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La oscuridad de los tiempos

El teatrista Winner Zeballos cumple un ambicioso reto este 2018: estrena 12 obras de teatro en ‘La Dodecalogía de la Destrucción’.

/ 12 de septiembre de 2018 / 04:00

Lo descubrí a mitad del camino, con ya mucho recorrido por atrás. Pena me dio no saber cómo inició este proyecto, pero alegría el, al menos, haberlo atrapado en salas alternativas e inusuales, en bares, o en el salón de honor del Municipal, aunque sea a la mitad. Winner Zeballos, este año, se arriesga por algo nuevo y difícil. Él nos recuerda que toda puesta en escena es una apuesta y la suya, como toda que valga la pena comentar, requiere compromiso: un año de trabajo sin parar. La Dodecalogía de la Destrucción, un proyecto que, como ya su propio título indica, consta de 12 partes, independientes cada una de la otra, pero con una relación sutil que, poco a poco, el espectador constante va descubriendo. Se presenta una cada mes y, como el autor prometió en una entrevista en Abya Yala Cultural, a fin de año, durante una sola jornada, se presentarán las doce: doce horas de corrido, entre una creación que destruye y una destrucción que construye, pues, como diría Naira de la Zerda, ambos “son parte de un movimiento continuo”.

Sus obras juegan con el testimonio. Nos habla de su vida, de la vida de los otros actores que lo acompañan. Sin embargo, este estar presente en tanto persona no hace (en la mayoría de los casos) del teatro un paño de lágrimas, donde el dramaturgo bota “a la mala” sus sentimientos, creyéndolos especiales y esperando que el espectador los vea como tales y los aplauda. Este dramaturgo sabe que lágrimas y sonrisas tenemos todos y que eso, en sí mismo, no es un valor ni mucho menos arte. Es así que, mediante imágenes totalmente neobarrocas (que juegan con la tecnología, las proyecciones, los cuerpos desnudos, los símbolos, etc.), logra apuntar a algo mucho más profundo y mucho más humano de lo que uno esperaría. El azar con el que él admite jugar no se nota en sus puestas, cada elemento parece fríamente calculado. Los textos son cuchilladas precisas, aquí lo contemporáneo es un juego de niños.

En la primera obra que vi, Los Mauldorors, explora el lado animal del ser humano. La violencia y la estupidez: mono primitivo que adora a un tronco, llamando a un “viejo mar”, que hoy ya parece lejano. Representación de la naturaleza que está, ya muerta, enterrada y que, a veces, sale y hace una fiesta que el espectador puede admirar, en una obra que no tiene fin y puede volverse, entre Los cantos de Maldoror, infinita. Desde el título nos avisa sobre una premisa que será clave en el resto del proyecto: hay intertexto, a veces es sutil, a veces es evidente, pero siempre está ahí, avisándonos que Zeballos conoce la tradición y que si la rompe o le da una vuelta es con conocimiento de causa.

666, la segunda obra que vi, parece retomar el Mito de la Caverna, de Platón. La obra inicia con un apagón, varias máquinas descansan sobre el escenario, vemos sus pequeñas luces: azules, rojas, verdes… Es el fuego que permite la proyección de sombras. ¿Está Zeballos afirmando que la tecnología juega el papel de ese fuego que nos distrae de lo realmente importante? Al principio parece que sí, pero como toda buena obra de arte, esto se vuelve ambiguo. Hay una escena en la que Juan Carlos Arévalo se pone a jugar, proyectando en la pared, un juego de guerras. En otra proyección, justo al lado, una canción con un video lleno de explosiones, el mismo tema de lo bélico. Delante

se pone Zeballos, con alguna clase de falda (disculparán los atentos lectores mi mala memoria, pero se entenderá que en una de estas complejas obras uno no capta todo en una primera y pobre mirada, la polisemia acecha en cada susurro y en cada sombra), y empieza a bailar. Las distracciones que uno se pone delante son varias: la religión, eje transversal de toda la obra, la tecnología (quizá una nueva religión), el baile frenético de aquel que se autodenomina como poeta, espectáculo sin sentido de la degradación moderna.

