Juan Ignacio Revollo: en busca del paisaje caligráfico
Loayza reflexiona sobre la exposición ‘El filo de las rocas’, que se inaugurará el 9 agosto a las 19.30 en la Universidad Privada Boliviana (Obrajes).
Pensar el arte o la producción artística en términos de vanguardia versus tradición hoy en día me parece tan estéril como lo era en tiempos previos al furor de innovación y ruptura que caracteriza la modernidad a grandes rasgos. Es en ese sentido que la modernización, lo moderno, en una obra de arte se medía en función de su capacidad de enterrar viejos valores o cánones que la tradición había elevado a estatus universales y esencialistas, para demostrar la dinámica tensa e inefable de lo bello como categoría. No es casual que se hable de “las vanguardias” como se habla de un periodo específico en la historia del arte tanto o más que de una cualidad inherente a las obras que se categorizan bajo este denominativo.
Sin ahondar demasiado en la invalidez de esta dicotomía en el debate contemporáneo, basta recalcar el carácter sociológico del movimiento vanguardista (primera mitad del siglo XX y sus diversos resabios locales) que junta una diversidad enorme de variantes tanto formales como de contenido en un apelativo que solo funge de unificador en la medida en que esté consolidada y legitimada una tradición académica, una jerarquía institucionalizada a la que el artista pueda (y deba) oponerse, abanderando así la ruptura como valor en sí.
Dados los enormes cambios culturales que el mundo ha vivido en las últimas décadas es indudable que los valores de lo tradicional y de lo vanguardista han mutado en una magnitud directamente proporcional. Es un error que puede costarle muy caro tanto a los artistas como a los críticos y a los estudiosos descuidar este hecho. En primer lugar, la fiesta vanguardista celebrada hace más o menos cien años ha acabado por sepultar las obras clásicas en una suerte de museo paleontológico del arte, de manera que reproducir lo otrora oficial, legítimo, imponente y universalmente correcto, ya no forma parte del proyecto estético de un “creador” que pretenda trascender el vilipendiado terreno del hobby. Sin embargo, y aquí yace la paradoja, esa ruptura, esa rebeldía, esa innovación constante parece haberse convertido en la norma, en el canon, en la tendencia del campo artístico. En pocas, la vanguardia ha devenido en tradición; en consecuencia ésta pierde todo su carácter de fuerza opresiva, tendencia dominante, jerárquica y castrante. El implacable cuestionamiento y menosprecio del canon per se (no de este canon específico o este otro como singularidades históricas) encarna la contradicción que resulta cuando mezclamos en demasía el significado sociohistórico con las propiedades intrínsecas (técnicas y formales), singulares a la praxis y al lenguaje específico de una disciplina particular en el ámbito cultural
—tanto dentro de una óptica sincrónica como diacrónica—.
Pero de esta útil constatación puede surgir una interpretación atroz: la reacción frente a la vanguardia (en sí), a través de una revalorización del arte académico, clásico y escolástico como si, para superar la paradoja contemporánea, hubiera que borrar del mapa la etapa conocida como vanguardismo, como si ésta fuera responsable (culpable) del impasse teórico en el que se encuentra hace buenos años la crítica de arte contemporáneo. Esta (im)postura, en nuestro país, no carece defensores trasnochados de una escuela que ya estaba en la cuerda floja desde las épocas de Goya o Gericault. La solución, al contrario, debería empezar por dejar de confundir alegremente arte (técnica, forma y contenido) con sociología (significados contextuales, socialización de formas y contenidos, en fin, modas y relaciones públicas) y devolverle al artista su humilde función de artesano plástico, albañil, en fin, cocinero de la imagen.
- Foto: Juan Ignacio Revollo
La aparente ingenuidad de la última propuesta merece ser despejada categóricamente: es que si hay un común denominador a las obras más clásicas y académicas (Rafael, David, Bouguerau) y a las más vanguardistas (Ensor, Pollock, Basquiat) es que todas ellas condensan y conllevan un diálogo alrededor de la representación de la belleza con argumentos técnico-estéticos de su época y contexto específicos. En eso, todo arte es universal: la dialéctica entre creadores siempre ha sido y será motor, sedimento de toda obra singular. Hasta la individualidad inalterable del artista romántico está condicionada por ese vaivén, por ese tejido de relaciones poiéticas. El concepto de perpetuo diálogo es el único capaz de superar esa aparente brecha entre el arte clásico y el arte de vanguardia.
