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Un monstruo de mil cabezas

En Éxodo 20:12, podemos leer: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que el Señor tu Dios te da”. Una sentencia bíblica que, algunos más, otros menos, hemos seguido al pie de la letra. Una sentencia bíblica que pone en figurillas (por llamarlo de alguna manera) a muchas personas cuya relación con sus padres es complicada y, las más de las veces, triste o inexistente.

Algunas décadas atrás, el autor de Cuarto mandamiento (2018, editorial 3600), Erick Ortega y el suscrito, intentábamos convertirnos en dos escritores más o menos decentes. Por aquellos años (finales de la década de los noventa y comienzos de este siglo) digamos que escribíamos cuentos, en realidad muchos cuentos. Tal vez demasiados. Y todos pasaban por la siempre acertada mirada de Antonio Peredo, nuestro docente en la universidad y sobre todo quizá el amigo más inteligente que tuvimos (y dudo que alguna vez se repita).

Por aquellos años de formación, de verdadera formación, ambos estábamos atentos a lo que don Antonio nos recomendaba. Las observaciones que nos hacía, críticas todo el tiempo, en vez de desalentarnos nos impulsaba a seguir escribiendo. Y fruto de ese absurdo empecinamiento por volvernos escritores fue el (por fortuna) olvidado Trabajos forzados, una colección de relatos que se publicó a inicios de 2000. En este libro teníamos a un cuentista prometedor. Erick siempre escribió desde el escepticismo hacia todo. Un escepticismo que, en el fondo, iba a ser en el futuro la materia prima para otras producciones. Sin embargo, los años pasaron y algo lo echó a perder: el periodismo. Sé que muchas de las personas se escandalizarán un poco. ¿Acaso el periodismo no es también escribir? ¿Acaso los periodistas no escribimos? Sí, probablemente son oficios afines, pero la gran diferencia estriba en que el periodismo actual, salvo algunas excepciones, viene cayendo en una decadencia más que preocupante (y tal vez insalvable).

Por fortuna, Erick retorna a este oficio de escribir ficción con una novela contundente y sorprendente. En Cuarto mandamiento volvemos a ver a un Ortega escéptico a la sentencia bíblica mencionada al inicio de esta nota. Un escepticismo que suma muchas veces, y suma bien porque a ésta se agrega un exquisito cuestionamiento a la figura paterna, sobre todo desde uno de sus personajes: el Candela, tan escandalosamente y lúbricamente vivo. El padre, cuestionar al padre y al mundo que lo rodea y lo genera, es lo importante. En Cuarto mandamiento no hay vueltas atrás. La novela de Ortega es un huracán imparable. Y si bien la impronta del mundo nocturno paceño se hace presente una vez más, el autor sale muy bien librado porque no solo es una novela afiladísima, sino también porque aparece el escritor y deja (por suerte para quienes lo leemos) en el clóset al periodista; retorna el escritor que quería ser durante esos inolvidables y ya lejanos días donde los dos compartíamos nuestros cuentos con don Antonio Peredo.

Y la cosa no acaba ahí. Cuarto mandamiento es, también, una novela incómoda, como un corte preciso en la yema del dedo pulgar de la mano: la herida que tardará en sanar y, cada vez que toca algo, te hace recordar que estás dolorosamente vivo. Dice Simón en uno de los capítulos del libro: “No me gustan las presentaciones, pero ya que me miran, pues ni modo. Les hablaré de mí porque si mis padres se enteran de que hablo de ellos, les va a dar mucha bronca. Pero como acabaré hablando de ellos, por favor, no vayan a decir nada a nadie más”.

Lo importante de esta novela se encuentra en que se anima, como muy pocas, en examinar con el bisturí a la siempre intocable familia boliviana. Ahí están las historias mil veces vividas al interior de aquélla. Las historias que casi todos hemos escuchado alguna vez y que no salieron del mundo familiar. Estoy convencido de que necesitamos menos periodismo aletargado como el nuestro y más ficción como pasa con esta novela, como una de las formas más lúcidas no ya para comprender a la humanidad, sino algo más chiquito: a ese monstruo de mil cabezas llamado familia boliviana.