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Siga intentando…

Por qué alguien paga por entrar al teatro?, ¿qué es lo que vamos a ver que capta la atención de multitudes desde la época de los griegos y que no ha podido ser sustituido por el cine ni la televisión?, ¿qué tiene de especial el teatro que no tiene ningún otro arte y que le sigue dando vida y vigencia? Ana Woolf, codirectora de Eugenio Barba, en su taller Anatomía escénica nos dice que si pagamos por ver a un actor es porque tiene una corporalidad diferente a la que uno tiene en el vivir cotidiano: una presencia que genera tensión. Quizá su objetivo para ese taller no era ir más lejos, sin embargo, para motivos de la reseña yo aumento: esa tensión debe generar una conglomeración de sentidos que revelan algo cuestionador al espectador ya sea mediante la catarsis aristotélica o la ausencia de ella. Si veo al teatro como un ritual, una religión, no es porque sea dogmática, por lo contrario: es la religión de la duda y del cuestionamiento eterno.

Esta reflexión me permite señalar las, a mi parecer, dos principales fallas (Ricardo Bajo, crítico teatral, menciona seis “malas pasadas”, yo me contento con menor número, pero un intento de mayor profundidad) de Los desmemoriados, obra escrita y dirigida por Marcos Loayza. Éstas son el texto y la actuación.

Ricardo Bajo señala que el “macguffin” de la obra “deja sabor a poco”, es decir que la excusa para que Camilo (personaje interpretado por Eguino) vaya a visitar a Orlando (Raúl Pitín) es poco creíble, especialmente en el momento en el que se lo revela: Camilo lo busca por una maleta de cuero donde tenían escondidos miles de dólares. Nos tardamos toda la obra en averiguar esto, Loayza fuerza esta tardanza de maneras tan irreales, tan cansadoras que el público solo quiere salir corriendo. Escuchamos al pobre Eguino repetir con hastío un texto que se va desgastando para retrasar la revelación de ese mal intento de Rusebud que nada de interesante tiene para ofrecer.

Y, cuando por fin es revelado, Orlando le dice que no se acuerda, Camilo se levanta y, sin poner reparos, se marcha. Así es todo el texto: promete mucho, habla de la dictadura, de un alzhéimer que podría haber sido metáfora de la situación nacional, de un pueblo que ya muchas veces ha demostrado no tener memoria.

Los personajes dicen ser de las guerrillas, atrás se proyectan dibujos de militares, de armas, fotos borrosas, como carcomidas por el tiempo, como la memoria que no dura nada. Los temas ya han sido trabajados, incluso en el teatro boliviano, con maestría. Loayza elige aguas profundas, pero una vez en la orilla el frío del agua no le permite más que mojar las puntas de sus pies.

En este segundo punto, sobre la actuación, no concuerdo con Bajo, quien parece afirmar que todos los actores han sido mal elegidos. A mi parecer Eguino y Pitín tratan de mantener a flote esta obra irremediablemente condenada al olvido. Pitín tiene la energía precisa de un actor, sus primeras líneas son brillantes, al igual que su monólogo (momento también destacado por mi compañero crítico de teatro). Pero la propia escenografía fuerza a estos actores a estar sentados, irse adormeciendo y perdiendo fuerza mientras avanza la obra. El reloj de arena marca un ritmo estático que domina el escenario. Sin embargo, sí hay, lastimosamente, un problema con Peredo…

Suena un celular, Peredo le dice a Eguino algo como “ahora le sigo hablando, cuando deje de sonar”, se da la vuelta y mira a la señora del aparato problemático.

Le hace una seña como de “¿puedo seguir?”, la señora apaga el celular y continúa con la obra. Primera vez en mi vida que veo algo similar: en cinco segundos generó más tensión que toda la obra junta, capta la atención de los presentes y todos quieren más de eso.

Lastimosamente, Peredo no puede generar la misma energía en el escenario. Su corporalidad es la de un hombre común y corriente, pero es un hombre que sabe que está actuando, quizá tratando de seguir el ejemplo de Darío Fo, de quien montó una obra exitosamente hace poco (quizás una de las mejores obras realizadas en La Paz este año), sin embargo este texto no daba para generar distancia, lo que hace que parezca un mal actor, uno de esos que solo quieren brillar bajo los reflectores: sus gestos son demasiado exagerados, busca desesperadamente al público, lo mira, quiere escuchar sus risas. Hace que los textos, ya en sí poco naturales, se vuelvan totalmente inverosímiles: no logra sostener la escena.

Si el teatro es un ritual, uno necesita preparación para hacerlo. La obra de Loayza parece carecer de reflexiones, está llena de “lugares comunes” y su trabajo da la sensación de una de esas tapitas de Coca-Cola que dicen algo como “siga intentando”…