En La barbarie/el texto vuelve a explorar la temática del encierro: los personajes empiezan mirando con añoranza la ventana, único lugar desde donde pueden ver el exterior, tapados con bolsas de plástico: metáfora perfecta de la asfixia que, durante la obra, se va complejizando. La asfixia de un círculo teatral minúsculo, donde nadie prueba cosas diferentes; la asfixia de una La Paz, donde todos se conocen; la asfixia de aquel que no se atreve a seguir sus verdaderos deseos. El peso del psicoanálisis, carnavalizado quizá, es evidente en la obra. Aquí es solo el seguir el deseo lo que te permitirá salir. En ambas obras, mediante la razón del filósofo y el deseo, los personajes logran liberarse de las penumbras, salir a la verdad y a esa Sodoma y Gomorra que tanto los tentaba.

Mucho más se puede decir de cada obra, pero ya me he excedido; finalizo con una anécdota. Cuando fui a ver Los Mauldorors, en una sala da danza en Los Pinos, estaba esperando en el piso inferior a que nos permitieran ingresar, escuchando un par de conversaciones ajenas (me disculpo por el mal hábito). Una señora le pregunta a una muchacha que ya había visto la obra, cómo le pareció, ella le responde que no ha entendido nada, pero que los actores se divierten mucho y que “eso es lo importante”. Yo pienso que estoy entrando a ver una de esas malas puestas conceptuales, que creen que hacer imágenes lindas es ya suficiente para llamarse arte. Pero cuando salgo de la sala me digo a mí mismo que éste es un hombre, a decir de Agamben, que ve la oscuridad de su tiempo y yo me pregunto: ¿no será ésta la oscuridad de todos los tiempos?

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Escénica: teatro en estos tiempos…

Siete obras elegidas entre las mejores del año compiten por el premio municipal.

/ 14 de noviembre de 2019 / 10:19

Cómo puede ser ético, razonable, imaginable ir al teatro en estos tiempos en que, mírese desde donde se mire, algo está pasando? Quizás por eso la mayor parte de las funciones programadas para estas semanas fueron canceladas y algunos espacios tomaron la decisión de cerrarse. En contra ruta o contracorriente va el festival de teatro Escénica, que tomará lugar del 13 al 20 de este mes, presentando siete obras que, entre más de 30 postuladas, destacaron a nivel nacional. Y no, no destacaron solamente por su capacidad estética, sino también por su capacidad ética de mostrarnos otras posibilidades de vida, de hacernos pensar sobre la nuestra, de poner el arte en escena como potencia que se sabe política y que, en la mayor parte de los casos, se ríe y problematiza nuestros autoritarismos diarios.

Empezamos, entonces, el 13 con Ratas: historias de alcantarilla, obra dirigida e interpretada por Freddy Chipana. La obra no puede ser más adecuada para el presente, pues tiende un puente al pasado (las dictaduras militares), mediante la historia de una rata que es atrapada por un Dios-gato (nótese que el fascismo siempre se proclama Dios, sigue la lógica de lo verdadero, el camino fijo) y, en su celda, (re)vive su relación con la muerte a partir de la risa, el poder y el goce. Poniendo en escena, al final, que esa dictadura hoy se ha vuelto más sutil (¿la modernidad?, ¿otro poder con discursos inclusivos, políticamente correcto?); dudemos, así, de la idea de que lo importante en la política es quién ocupa la silla de Dios.

El 14 cambiamos de tono con La constelación de Alondra, una obra infantil protagonizada por Mariela Salaverry, Gonzalo Villarreal y Juan Manuel Gacio. Desde esta aparente inocencia pone en escena un mundo de repeticiones, donde lo circular, lo ritual, domina el espacio. La historia es sencilla: Alondra, ya anciana, a través del recuerdo, desea volver a su hermana, Amanda, símbolo inagotable: de la familia, del pasado, de aquello inalcanzable que siempre parece a la vuelta de la esquina, como si estuviese a punto de tocarlo, pero siempre (¿siempre?, ¿acaso la obra no insinúa la muerte como un posible reencuentro?) se escapa. En estos tiempos muchas cosas se repiten y eso se nota, pero ¿qué se nos escapa?

