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El río entre el artilugio y el autor

Jiménez ve en la cinta del boliviano Juan Pablo Richter una obra bien lograda, aunque todavía con una ‘caligrafía tosca’

/ 22 de agosto de 2018 / 11:00

Juan Pablo Richter debuta en la dirección de su primer largometraje, mismo que además es una vuelta de tuerca respecto a Casting, su primera experiencia cinematográfica autodenominada como la primera película de terror boliviana, en codirección con la directora de Las malcogidas, Denisse Arancibia. Ese giro de 180 grados hace imposible comparar la antecesora (que además la veo como un ejercicio cinematográfico, antes que como una película hecha y derecha) con El río, que es lo nuevo de Richter, por lo que voy a considerar esta última como su opera prima.

El cine boliviano pocas veces salió del lugar común, que es el mundo andino, hablo concretamente de La Paz; estoy consciente de que esta afirmación es exagerada y hasta no responde a la realidad, pero al afirmar esto quiero decir que la lectura del ser boliviano desde el cine pocas veces se la hizo desde otras miradas que no vengan de los andes, incluso desde otros lugares que no remiten a esta geografía; entonces, El río se suma a esos pocos filmes que junto a sus directores retratan Bolivia desde la otra vereda. Aunque debo decir, que replica un padrón característico en gran parte del cine boliviano y que el crítico Sebastián Morales denominó como Una estética del encierro, nombre que da a su libro publicado en 2016.

El río no es una película pretenciosa, menos deshonesta, pero sí claramente un filme donde el director quiere poner marca, estampar su nombre como autor y es aquí donde encuentro la única debilidad. La apuesta por la puesta en escena funciona; sin embargo, no se percibe una reflexión sobre el por qué y para qué de esa forma, preguntas que por lo general sirven para establecer parámetros que permiten identificar un autor, en este caso uno que hable y se construya a través de las imágenes en movimiento. Richter lo hace a través de las referencias musicales, literarias, televisivas, pero no como forma, sino como enunciados extracinematográficos que se van mencionando a lo largo del metraje. De hecho, la carga crítica, reflexiva y política que el director imprime en su filme se encuentra en el texto. Estamos entonces ante una obra, digamos, bien filmada, pero aún con una caligrafía tosca, lo que no es malo, pero me dice que todavía estamos ante un director working in progress. A pesar de esto, el resultado final es una propuesta digna.

El filme de Richter puede entenderse desde dos vertientes que encuentran sus aguas en el recorrido. La primera es la íntima, de algún modo el director se desnuda, y como él mismo lo dice en una entrevista, vuelve a su génesis: al origen geográfico, al seno familiar y social; desde ahí, navega y arriesga una lectura sobre la condición del ser boliviano. Entonces comienza a navegar en la otra vertiente para describir desde una singularidad las miserias estructurales de la patria, (racismo, machismo, patriarcado, misoginia, desigualdad social, además de toda picardía criolla). A pesar de la intencionalidad de cargar el filme con crítica social, la sutiliza fina con la que se construye El río hace que no sea un panfleto moralizante, sino un dispositivo para la reflexión de lo que se va insinuando, desenmascarando a medida que fluye.

Sebastián, el macho, el heredero del macho, no importa para dónde corra o lo envíen, él viene con toda la carga cultural que puede dar una nación de machos, es víctima y victimario a la vez, condenado a correr en círculo y morderse la cola. En una de las escenas, uno de los empleados de Rafael le dice a Sebastián sobre el río: Él es el padre de este pueblo, de estos pueblos. Él es quien da vida y también quien se la quita. Él decide a quién tragarse y a quién no. Si tiene hambre, si te caes de un barco, no duras ni 10 minutos. La corriente te jala hacia abajo, te atrapa en el fondo y no te deja salir. Ni cuerpo, ni alma. Nuestro personaje pregunta ingenuamente: ¿Y si intentas nadar? La respuesta es: ¿Quieres intentarlo?

