Juan Pablo Richter debuta en la dirección de su primer largometraje, mismo que además es una vuelta de tuerca respecto a Casting, su primera experiencia cinematográfica autodenominada como la primera película de terror boliviana, en codirección con la directora de Las malcogidas, Denisse Arancibia. Ese giro de 180 grados hace imposible comparar la antecesora (que además la veo como un ejercicio cinematográfico, antes que como una película hecha y derecha) con El río, que es lo nuevo de Richter, por lo que voy a considerar esta última como su ópera prima.

El cine boliviano pocas veces salió del lugar común, que es el mundo andino, hablo concretamente de La Paz; estoy consciente de que esta afirmación es exagerada y hasta no responde a la realidad, pero al afirmar esto quiero decir que la lectura del ser boliviano desde el cine pocas veces se la hizo desde otras miradas que no vengan de los andes, incluso desde otros lugares que no remiten a esta geografía; entonces, El río se suma a esos pocos filmes que junto a sus directores retratan Bolivia desde la otra vereda. Aunque debo decir, que replica un padrón característico en gran parte del cine boliviano y que el crítico Sebastián Morales denominó como Una estética del encierro, nombre que da a su libro publicado en 2016.

El río no es una película pretenciosa, menos deshonesta, pero sí claramente un filme donde el director quiere poner marca, estampar su nombre como autor y es aquí donde encuentro la única debilidad. La apuesta por la puesta en escena funciona; sin embargo, no se percibe una reflexión sobre el porqué y para qué de esa forma, preguntas que por lo general sirven para establecer parámetros que permiten identificar un autor, en este caso uno que hable y se construya a través de las imágenes en movimiento. Richter lo hace a través de las referencias musicales, literarias, televisivas, pero no como forma, sino como enunciados extracinematográficos que se van mencionando a lo largo del metraje. De hecho, la carga crítica, reflexiva y política que el director imprime en su filme se encuentra en el texto. Estamos entonces ante una obra, digamos, bien filmada, pero aún con una caligrafía tosca, lo que no es malo, pero me dice que todavía estamos ante un director working in progress. A pesar de esto, el resultado final es una propuesta digna.

El filme de Richter puede entenderse desde dos vertientes que encuentran sus aguas en el recorrido. La primera es la íntima, de algún modo el director se desnuda, y como él mismo lo dice en una entrevista, vuelve a su génesis: al origen geográfico, al seno familiar y social; desde ahí, navega y arriesga una lectura sobre la condición del ser boliviano. Entonces comienza a navegar en la otra vertiente para describir desde una singularidad las miserias estructurales de la patria, (racismo, machismo, patriarcado, misoginia, desigualdad social, además de toda picardía criolla). A pesar de la intencionalidad de cargar el filme con crítica social, la sutiliza fina con la que se construye El río hace que no sea un panfleto moralizante, sino un dispositivo para la reflexión de lo que se va insinuando, desenmascarando a medida que fluye.

Sebastián, el macho, el heredero del macho, no importa para dónde corra o lo envíen, él viene con toda la carga cultural que puede dar una nación de machos, es víctima y victimario a la vez, condenado a correr en círculo y morderse la cola. En una de las escenas, uno de los empleados de Rafael le dice a Sebastián sobre el río: Él es el padre de este pueblo, de estos pueblos. Él es quien da vida y también quien se la quita. Él decide a quién tragarse y a quién no. Si tiene hambre, si te caes de un barco, no duras ni 10 minutos. La corriente te jala hacia abajo, te atrapa en el fondo y no te deja salir. Ni cuerpo, ni alma. Nuestro personaje pregunta ingenuamente: ¿Y si intentas nadar? La respuesta es: ¿Quieres intentarlo?

Este pequeño diálogo nos sirve para saber por dónde nos quiere llevar Richter y entender su mirada poco optimista sobre la nación y para el caso sobre el ser hombre en un país, que al igual que el río, si te atrapa no te deja salir. De hecho, sin excepción, todos los hombres del filme son seres condenados, miserables. Y las mujeres son víctimas de aquellos hombres, son las almas silenciosas, las sacrificadas que todo lo soportan y toleran en pro del macho, de la nación. No importa la edad, la condición social o cultural, todas tienen un destino común. Todas están atrapadas en el fondo del río, o lo estarán en algún momento de sus vidas. Sin embargo, a diferencia de los hombres, éstas tienen la opción de libertarse y emerger, navegar el río, incluso de libertar a los hombres.

La última imagen del filme, quizá la más significativa y hermosa, es la analogía perfecta entre lo que afirmo que el filme trata de abordar y el río como personaje omnipresente, metáfora de ese abordaje. Así El río puede considerarse también una película de corte feminista, desde la mirada masculina.  

El río es una suerte de catarse para su director, pasea por las preocupaciones e intereses del mismo: interrelaciones y conductas humanas, lecturas sociales, bagaje cultural, etc. El poder de conexión con el filme, justamente nace en esto, porque muchas de las cosas que se mencionan son también parte de nuestro cotidiano, entonces se crea un puente de afinidades, o al menos de cosas, asuntos que hemos escuchado. Como vemos, los elementos que nos invitan están por sobre el piso cinematográfico; sin embargo, la delicadeza y el rigor técnico son una suerte de astucia de dirección que terminan enamorando.

La película remite un poco al cine de Martel, Matías Bize y Ezequiel Acuña, por supuesto, salvando las diferencias y distancias entre estos tres directores, y sabiendo, si mi lectura es correcta, que Richter está más cerca de los dos últimos. En todo caso, con El río se puede decir que se vislumbra un futuro promisor, porque es un director que demuestra que sabe de técnica y filmar, pero insisto, el cine es más que artilugio.

El presente artículo fue publicado la semana pasada, pero debido a un error se atribuyó la autoría al teatrista Percy Jiménez, cuando es Marcelo Cordero el autor de la crítica. Disculpas a ambos y a nuestros lectores por los posibles perjuicios causados.