El 16, último día en el Teatro Municipal de Cámara, llega desde Cochabamba Si estás viendo esto, obra dirigida por Claudia Eid e interpretada por Darío Torres y Piti Campos. El dilema puesto en escena es el amoroso (¿y acaso esa relación con el otro no es un resumen, una concentración de nuestra relación con todos los otros, con el mundo?), sabiéndose cliché, lugar común y de identificación (como los Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes). ¿No será que hoy nos falta pensar en el otro, salir del cliché, del estereotipo, vernos humanos?

En Casa Grito, el día 17, se presenta Amor, obra dirigida por Denisse Arancibia, donde (aparte del tema amoroso, confesado desde el título e inevitable en la historia de una mujer obligada a casarse, buscando escapar de un sistema patriarcal) lo queer, con ciertos golpes innecesarios (políticamente correctos), se apodera de la escena. Destaca la capacidad de trabajar este concepto a través de lo visual. Aquello que se mantiene indefinido, moviéndose, como una abuela sobre patines o una torta de los que todos quieren un bocado. Aquello que escapa de los binarismos que, por ejemplo, en la política son tan útiles.

Desde el día 18 nos movemos al Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez, que abre los telones con Si nos permiten hablar, adaptación de la famosa biografía de Domitila Barrios de Chungara, la mujer minera que se manifestó contra el régimen de Banzer, realizada por Fabiola Mendoza, Raisa Ensinas y Mariana Porcel, dirigidas por el Teatro de Los Andes. La puesta, por supuesto, es directamente política: con un enfoque feminista y reivindicador de lo minero, la resistencia desde ese complicado lugar de enunciación; cae, a veces, en la moraleja, resta y cierra. Pero será el espectador quien evalúe qué tanta potencia puede ver en esas manos que se saben resistentes, en el sonido del altiplano que, como un susurro, se acerca al que está viendo y se pregunta: ¿cuánto han cambiado hoy las cosas, los actores en escena?

El 19 Tinkunakama, obra de Tabla Roja Teatro, especializados en el teatro de máscaras, hace una fiesta en el territorio artístico que suspende la moral, elimina los tabúes y despliega los significantes. Pero no por eso simplemente hecha para “entretener”, sino reconociendo la risa como un motor que hace que todo se tambalee y ellos, payasitos, se van moviendo con toda confianza, con todo temor entre esta desestabilidad, porque la reconocen posibilitadora (quizás como deberíamos hacer muchos ciudadanos, en estos tiempos, donde todo podría ponerse en movimiento, en posibilidad de construcción).

Finalmente, el festival se cierra con broche de oro. Los inútiles, obra del Proyecto Border, donde, mediante la digresión, se pone en escena el proceso de creación artístico. Digo que es un adecuado cierre al festival porque evidencia que se está pensado el arte no como adorno o entretenimiento, sino como motor de reflexión, de problematización humana, que escapa de los estereotipos y posibilita terceros lugares, móviles, flexibles y llenos de ironía. Porque ya lo dijo Brecht, los tiempos de guerra no excluyen la paz. Pero invirtamos la idea: en la aparente paz del arte, hay siempre una guerra. Y esta obra, en especial, es una guerra por otra democracia, donde el concepto de libertad estalla y se aleja de cualquier metafísica cristiana que nos piensa libres, bajo la mirada de un Dios.

Todas las funciones empezarán a las 20.00. Será difícil llegar (como son difíciles estos tiempos), pero será necesario. A veces, el camino difícil, el del pensamiento, el del debate y el del arte que todo lo pone entre paréntesis (así como los fenomenólogos analizan la realidad, porque el arte, dicen algunos, puede ser más real que ésta) es el único camino que nos dejará no con respuestas (como el fascismo), sino con preguntas y toda pregunta será una posibilidad.