Este pequeño diálogo nos sirve para saber por dónde nos quiere llevar Richter y entender su mirada poco optimista sobre la nación y para el caso sobre el ser hombre en un país, que al igual que el río, si te atrapa no te deja salir. De hecho, sin excepción, todos los hombres del filme son seres condenados, miserables. Y las mujeres son víctimas de aquellos hombres, son las almas silenciosas, las sacrificadas que todo lo soportan y toleran en pro del macho, de la nación. No importa la edad, la condición social o cultural, todas tienen un destino común. Todas están atrapadas en el fondo del río, o lo estarán en algún momento de sus vidas. Sin embargo, a diferencia de los hombres, éstas tienen la opción de libertarse y emerger, navegar el río, incluso de libertar a los hombres.

La última imagen del filme, quizá la más significativa y hermosa, es la analogía perfecta entre lo que afirmo que el filme trata de abordar y el río como personaje omnipresente, metáfora de ese abordaje. Así El río puede considerarse también una película de corte feminista, desde la mirada masculina. 

El río es una suerte de catarse para su director, pasea por las preocupaciones e intereses del mismo: interrelaciones y conductas humanas, lecturas sociales, bagaje cultural, etc. El poder de conexión con el filme, justamente nace en esto, porque muchas de las cosas que se mencionan son también parte de nuestro cotidiano, entonces se crea un puente de afinidades, o al menos de cosas, asuntos que hemos escuchado. Como vemos, los elementos que nos invitan están por sobre el piso cinematográfico; sin embargo, la delicadeza y el rigor técnico son una suerte de astucia de dirección que terminan enamorando.

La película remite un poco al cine de Martel, Matias Bize y Ezequiel Acuña, por supuesto, salvando las diferencias y distancias entre estos tres directores, y sabiendo, si mi lectura es correcta, que Richter está más cerca de los dos últimos. En todo caso, con El río se puede decir que se vislumbra un futuro promisor, porque es un director que demuestra que sabe de técnica y filmar, pero insisto, el cine es más que artilugio.

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Mucho más que un director

Una retrospectiva completa en la Cinemateca homenajea a Jorge Sanjinés, el cineasta más importante de Bolivia porque registra la memoria histórica de cinco décadas.

/ 30 de abril de 2017 / 04:00

Conocí a Jorge Sanjinés cuando yo tenía 16 o 17 años, una tarde en el Consejo Nacional del Cine, por intermediación de mi madre. Aún estaba en colegio, pero ya sabía muy bien que lo mío era el cine, aunque debo reconocer que el apellido Sanjinés no era un referente todavía. Así fue que caí en cuenta que La nación clandestina, Fuera de aquí y Ukamau, películas que había visto y me habían impactado, eran de él. En especial La nación clandestina, que tuve la suerte de ver en la Cinemateca Boliviana, con tan solo 10 años, poco después de su estreno. La imagen del Tata Danzanti bailando hasta morir ya no me abandonó más.

Pocos días después estaba parado frente a la puerta de la Escuela de Cine, aún en construcción, y se me abrieron las puertas para comenzar allí mi formación, que pagaría trabajando con ellos. Fue así como conocí a Jorge y como comencé mi formación cinematográfica en serio. Todos los días durante cinco años conocí el pensamiento y la mística de su trabajo. Tuve acceso a todos los filmes de Sanjinés y a documentos relacionados con sus películas, me conecté de forma estrecha con otras cinematografías, y me relacioné con otros maestros del cine.

Tuve la oportunidad de ver varias veces toda la filmografía de Sanjinés en pantalla grande. Cada exhibición de sus películas era un nuevo descubrimiento, en lo estético, en lo político y en lo filosófico. Entendí que el cine es un medio para contar historias pero, sobre todo, una herramienta para la reflexión, la crítica y la provocación, para generar conocimiento, para rescatar y mantener viva la memoria.

El cine de Sanjinés desde el principio establece su relación y compromiso con el pueblo y sus procesos de luchas y reivindicaciones sociales y culturales, como en el cortometraje Revolución (1963). Pero va más allá en sus ambiciones, se zambulle en el mundo indígena andino y obrero. Entiende que hay dos Bolivias conviviendo en cierta medida de espaldas y una de ellas se sirve de la otra, pero negándola en todo momento. Así se establece una dialéctica que ya se puede ver en este corto y que luego se confirma en Ukamau (1966), un largometraje que establece el rumbo del resto de su obra.

