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Mozart o la armonía de la naturaleza

En la vida corriente, sin embargo, no era más que un buen muchacho, nada guapo, un poco basto a pesar de su extraordinaria vivacidad y que gustaba de los juegos más pueriles. La transfiguración que produjo en él la música resulta maravillosa, puesto que elevó a un grado de pureza y de hermosura sublime una naturaleza que, de no ser por su genio, en nada le distinguía de los chicos que jugaban con él en el patio de su casa de la Getreidegasse”. Así presenta el biógrafo francés Marcel Brion la figura de Wolfgang Amadeus Mozart en su libro titulado sencillamente Mozart (editorial Vergara, Buenos Aires, 2006).

Hay una bruma que se tiende en la vida del gran músico, bruma que cubre acontecimientos de sus primeros años y de sus últimos días, pero el académico Marcel Brion, autor de una veintena de biografías de artistas y músicos, fue capaz de reconstruir la vida del maestro de Salzburgo apelando a documentos reales y al estudio de la misma obra mozartiana. Pero este libro no contiene solamente la biografía de un hombre (contenido que ya es bastante para un libro), sino que también pinta un cuadro completo de lo que fueron los ambientes artístico, cultural e incluso político de la Europa del siglo XVIII. Un libro, en suma, que abrirá nuevas perspectivas de conocimiento.

Pero hablemos ahora un poco del biografiado. Un niño alegre, vivo y a veces ingenuo (más ingenuo de lo que es un niño normal), pero, más allá de todo, un niño prodigio. Aunque todavía no se sabía de su genio, era ya sin dudas un grandioso talento imberbe. Su padre había puesto todas sus esperanzas, incluso las de su familia, en aquel chiquillo que era capaz de hacer arreglos musicales en cuestión de minutos y de tocar deliciosamente el clavecín con los ojos vendados.

Leopold, el padre, le llevó en una gira por las principales cortes y mansiones de grandes señores, pero los intensos viajes menoscabarían la salud del pequeño músico. Por aquella época los viajes eran muy incómodos porque los caminos, casi de herradura, se hacían albañales en invierno y nubes de arena en el verano. Los coches se volcaban y los ejes de sus ruedas se quebraban con mucha facilidad. Así creció el niño, y junto con su música que iba madurando en cuanto a forma y fondo, se iba haciendo un joven. Componía sin parar (llegó a componer más de 600 piezas) y leía uno que otro libro de filosofía y literatura. Los Mozart tenían una pequeña biblioteca que contenía obras selectas de los pioneros del pensamiento y la filosofía, y de ella tomaba de vez en cuando el joven Wolfgang uno que otro texto para leer en sus momentos de ocio.

Algo interesante de este libro de Brion es que recoge muchos fragmentos de cartas, tanto del músico como de personas de su entorno, y contiene interiorizaciones en la obra de Mozart, es decir, interpretaciones de fondo, más que de forma, de su música. Esto ocurre, sobre todo, en la exégesis que Brion hace de óperas como Don Giovanni, La flauta mágica, Las bodas de Fígaro y El rapto en el serrallo.

Wolfgang era, como la mayoría de los grandes, un hombre que llevaba, aparte del demonio de la creación y del ingenio, el espectro del amor dentro de sí. Vivía embelesado por las mujeres, pero halló solamente en una, en Constanza, a la mujer ideal para su vida. A pesar de ello, hombre de un alma voluble al fin, en un momento se resistió al matrimonio. “Si en toda mi vida he pensado en el matrimonio, ¡mucho menos ahora! Es cierto que nada desearía más que casarme con una mujer rica, pero, aunque ahora pudiese encontrar la felicidad en el matrimonio, me sería imposible consagrarme a él, porque tengo otras cosas en la cabeza”, escribía con un dejo de indignación el músico al padre que le reprochaba.

Eso, como un general panorama, en cuanto a su vida sentimental. Pero su trabajo estaba sobre todo. Trabajaba intensamente y sin descanso, por las mañanas, encerrado en su habitación.

Su situación económica siempre fue difícil, cuando no crítica. Era un hombre manirroto que no sabía llevar bien las cuentas del hogar, o más bien un hombre bastante ingenuo para las finanzas; su matrimonio fue difícil en el sentido de que le descompaginó la vida a la que ya se había acostumbrado, quizá un poco licenciosa; amaba las recepciones sociales, en las que siempre se gastaba un dineral, y se hizo de muchas relaciones honorables entre la aristocracia. Instalado en Viena, trató de ganarse la vida como profesor de música de unos pocos alumnos. Era religioso aunque no ortodoxo, sino más bien un creyente místico, podría decirse, como tantos otros genios, como Von Goethe. Tuvo aproximaciones a la francmasonería pero se identificó siempre con la religión del Vaticano.

Para un hombre que captó el movimiento armónico de los cuerpos celestes y la armonía del universo, para ese que plasmó tal matemática en un arte que jamás será superado, nada es suficiente, ni todos los honores.

Mozart es, para el que escribe esto y para el autor del libro que hemos reseñado, un santo. No puede no serlo. No puede ser otra cosa. “Mozart no se toca, Mozart es sagrado”.