El psicoanálisis dice que el lenguaje es un gran adormecedor, ¿podremos pensar lo contrario?

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Dos obstrucciones

‘Si nos permiten hablar’ y ‘Si estás viendo esto’ estuvieron en el FIT-C

/ 2 de octubre de 2019 / 00:00

A pesar de haber sido realizadas en dos ciudades distintas (Sucre y Cochabamba), Si nos permiten hablar, obra de Teatro El Animal (dirigida por Gonzalo Callejas y Alice Guimarães, del Teatro de Los Andes), y Si estás viendo esto, obra dirigida por Claudia Eid, con las actuaciones de Darío Torres y Piti Campos, tienen un rasgo en común (y no, no hablo del condicional en los títulos o del tema feminista, en un caso más explícito que en otro). Hablo entonces de una obstrucción visual: en la obra de Eid, una tela traslúcida que atraviesa el centro del escenario, desde el fondo hasta adelante, dividiéndolo en dos, a un lado estará el hombre, al otro la mujer; en la obra de El Animal, un panel de papel, que en sentido contrario que en el anterior caso atraviesa el escenario de izquierda a derecha, ocultando al espectador lo que hay detrás, ahí se proyectarán sombras o, en algunos puntos, se levantará el papel (con estos ingeniosos mecanismos que caracterizan a Los Andes), permitiendo al espectador ver.

Pero, como cualquiera imaginaría, estas obstrucciones apuntan a sentidos diferentes. Para atisbarlos será necesario saber las historias que cada una de las obras pone en escena: Eid apunta al cliché, es “productivamente consciente” de ser uno, el personaje femenino lo repite varias veces en escena. El enamoramiento, idealizador, que pasa por el matrimonio (y los hijos) para deshacerse en un divorcio donde ninguno de los dos supera al otro, pero a pesar de eso no vuelven a unirse; así, en su consciencia (demasiado débil, fácil de dejar en el chiste sostenido por dos grandes actores, algo no usual en esta conocida directora y dramaturga) no son una reproducción de un estereotipo, sino una mirada crítica que apostaría por otras formas de amor.

En cambio, El Animal, adapta la vida de Domitila Barrios de Chungara. Aumentando algunos textos de Aristides Vargas, dramaturgo argentino, todo mezclado por Alice: algunos gestos poco afortunados de Un buen morir vuelven a la escena (aquí, sin embargo, no es el café la metáfora poco viva de amor, de unión, de calor, de vida… sino el frío y el viento, cuyo significado es el opuesto, pero el resultado es el mismo: largas enumeraciones de pretensión poética). El texto, así, hace énfasis en una Domitila víctima (de las condiciones, de los hombres, de la sociedad); la actriz trata de sacar a la luz a la Domitila fuerte, la que grita y no se detiene por sus derechos. Pero el texto, demasiado infestado de historicismos innecesarios y anacronismos, no se lo permite: la obra, finalmente, entretiene; pero no toca más que el pasado, no sabe actualizarlo. Faltó risa en la vida de una mujer que supo reírse del patriarcado, de la dictadura y el colonialismo de las Naciones Unidas.

¿Cuál es lugar de la obstrucción en todo esto? En Si estás viendo esto, se vuelve un gesto crítico, distanciador, que salva a la obra de hundirse en el vacío.

Cuando Roland Barthes, escritor francés, habla de poner en escena, inocentemente, el discurso del enamorado, en una de sus figuras, menciona que este discurso “es una envoltura lisa que se ciñe a la imagen, un guante muy suave en torno del ser amado”; es decir, la imagen que el enamorado tiene, anula a quien “de verdad” es la otra persona, la mata, la reduce al estereotipo. El movimiento parece darse de un sentido al otro, del enamorado al objeto amado. Pero aquí, Eid pone en crisis (o en permanente movimiento) los roles de ambos personajes. No cae en la inversión usual del feminismo (hacer a la mujer el sujeto y al hombre el objeto), sino que hace que ambos sean sujetos y objetos casi simultáneamente: por eso ambos son clichés, no queda otra opción. Y el espectador, de estar sentado del lado derecho o del izquierdo, verá al otro desde esa perspectiva: verá lo peligroso que es el imaginario.