Sanjinés quizá sea el único director de cine boliviano que se anima a teorizar y reflexionar sobre el cine, al menos de forma abierta y más allá de sus películas, y tenemos como ejemplo el libro Teoría y práctica de un cine junto al pueblo. En esta obra conocemos el proceso de creación que plantea el director, además de su discurso ético, estético y político. Entendemos también cómo es la voz de los sin voz, sin hablar a nombre de ellos sino a través de ellos. Yawar Mallku (1969), El enemigo principal (1973), Fuera de aquí (1977) y Coraje del pueblo (1971) son los ejemplos más claros de cómo poner en práctica los postulados de este libro. Estas películas representan la etapa más subversiva de Sanjinés, al calor de un turbulento contexto político.

Con Las banderas del amanecer (1983), que codirige con Beatriz Palacios, se cierra un ciclo y se abre las puertas de otro. Ya liberado del peso ideológico y militante, Sanjinés puede volver completamente sobre preocupaciones de índole política, sociológica, filosófica, antropológica, estética y ética. Se concentra en su tesis de la Bolivia clandestina y la oficial, deconstruye al ser andino, lo pone delante del espejo y lo obliga a mirarse. El campo y sus pueblos son el centro de resistencia cultural, es donde podemos encontrar el paraíso perdido y la redención, en contraposición a la ciudad, espacio de alienación, aculturación y decadencia moral.

La nación clandestina (1989) es la obra cumbre no solo del director, sino de toda la cinematografía boliviana hasta la fecha. Es la película donde convergen todos los postulados de Sanjinés en su forma y contenido. En todas sus películas anteriores se percibe que entiende el cine no solo como un medio para contar, retratar, sino que busca un lenguaje cinematográfico que vaya de la mano con la cosmovisión andina; es decir, busca estructurar, construir un discurso lingüístico y semántico coherente entre lo ético y lo estético con la lógica andina. Así llega a crear el plano secuencia integral, una suerte de escritura cinematográfica que lastimosamente no volverá a utilizar, al menos de forma coherente, en su obra posterior. Este filme influirá a varios de los más importantes directores del cine boliviano que vinieron después, y quizá sea la obra más comentada y estudiada del cine nacional hasta la fecha.

El octavo largometraje de Sanjinés, Para recibir el canto de los pájaros (1995), da una vuelta de tuerca en la forma respecto a su obra anterior. Su puesta en escena abandonará casi por completo lo propuesto en La nación clandestina, entrando a trabajar con formas que no domina del todo y que terminan repercutiendo en la calidad técnica de la obra y, por lo tanto, en la reflexión. Forma y contenido se comienzan a divorciar.

Pero eso no quita para que nos encontremos ante una película relevante, que vale por su intención y honestidad intelectual, además de por sus trechos de extrema belleza visual y sonora. En Para recibir el canto de los pájaros, Sanjinés no habla de los otros ni a través de los otros, sino de sí mismo, de su entorno social y de clase. Hace una introspección sobre ser boliviano mestizo, blanco, y sobre su relación paternalista, de desprecio y de poder sobre la otra Bolivia. Se desnuda ante la cámara y habla en primera persona. Le sirve también para justificarse como creador y como ser humano y es quizá la película más íntima de toda su filmografía.

El inicio del siglo XXI trae un Sanjinés comprometido con los movimientos sociales bolivianos en insurrección contra el modelo neoliberal y las bases fundacionales de la República. Por primera vez las dos naciones comienzan a verse de frente y una de ellas, la clandestina, se hace escuchar y toma protagonismo. Rueda Hijos del último jardín (2002), una cinta pequeña donde el director reafirma los principios fundacionales de su obra. Sin embargo, nuevamente y de forma más dramática, no logra reencontrarse con su discurso estético anterior, teniendo como resultado un filme bien intencionado en su contenido pero fallido en su forma. Otra vez elige una puesta en escena que no domina, con serias consecuencias en el resultado.

