Nuestra época saltará a la historia como aquella con los cambios socio–culturales más avasalladores que transformaron al ser-individuo, incluso en sociedades impenetrables a la propiedad del libre mercado como lo era la cultura andina. Lo mencionado es resultado y reflejo de la individualización del hombre-raza, su desafiliación al “yo interior” versus el acicalamiento mañana, tarde y noche al centro / ego / personalidad. Lo señalado son motivos de inspiración para escritores con aguda conciencia social como Vadik, habituado a desdoblarse en un hablante lírico delator de una América de baja estatura y quien, a través de su letra, otorga una nueva oportunidad para reinventarnos en un ciudadano común y silvestre bajo el mismo territorio que nos une: el lenguaje. Una voz sentada en un terminal de bus, camino al trabajo o en el silencio insomne de la madrugada, su palabra se atreve y observa, irrumpe y hurga desde una contemplación subjetiva, más bien desde el espíritu, reflejo de su diario vivir y entorno que comparte con músicos y poetas.

Maniquí es una conversación con la tolerancia con la que enfrentamos todo aquello que transcurre cada mañana al salir de “nuestro hogar”, cada calle es un nuevo orden por el cual no votamos, el uniforme corporativo de una nación sudamericana dividida en fronteras y lenguas, en las clases sociales. Maniquí enfrenta el individualismo de la banda ancha y da abrigo al acento costero o montañoso que nos estigmatiza o simplemente a aquella sobrevivencia diaria, que nos hace depender de una línea de producción. En fin, cada verso, nos repite, “somos unas marionetas”, sin movimientos propios ni civiles, esclavos de nosotros mismos.

En el poemario, este muñeco “se mueve” en un verbo presente reflexivo y enérgico, expresa que la vida y su eterno retorno los debemos reinventar, debernos a un cuerpo–templo–palabra, fieles a uno mismo y ante los otros con la dignidad de nuestra sangre y los principios de nuestros tatas, frase fresca arrojando lejos ese miedo a lo terreno–material.

Maniquí, en voz alta, enuncia que la raza humana debe tomar carta respecto de hacia dónde nos conduce el futuro plástico y concreto, invita a la renuncia de los estereotipos de la libre competencia, a romper las estatuillas del latin lover que nos seduce con sus blusas guayaberas y coronas de perejil. Este muñeco asevera lo aburridos y monótonos que somos hoy como “entidad dominante” sobre la faz de la tierra. Maniquí culpa y demoniza nuestro fetichismo de la banda ancha, nos abre el paso en una ciudad enferma terminal que se consume en 32 megapíxeles. Presos somos de la personalidad televisiva y de las liquidaciones de fin de temporada, que se han vuelto nuestro manual de autoayuda, nuestro Popol Vuh, el miembro más trascendental en “la familia”: la “madre protectora” de lo que somos filosófica y psíquicamente. Un poemario que delata el primate que otra vez somos y que, para fiestas patrias, marcha ordenadamente con su pulgar quebrado, frente a las ofertas y liquidaciones de la temporada otoño–invierno.

Maniquí es una querella civil de la poesía a nuestra alegría conformista que se vuelve una todopoderosa opresora, a la doctrina radical que nos impone la hora de la cena en 32 pulgadas, nos coloca los pies sobre La Paz o Santiago, nos encamina a nuestra ancestral erre arrastrada y nos sugiere, por favor, bajar de nuestros púlpitos de latón agringado. El libre albedrío que se permite el texto es una independencia no conquistada porque somos unos maniquíes sin soberanía de nuestros actos. El poemario nos exhorta a renunciar a que elijan por nosotros qué decir y qué escribir o, de alguna manera, a devolver la invitación al horario premium de la oferta y la demanda.

Maniquí, escrito en primera persona, se reconoce en una cacofonía que es el grito cuerdo, en veladas o encuentros, se prohíbe el maquillaje o las pestañas postizas para agradar al canon. Sin nombre ni apellido heredado de los espejismos patronales 24/7, es un hablante lírico expresándose a través de un lenguaje cotidiano y descriptivo —característica fundamental en este libro— portavoz del cuerpo de una ciudad, sin uñas ni labios que lo defiendan de David y Goliat. Maniquí nos llama a ser íntegros sin espiar en la “vida del otro”. Fónicamente pone alma y cuerpo a ese muñeco, le da voz y eco al monólogo de la soledad. A través de la escritura, Maniquí busca sentirnos, otra vez, como humildes ciudadanos de nuestro cuerpo.