Mientras que en Si nos permiten hablar la obstrucción parece ser un adorno. Limita a las actrices y las fuerza a jugar a la solemnidad, a la lejanía, al llanto. Las vuelve sombras, no solo cuando lo son literalmente. De fondo, se escucha un charango andino y el plato está servido. La obstrucción separa al espectador de lo mirado, en el sentido en que, aunque se logra la identificación por las buenas actuaciones, la obra no va más allá, no usa esa identificación ni como sofisticada terapia ni como pedagogía (en palabras de Alain Badiou). La propuesta termina, entonces, volviéndose una verdad incuestionable, y una verdad que al presente parece no importarle. Por algo, mala fama tienen las lecciones de historia.

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Apuntes sobre los vaivenes de ‘Con las botas bien puestas’

La obra escrita y dirigida por Antonio Peredo y producida por El Búnker versa sobre las secuelas de las dictaduras.

/ 10 de abril de 2019 / 04:00

Ellas son cuatro, cuatro que son una y una que es millones. Solo en este gesto se resume años de debate sobre la individualidad, la representatividad y la colectividad del movimiento feminista, podría detenerme más en él, pero prefiero ser, esta vez, más descriptivo por razones que se explican más adelante. Con las botas bien puestas, obra dirigida por Antonio Peredo, codirigida por Grecia Cerezo y magistralmente actuada por Claudia Ossio, Daniela Lema, Tania Quiroz y Alexis Maceda, habla sobre ese lado que usualmente olvidamos de la resistencia ante las dictaduras militares. Bien podría llamarse una obra política, obra feminista, obra revolucionaria…, pero a mí me interesa más reconocer un aspecto bien logrado (por el texto y la actuación) de la obra: logra conmover al público.

Quisiera dejar de lado, entonces, cuestiones valorativas (sí, la obra podría haber sido más corta; sí, la escenografía muchas veces limitaba a las actrices; sí, algunos textos sonaban vacíos; sí, extrañé más distanciamiento brechtiano en el cuerpo de la obra; sí, todavía quedan factores a pulir) porque el resultado, en general, fue bueno, pero en esta calidad estética, conceptual del trabajo todavía me obliga a enfocar mi mirada en algunos de estos aspectos. Por ejemplo, llama la atención la dicotomía que se genera en escena: todos los personajes malos (militares por lo general o la voz de los dictadores que se reproduce en grabaciones) son hombres, las buenas son las mujeres. Bajo esa mirada se hace notar que los personajes necesitan ser profundizados. ¿Por qué no aparece ninguno de los hombres revolucionarios mencionados, por qué ese tal Raúl se queda como un ideal, lejano, casi como un Dios, imposible, silencioso, cruel? Otra cosa que pone en evidencia que fue un hombre el dramaturgo, es que estas mujeres (a parte de la preocupación por sus hijos) no tienen ninguna diferencia con un hombre…