La fina y paciente obra de Juan Ignacio Revollo funge de ilustración ejemplar en tanto solución saludable a las contradicciones sociológicas del arte contemporáneo. Es un hecho, estos cuadros despliegan un academicismo riguroso, un dominio preciosista de las tradiciones que lo anteceden. El grabado, en esencia, requiere de aprendizaje teórico, requiere de recetas, medidas y fórmulas sobre el comportamiento objetivo de la materia —química y cocina, fuegos, piedras, aguas, ácidos, metales, maderas, tiempo, segundos y minutos contados minuciosamente en un trance tan próximo al ideal de alquimia—, requiere de la tradición tanto como de la imaginación, el “genio” individual y la pasión en caso de querer aventurarse a la auténtica poesía. Esa es la escuela (la principal escuela) de este pintor-grabador que busca mucho más que el mero acatamiento de algún precepto, lo que busca es aventurarse en la pesquisa de la sensación límite de la imagen.
Basta ver uno de esos grabados para darse cuenta de que lo que mueve a un demiurgo de la imagen no es la disputa entre vanguardia y tradición. Ninguna disputa fuera de la batalla acaecida en ese espacio consagrado en taller. Aquí más bien atestiguamos un diálogo, el que busca la fibra profunda que puede provocar un paisaje o una visión. El paisaje espiritual oculto en el paisaje material. Veo los Andes releídos, macizos más antiguos que Bolivia o la nación boliviana y que la humanidad misma, nuevos Andes ante nuestros ojos, nuevos sueños ante nuestras ánimas.
Nada menos inocente que un paisaje. La representación de un “espectáculo de la naturaleza” nunca se limita a la mostración de cosas en sí (por eso se trata de un todo encuadrado, configurado por un conjunto jerárquico de elementos donde lo que no se muestra a veces es más significativo que lo manifestado). El paisaje estructura, conjuga, en fin, conjura. En nuestro medio, lamentablemente una importante tradición en materia de paisaje sigue proliferando acrítica, bajo el manto de un nacionalismo anacrónico, posesa por un vigor pseudorromántico y chauvinista, atragantado desde tiempos prerrevolucionarios y fomentado por nuestras instituciones tutelares con descarada hipocresía e irresponsabilidad.
Tradicional y académica en su rigor, precisión y diversidad técnica, la obra de Juan Ignacio Revollo renueva, reinventa y refresca hoy con la misma rebeldía con la que lo hicieron las vanguardias en su época si consideramos la necesidad de un imaginario boliviano libre de estereotipos nacionalistas velando la percepción estética del territorio o simplemente de la Tierra.
Las imágenes conversan (con las discrepancias necesarias propias de la buena charla) con Arturo Borda, Cecilio Guzmán de Rojas, María Luisa Pacheco, con Jaime Saenz, Guillermo Bedregal y Sergio Suárez Figueroa. En ellas veo a Michaux, a Miró, veo a Sesshū Tōyō, veo a Turner y a Tangüy, veo a Pollock y a Ernst y sin embargo solo veo una sobrecogedora muselina casi ideogramática que describe el esplendor fugaz de la experiencia andina en mi ser. Algo muy íntimo y a la vez cósmico, he ahí la fuerza.
La idea parte de la región luminosa del alma para negarse hasta conocer la instancia opaca de los cuerpos más duros, los elementos densos (piedras, huesos, sangre, tinta) para llegar —en un proceso de síntesis metódico y apasionado— a una imagen simbólica, tanto así que nos acerca a una caligrafía medular, labrando surcos y sombras en el interior sensible del espectador atento. Lo concreto y lo abstracto, lo colosal y lo microscópico cooperan en una sinfonía (la relación entre la música y la pintura tan cara a Kandisnsky va mucho más allá de la metáfora) donde lo único que queda es un texto inefable, la grafía de una psiquis crepuscular deviniendo en figura, deviniendo en símbolo.
Los Andes dejan de ser el soporte heroico de una nación o un Volkgeist para convertirse en el hogar de una experiencia íntima, como mi propia vida, mi propia muerte, mi propio cuerpo, mis propios sueños. La fijación visual de un códice en trance de escribirse: la montaña en uno y uno en la montaña, de la misma manera que Heráclito en el río. El abismo como gramática básica de una imagen-límite. El valor de estar antes que ser. El amor de la imagen.
*Diego Loayza es sociólogo,
pintor, fotógrafo y escritor.