguiente, para que vean que sí he leído algo:

“…no soy muy profundo, a ratos incluso torpe, pero es en la violencia de las palabras donde se instala un escritor de cuerpo presente, que los hay pocos, los otros sin duda esperan con velas y vino las ligerezas de la musa” (p. 18).

Esa es la onda, pues. Clarísimo, ¿no? Si así fuera todo el libro… (¿Y qué tienen contra el vino y las velitas?, ¿no pueden convertirse éstas en tibias de difuntos?).

Hay un capítulo que me gusta, consiste solo en un título y vienen luego dos páginas en blanco: Derecho al silencio, cero absoluto… Esas cosas deben enseñarse más a menudo en la carrera de Literatura de la UMSA, de cuya escuela viene el autor. Pero después éste se emputa y termina diciendo (se refiere al carácter del escribidor de cartas, que es el personaje a quien aguantamos):

“Escribo así tal vez porque la muerte no ha acabado, aunque no sienta hoy más que el purgatorio (…) No sé si la muerte es así o son solo los problemas que este asunto acarrea los que me condenan a tan deteriorado carácter; tal vez solo sea la manera en la que se ha presentado el destino, por cómo ha sucedido su entelequia, falsa espera que soy incapaz de entender con el vaho encima, como si la brujería quisiera hacer en mí lo que la medicina en tiempo real: matarme de una buena vez…”. (p. 224).

¡Sí!, ¡de una buena vez! Este señor, escribidor de cartas, es un aburrido. Y lo único interesante y “positivo” para estos tiempos del internet es que en lugar de mensajes electrónicos escribe cartas en papel, recuperando una tradición olvidada, como muy bien señalaron también los jurados. Bueno, pero por otra parte, con tanto vano papel, contribuye a la depredación del medio ambiente debido a la tala de arbolitos.

Debo reconocer asimismo que, aparte de tantas cartas, al final de cada una de ellas, como al desgaire, hay unas frases dignas de rescatar. Con ellas habría podido hacerse un breve librito de prosa poética de alto valor y de negro sabor a muerte.

Copio unas cuantas:

“El cuerpo no es más que un hematoma del alma tras el golpe de la vida”.

“Cuando todo lo que el mundo vende son palabras, resta solo atribuirse tamaño crimen”.

“La vida pende de un hilo, la muerte de cuatro, es una marioneta que sopesa la oscura realidad”.

“Tras un jardín en sepia, el mundo será escondido…”

“Grueso el árbol de los hombres, delgada su raíz… y el verde veneno de sus frutos –tan a la mano”.

“No deje la vida a sus anchas, sosténgala contra el suelo y apriete cuanto sea posible…”

“La indiferencia hará lo que los números no pueden, lo que al azar tampoco”.

“De no ser por la ley de la gravedad, ni la muerte ni la escritura existirían”.

“Hay maneras de morir, vivir es una de ellas…”

Y una optimista:

“Que el velo de la noche no enfunde nuestras vidas… nuestras muertes ni todo lo demás…” R.I.P.

Posdata

(¿o Post mortem?)

Han pasado unos días de haber escrito lo que antecede y me viene la dulce sensación del deber cumplido. Por descuido, no archivé todavía el libro, esta tarde lo vi sin querer en una de mis mesas, junto con otros más viejos y humildes, y di un respingo. ¡Uf, qué alivio, ya no es tema pendiente! Hasta aquí llegué y no-volveré-a-abrirlo.

Vuelvo atrás. ¿Me arrepiento de lo que dije? ¿No cometí una falta de respeto a la literatura, a la diversidad, a la opinión ajena? Y digo, no, al contrario. Cada esfuerzo que hago para leer y para escribir es un acto de amor. Y de odio, como tiene que ser.

Al final de cuentas, por el derecho o por el revés, mi intención era buena: Contribuir al conocimiento de nuestra literatura tan venida a menos y al placer de la lectura. Y aquí no hay ninguna ironía. Con haber conseguido unos diez lectores-compradores de la novela, me doy por satisfecho. Se me ocurre que quien hubiera leído este artículo muy seriamente, habrá de razonar de la siguiente manera: Si con tanto entusiasmo me dicen que esta es una novela mala, debe ser muy buena. (Todo feo tiene su bonito). Y lo compre y se lance al ataque.