¿Por qué logró ser una obra humana? Desde la boletería la obra logra articular una narrativa coherente, intensa, llena de dolor, ironía y amor. En esa sala uno encontraba un árbol hecho de las cartas que, desde hoy, se les mandaría a los desaparecidos durante las dictaduras (además de fotos de varios de ellos, quizás los más conocidos), todas las cartas están dirigidas a “papitos”, en una de ellas se lee que se llevaron al “jefe de la familia”. La obra no anula el lado masculino, sabemos que fueron más, pero lo matiza. Entramos a la sala, las actrices prueban un poco la escenografía antes de iniciar la obra. Durante toda esta primera parte Brecht brilla en su esplendor: se nos recuerda que vamos a ver teatro, actores, ficción y, por tanto, debemos ser crítica con ella (como ya señalaba antes, esto se pierde en el resto de la obra y las pasiones aristotélicas ganan la escena). Entra Claudia (sin lugar a dudas la mejor de las cuatro actrices, me focalizo un momento en ella) cantando “Son tus perjúmenes, mujer”, de Mejía Godoy (nótese la ironía, poco trabajada en escena, que implica la elección de la canción). Sin dejar de cantar le dice a una persona que no use el flash en su cámara. Brilla en felicidad, su sonrisa resplandece. Es una luz dentro de una escenografía que ya anticipa sufrimiento y dolor. Logra que el público aplauda, disfrute con ella.

Y cuando aparece el primer audio, el primer gesto de la dictadura, las cuatro están sentadas, pero ella, sin más que cambiar ligeramente su expresión facial, logra un cambio radical en su energía. El miedo la domina. Estos vaivenes, subidas y bajadas, se vuelven el lenguaje común de la obra. El público baila, ríe, genera una complicidad con estas mujeres y, luego, llora, sufre, le duele. Hasta llegar a la catarsis, bien pensada, en la violación de una de ellas (Daniela), realizada con sutileza en escena, ante el cuerpo de la actriz, pero logrando la fuerza y la violencia que el público necesita para reconocer que algo está pasando ahí.

Para concluir, necesito dedicarle un párrafo a Antonio Peredo. En sus últimas obras se ve una búsqueda (hecho ya en sí plausible) y, creo, es en esta en la que está más cerca del resultado. Su trabajo (siempre consciente de su ser político) sigue obsesiones personales que se plasman en su estética, en sus textos y en sus personajes: son pocos los directores que nos permiten hablar de un teatro de autor. Esto no es en sí un logro, hay autores buenos y malos. Pero sépase que, en general, yo pondría a éste entre los buenos…

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La sinceridad y el arte

Samadi Valcárcel presentó la obra  ‘Escuchando Radiohead te escupo mi corazón’.

/ 3 de abril de 2019 / 04:00

¿Que una obra sea “sincera” la hace artística? Es decir, ¿el lugar de enunciación del artista, cercano a sí mismo, poniéndose a él en juego, hace que cualquier propuesta logre su cometido de generar problemas conceptuales y estéticos, o cuál es la concepción artística de aquel que se pone a sí mismo en escena? En el arte contemporáneo, al menos en el que nos ha llegado a Bolivia, muchos espectadores, críticos y hacedores se responden afirmativamente a ambas preguntas, cayendo muchas veces en justificar la obra con el sencillismo de la sinceridad: parto de una premisa, ser sincero es fácil, lo difícil es que esa sinceridad diga algo (apunte necesario: toda teorización vale y problematiza mi propio hacer). La obra de la que se hablará a continuación da la oportunidad de pensar esto con mayor precisión, porque ya desde el inicio pone su carácter biográfico en escena. Queda la pregunta, ¿y logra ser arte?

“Esto no es una obra de teatro”, empieza diciendo Samadi Valcárcel para abrir su monólogo Escuchando Radiohead te escupo mi corazón (presentado el sábado 16 de marzo en Casa Grito), “esto es un diario íntimo hecho público”. Yo me pregunto: ¿importa si es o no una obra de teatro? Si no importa, como creo cualquier persona con un ligero sentido histórico del arte del último siglo se respondería, ¿por qué la aclaración? Supongo que esta afirmación puede leerse en dos sentidos contradictorios. Primer sentido: cada palabra está milimétricamente medida, esta frase introductoria tiene como motivo marcar dos cosas; por un lado, despertar una expectativa formal por parte del espectador; por otro lado, explicita el orden autobiográfico que guía toda la propuesta. Segundo sentido: la actriz lanza textos e imágenes sin haberlos pensado mucho. En ambos casos es “sincera”. El resto de la obra confirma cuál es el sentido correcto.

