10 años de Efecto Mandarina
El recorrido de la banda de jazz se ha caracterizado por el virtuosismo de los integrantes y por la personalidad única del grupo.
La primera vez que escuché hablar de Efecto Mandarina, mi amigo Boris, que tocaba vientos y ahora terminó viviendo en la ciudad de Santa Cruz, era un ensamble que armó para hacer, en sus palabras, un jazz más tecno y más moderno y oxigenar la movida. Pasaron los días y una noche me tocó poder verlos en un café bar, de esos lugares que abren unos cuantos meses en Sopocachi, los necesarios para hacerse míticos, que se llamaba El Café de Nadie. Al verlos, lo primero que recuerdo que me impresionó fue la juventud de los músicos, y lo segundo la solvencia de cada uno de ellos. Con quien estaba esa noche me dijo que le parecía un jazz demasiado lounge, como yo no estaba para nada de acuerdo, terminamos discutiendo sobre lo pertinente o no de ese término, y de los alcances y límites del jazz, así como de los alcances y límites del rock.
Pasaron varios meses y después —gracias y de la mano de mi hijo Alejandro— fuimos a verlos en el escenario del viejo El Desnivel, que estaba en la parte de abajo de la entonces casa del colega y amigo cineasta Antonio Eguino en la Capitán Ravelo. Ahí la banda ya era, con la formación, el Efecto Mandarina que todos conocemos: ellos hacían versiones de stándares con mayor solvencia y sobre todo con dos cosas muy difíciles de conseguir para los músicos: perder el respeto al maestro, pero serle fiel a su espíritu; sin miedo al jazz ni a la música popular, incluida la cumbia. Ellos, cada uno a su manera, ya eran dueños y tenían conciencia de su solvencia como ejecutantes, pero sin perder el buen humor lograban ensamblar de manera casi natural.
La mejor de las sorpresas era cómo conectaban con el público, con todo tipo de público, desde los más ortodoxos amantes del jazz, hasta los más jóvenes; desde los roqueros hasta los troveros. La calidad permitía ese consenso.
Después vinieron las giras y los conciertos más grandes, en los festivales de jazz en la ciudad de La Paz, con el Teatro Municipal rebalsando, donde cada una de las presentaciones tenía una unidad, una suma de detalles puestos en su lugar justo y preciso, una manera particular de encararse que los hacía únicos e irrepetibles; tal vez por eso sus mejores discos sean los que se han grabado juntos, creando una sinergia entre su capacidad música y toda la gente alrededor que colaboraba y le daba esa magia a cada participación. Y su público lo sabía y hacía en que cada una de sus presentaciones se revienten las taquillas.
Transitaron todos los caminos, cada vez acercándose al pop o haciendo un jazz menos tradicional, y empezaron a cantar sus propias composiciones sin perder, sino reforzando, la conexión con la platea. A los conciertos se sumaron la carrera individual de cada uno de ellos y los videoclips, como un lugar natural de esa sinergia que ellos crearon.
Para después entrar en la polémica, los ortodoxos reclamando más síncopa y apego a las tradiciones del jazz, los roqueros menos técnica y más energía, los trovadores más letras y menos improvisaciones, las radios temas más cortos; ellos por suerte siguieron con la premisa de seguir divirtiéndose a toda costa, por el bien de la música.
Y todavía esperamos que lo mejor del Efecto Mandarina está por venir.