Hijos del último jardín da un cambio de dirección: su mirada se traslada a la ciudad y sus protagonistas son jóvenes urbanos de distintas clases sociales. El viaje esta vez no será del campo a la ciudad sino al revés, lo que vuelve a evidenciar la importancia y mística que el director otorga al área rural, lugar de encuentro con la identidad boliviana… al menos la andina. El mensaje de la película es que solo comprendiendo el país donde vivimos podremos cambiarlo.

Insurgentes (2012) llega 10 años después. Se trata de una película sin precedentes en la historia del cine boliviano en términos de producción y movilización de recursos humanos y financieros. Además resulta ambiciosa en sus intenciones sociopolíticas e históricas, pues pone sobre el tablero los pasajes que la historia oficial pasa por alto o apenas menciona. El filme fue inspirado —según el propio director— en la sublevación popular de 2003 y en todo lo que sigue hasta llegar a la posesión de Evo Morales. Por eso ofrece una profunda reflexión sobre el Estado boliviano, sus procesos de construcción y sus protagonistas, resaltando a héroes indígenas como Túpac Katari, Zárate Willka o Bartolina Sisa.

Insurgentes está trabajada desde la dialéctica histórica. Morales es para Sanjinés la síntesis del largo proceso de construcción identitaria de la nación y el punto de inflexión entre la Bolivia colonial y republicana y la nueva Bolivia plurinacional. Ahora los pueblos indígenas son los protagonistas de su propia historia y de la del país. Los clandestinos del pasado son ya los insurgentes y toman las riendas, recuperando el espacio que se les había usurpado. Con esta película Sanjinés hace esta lectura y toma una posición política claramente en favor del proceso de cambio, se convierte en su voz cinematográfica oficial.

Siguiendo esta línea estrena Juana Azurduy, guerrillera de la patria grande (2016), un filme de proporciones igualmente grandes en términos de producción, aunque no de la misma magnitud que Insurgentes. Si esta última cinta busca explicar el proceso histórico para llegar hasta donde se llegó, Juana Azurduy quiere contribuir al proceso de descolonización y rescate de la memoria colectiva y, lo más importante, crear puntos de referencia histórica que puedan justificar las bases ideológicas y doctrinales del actual contexto.

Estos dos últimos filmes son honestos, como sucede con toda la obra de Sanjinés. Está claro que no es un partidario de gobierno. Es un convencido de lo que profesa y defiende y desde ese punto de vista construye su cine y su ética como creador y pensador. Sanjinés tiene la habilidad de abrirse al debate con argumentos sólidos, lo que hace que su obra no pierda la seriedad que la caracteriza.

Sin embargo desde Para recibir el canto de los pájaros, la forma y el contenido prácticamente no se han logrado encontrar. Por alguna razón Sanjinés abandona el tratamiento elíptico de La nación clandestina y se embarca hacia modelos más convencionales de puesta en escena y producción. El problema surge cuando el director no da en el clavo, haciendo que la poesía de su cine pierda fuerza y la estética subversiva de su filmografía anterior sea solo un recuerdo. No basta la lucidez y honestidad intelectual para tener buenas películas. Esto resta potencial a su cine, en especial cuando la pretensión —al menos de las dos últimas entregas— es didáctica, de cine como herramienta de reflexión, en especial para las nuevas generaciones que lastimosamente no lo conocen. Y que lo conozcan es una tarea pendiente de la cultura boliviana para fortalecer la identidad nacional y valorizar el cine propio en el presente y hacia el futuro.

Con todo, Sanjinés, con sus altos y bajos, es el cineasta más importante de Bolivia. Varias de sus películas son consideradas obras maestras o imprescindibles dentro del cine mundial y latinoamericano. La memoria histórica de Bolivia y de buena parte del continente, por lo menos de los últimos 50 años, está registrada en sus películas. Sanjinés resulta insoslayable para quien quiera estudiar cine o acercarse al cine boliviano y a las ciencias sociales o humanas. Porque es más que un director de cine. Pasear por la obra de Sanjinés es sumergirse en un mundo de muchos océanos, cada uno maravilloso y único.

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