El tema es simple: una mujer, la propia Samadi, que sufre de ansiedad. Está obsesionada con la muerte, con su día a día, con un tratar de sufrir una metamorfosis, con sus recuerdos, con la sociedad y ella misma, un extraterrestre entre tanto terrícolas… La obra no es narrativa, al menos no en un sentido lineal, clásico. El texto es fragmentario, toma la forma de la propia ansiedad: se lanzan imágenes, canciones, movimientos, diálogos, escenografía de manera tan compulsiva como la propia enfermedad. El trabajo de la actriz parte de su propio vivir, sentir, estar en este mundo. Creo que nadie pondría eso en duda (¿serviría de algo?). Parte, dije, pero, ¿llega a algún lado? Las imágenes que propone son estéticas, de eso no cabe duda: el globo que puede ver, la escenografía de caligrafía convulsa, colores milimétricamente pensados, explotar de sensaciones y sonidos, el cuerpo desatado: el cuerpo cansado, el cuerpo que sabe moverse, el cuerpo que no lo sabe; la masa petrificante de la propia muerte, respirando, presente.

Las imágenes están sumamente bien logradas. Pero en eso se quedan: imágenes. Casi como el ejercicio actoral que explora un escenario antes de proponer una obra concreta. El espectador sale del teatro y su concepto de ansiedad no ha cambiado: a lo sumo dice algo como “pobre chica, sufre la enfermedad de la modernidad”. No llega a la empatía, peor a la problematización. Vuelvo a la cuestión inicial: ¿si Samadi le hubiera cambiado de nombre a su personaje le hubiese quitado fuerza a la propuesta?, es decir, ¿qué sentido había en afirmar que era ella la que sufrió lo sufrido y no cualquier otro?, ¿le aumentaba fuerza? En suma, ¿su sinceridad fue suficiente para sustentar la propuesta?

De inicio la respuesta es que no: la sinceridad, en este caso no aportó (no significa que así es siempre, en la presencia autobiográfica de, digamos, Winner Zeballos, hay un matizar su propia subjetividad poniéndola entre la de sus actores, burlándose de sí mismo, potenciando a cada voz; y ni poner en escena a un Unamuno o una Pizarnik), como hay otros casos que el “no ser sincero” tampoco resta (por ejemplo, Los gritones, de Roberto Valcárcel, obra que retrata la dictadura y que él mismo afirma haber hecho para ganar una bienal y no por verdadero interés en el tema, aclaración importante: ganó; y ni hablar de un Baudelaire que se burla de las lecturas biográficas). Igual de “sincero” es el machista que pone su ideología en escena y no por eso es válida. ¿Qué le falta a la sinceridad para decir? Trabajo, matiz, visión crítica: esto faltó en la propuesta de Samadi, pero eso uno solo lo gana con práctica y ya con ansias yo espero ver su siguiente trabajo.

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Forzadas lecturas

Cinco obras ofrece Manual de la mala conducta. Las funciones se presentan en Casa Mágica, hasta hoy

/ 27 de febrero de 2019 / 04:00

La Casa Mágica (Jenaro Sanjinés 799) abre sus puertas para algo que hace falta en nuestra ciudad: un multiteatro. Es cierto que por ahora sus instalaciones son improvisadas, pero quién sabe si el tiempo y la convicción cambian esto. La propuesta promete, el público asiste, la organización es impecable: hay un encargado por sala, gente que mantiene el orden en las filas, todo va por buen camino. Pero algo ya me suena raro… ¿las obras duran 15 minutos?, ¿están escritas y dirigidas por una sola persona (Iván Cornejo, del elenco teatral Manual de la mala conducta)?, ¿acaso no se hace un multiteatro justamente por la variedad, por la posibilidad de escoger?, ¿si están trabajadas bajo un mismo código, por qué no se las presenta juntas, en una sola sala?, ¿qué aporta el multiteatro al arte teatral que no sea más entradas vendidas?