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Si fuera letrado sería escéptico

David Acebey presenta un nuevo y personal libro sobre los guaraníes

/ 10 de mayo de 2015 / 04:00

En un texto de Pablo Cingolani encontré la frase que da título a estas notas. Bien puede acomodarse a don David Acebey, que se precia de no ser letrado, por no decir, de ser un ignorante de tomo y lomo. Y además en varios idiomas. Y él quiere que así lo quieran, que así lo acepten. Cuando, en el fondo, se está riendo de nosotros, y nos está achacando a todos los letrados de ser los verdaderos ignorantes.

Digo, no es escéptico, porque es un hombre de mucha fe. Él cree en las cosas que nosotros no creemos. Cree, por ejemplo, en la bondad de los hombres y hasta de la política, cosa que se pasa de patética. Él cree que hay una buena política. Él cree en el proceso de cambio. Y él nunca se decepcionará, pues tiene un caparazón de quirquincho. No le entran así nomás las cosas, tampoco le salen.

Entre chiste y chiste, en sus tiempos de profesor universitario, nosotros le decíamos que él, como único espécimen además, es un “bueno”, y cree que en este mundo hacen falta hombres buenos. Y, además, cree que existen. Sí, él está más allá de la razón. Más allá de toda razón. Y con todo y sus males y sus falencias, ha podido, ha sabido, sobrevivir hasta ahora en este mundo.

Conocí a David Acebey en una oficina de refugiados, en un pueblito frío de Suecia, el año 1981. Él venía de Alemania, con su familia, donde había ya vivido unos años de exilio. Yo recién comenzaba. Por lo demás, estábamos en las mismas condiciones. Y nos amamos de entrada. Tanto que en estos últimos años ya no nos vemos.

Era su amiguito de la Domitila Chungara. Era fotógrafo y aprendiz de un montón de otras cosas. Fue político de alto vuelo, cuando los políticos revolucionarios no estaban en los pasillos del poder.

Es tan empecinado en sacarles música a las palabras, que ganó más de un concurso de cuentos. No lee mucho, dice que no entiende. Escribir para él es demasiado sufrimiento, sin embargo, parece que le gusta sufrir. Tiene más libros que muchos gozadores de la vida.

También se carteaba con don Eduardo Galeano, ese autor de muchos textos de autoayuda de izquierda. Es autor de un segundo libro de entrevistas (que no es un libro de entrevistas) a Domitila Chungara, titulado Aquí también, Domitila. Hace muchos años andábamos él y yo, en su moto, por Chasquipampa, en los afanes de ese libro. En ese barrio —casi fue su fundador— vivía él. Allá hacíamos unas buenas parrilladas, tanto que a veces yo perdía la memoria, y entonces dice que lo hacía renegar mucho.

Luego se fue a Santa Cruz y se metió con una tal Carina*. Estoy hablando de muchos años atrás. Él tendría que explicar mis aseveraciones.
Ahora publica una nueva edición del libro Quereímba, así como uno nuevo: Amandiya, en torno al mundo guaraní y en torno a la mente de su autor. Como él no quiere ser un antropólogo ni cosa parecida, ni por si acaso, ha escrito dos libros muy sui géneris. Me han hecho recordar a mi paisano Neftalí Morón de los Robles, que era otro loco, y además comunista de los de antes.

En estos libros de David Acebey hay cuentos, voces, prólogos, epílogos e instrucciones de lectura, un diario del escritor y consejos para escribir cuentos. Hay fotografías, chistes, los achaques del autor y el proceso de la escritura, anécdotas y algunos dibujitos. Declaraciones de amor al proceso de cambio. Y voces. Voces recónditas. Voces poéticas. Voces nunca antes escuchadas. Y creo que eso es lo que vale. Nada de antropología ni de orden ni de sistemas científicos de investigación. Aquí el autor hace y deshace y se inventa sus propios métodos, y se dirige al lector y lo ningunea y lo quiere meter a su juego.

Se hace la burla inclusive, diciendo yo soy un tonto, ¿y tú? Pero lo que vale, son las voces. Las voces de otros, que cuentan, que vislumbran, sí, un mundo posible. Un mundo sin razón pero todavía existente. Está en estos dos libros.

* Carina era la vagoneta con la que Acebey se ganó la vida como taxista en Santa Cruz, durante más de siete años.

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