Veo tres de cinco obras. La estructura es casi idéntica: una pelea de pareja llena de palabras floridas, de gritos, que pone al hombre en el rol del débil, del sumiso, del sin dinero, y a la mujer en el rol de la fuerte, de la que golpea (cuando se habla de rol, siempre se habla, de todos modos, de cliché: plato común de todas las mesas). Es decir, los roles habituales del patriarcado se dan la vuelta y eso es lo que genera risa: que se sabe la situación absurda, imposible para nuestras mentes de espectadores colonizados. Nótese un detalle: la mujer es siempre la mala (por pedir dinero para mantener al hij@: solo piensa en la plata); el hombre, en cambio, (a pesar de ser infiel) es siempre el santo, se lo redime en todas las ocasiones, una de las obras (Jala la cadena, donde actúa el propio Cornejo) acaba con la mujer confesándole al hombre que ella ya estaba embarazada de otro antes de conocerlo. Lo que llama la atención, quizás, no es eso, sino que los espectadores acuden, se divierten, ríen sin poder controlarlo. Intento entonces una lectura a contrapelo (para no hacer llorar tanto a Judith Butler).

Los actores saben que están poniendo el machismo en escena, que están elogiando un heteropatriarcado que saben caduco: lo ponen en escena con ironía, se aprovechan de él. Como Shakespeare, diría René Girard, que pone en Hamlet aparentemente una oda a la venganza, pero para la persona atenta o ya advertida se nota su rechazo hacia la misma. Es por eso que se elige en la obra el código de la sobreactuación: los actores gritan deshaciendo sus gargantas (no con diafragma); se tiran puertas; se camina de un lado al otro pisando fuerte el piso de madera. Es por eso que, a pesar de usar ambientaciones naturalistas, las situaciones rayan en lo inverosímil (en Una cita de mierda, la actriz sale por primera vez con alguien que conoció por redes sociales y que le dijo que medía 1,80, era rubio, bello, hermoso; al llegar ve a un típico paceño de no más de metro sesenta, ella se preocupa por su dinero, al enterarse de que es administrador de todos los baños públicos de la ciudad se va con él, ahí acaba la obra, se suponen las relaciones sexuales: ella es cuerpo, él es billete).

Entonces se puede decir que ellos se vuelven espejos conscientes, críticos, de una sociedad que no ha salido de la estructura que los oprime. Así como un experimento social que evidencia pero no corrige, acto que sí hacen, por ejemplo, las Kory Warmis en su hermoso Déjà vu.

Demasiado forzado. Intento otra lectura a contrapelo. Los actores no saben nada, ponen de forma inconsciente su propio machismo en el escenario. Los espectadores, en cambio, sí notan la estructura ideológica, retrógrada, de las obras. Se ríen porque los teatreros hacen el ridículo al pensar que alguien podría reírse de un chiste así. No se ríen del chiste en sí. Como en Maldito condón, cuando la mujer golpea al hombre porque éste se niega a darle 300 bolivianos para que se vaya con su nuevo novio. ¿Quién se reiría de la violencia, de los golpes, de una situación tan real? “Nadie”, se responde el público; “todos”, se responden los teatreros. Esa respuesta hace que el público la pase bomba, ver la estupidez del otro puesta en escena.

Ambas lecturas son, como habrá podido notar el atento lector, forzadas. Lo cierto es que seguimos viviendo en un heteropatriarcado que se pone en evidencia cuando uno entra en estas salas. Y no juzgo a los teatreros o a los espectadores, no es (solamente) culpa de ellos y todos tenemos derecho a equivocarnos. Culpo a un sistema educativo que no ha implementado educación emocional (y por lo tanto, también, sexual) en sus aulas. Culpo a un presidente que se regocija en hacerse un museo a sí mismo. Culpo a una colonia que todavía no se nos ha salido de la cabeza. Y afirmo, en contradicción de muchas de mis otras reseñas, que si el arte ha de tener una moral, la única que yo le permitiría sería una moral feminista. Porque la moral feminista, es la moral de la ética.

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