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10 años de Efecto Mandarina

El recorrido de la banda de jazz se ha caracterizado por el virtuosismo de los integrantes y por la personalidad única del grupo.

/ 26 de septiembre de 2018 / 05:02

La primera vez que escuché hablar de Efecto Mandarina, mi amigo Boris, que tocaba vientos y ahora terminó viviendo en la ciudad de Santa Cruz, era un ensamble que armó para hacer, en sus palabras, un jazz más tecno y más moderno y oxigenar la movida. Pasaron los días y una noche me tocó poder verlos en un café bar, de esos lugares que abren unos cuantos meses en Sopocachi, los necesarios para hacerse míticos, que se llamaba El Café de Nadie. Al verlos, lo primero que recuerdo que me impresionó fue la juventud de los músicos, y lo segundo la solvencia de cada uno de ellos. Con quien estaba esa noche me dijo que le parecía un jazz demasiado lounge, como yo no estaba para nada de acuerdo, terminamos discutiendo sobre lo pertinente o no de ese término, y de los alcances y límites del jazz, así como de los alcances y límites del rock.

Pasaron varios meses y después —gracias y de la mano de mi hijo Alejandro— fuimos a verlos en el escenario del viejo El Desnivel, que estaba en la parte de abajo de la entonces casa del colega y amigo cineasta Antonio Eguino en la Capitán Ravelo. Ahí la banda ya era, con la formación, el Efecto Mandarina que todos conocemos: ellos hacían versiones de stándares con mayor solvencia y  sobre todo con dos cosas muy difíciles de conseguir  para los músicos: perder el respeto al maestro, pero serle fiel a su espíritu; sin miedo al jazz ni a la música popular, incluida la cumbia. Ellos, cada uno a su manera, ya eran dueños y tenían conciencia de su solvencia como ejecutantes, pero sin perder el buen humor lograban ensamblar de manera casi natural.

La mejor de las sorpresas era cómo conectaban con el público, con todo tipo de público, desde los más ortodoxos amantes del jazz, hasta los más jóvenes; desde los roqueros hasta los troveros. La calidad permitía ese consenso.

Después vinieron las giras y los conciertos más grandes, en los festivales de jazz en la ciudad de La Paz, con el Teatro Municipal rebalsando, donde cada una de las presentaciones tenía una unidad, una suma de detalles puestos en su lugar justo y preciso, una manera particular de encararse que los hacía únicos e irrepetibles; tal vez por eso sus mejores discos sean los que se han grabado juntos, creando una sinergia entre su capacidad música y toda la gente alrededor que colaboraba y le daba esa magia a cada participación. Y su público lo sabía y hacía en que cada una de sus presentaciones se revienten las taquillas.

Transitaron todos los caminos, cada vez acercándose al pop o haciendo un jazz menos tradicional, y empezaron a cantar sus propias composiciones sin perder, sino reforzando, la conexión con la platea. A los conciertos se sumaron la carrera individual de cada uno de ellos y los videoclips, como un lugar natural de esa sinergia que ellos crearon.

Para después entrar en la polémica, los ortodoxos reclamando más síncopa y apego a las tradiciones del jazz, los roqueros menos técnica y más energía, los trovadores más letras y menos improvisaciones, las radios temas más cortos; ellos por suerte siguieron con la premisa de seguir divirtiéndose a toda costa, por el bien de la música.

Y todavía esperamos que lo mejor del Efecto Mandarina está por venir.

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Piel que no se arrugará

Las obras que Andrés Bedoya expone en ‘Presente’ persistirán en el tiempo porque gritan con voz propia, calan hondo y orillan todas las fronteras

/ 30 de abril de 2017 / 04:00

Debo confesar dos cosas, la primera que no es lo mío escribir y ser crítico de ningún arte ni expresión cultural, y me gustaría que se escriba y critique mucho más de las cosas que suceden en nuestra ciudad. Y la segunda es que tal vez por intoxicación de la décadas de los 80 y 90, es que gusto y disfruto mucho más de las maneras tradicionales de las artes plásticas —como el dibujo, la pintura y los grabados— que las instalaciones, los happenings y otros híbridos del arte conceptual. Por ejemplo, creo que el dibujo es el camino más rápido para dialogar con sensibilidades artísticas o, por poner otro ejemplo, muchas instalaciones y objetos, si no están muy por encima de lo habitual y con perfección técnica en la construcción, me suelen dejar un sabor a engaño y a veces a timo.

Son gustos personales. Nacen tal vez por ver que la mayor de las veces en el arte conceptual —las instalaciones, y muchos los objetos que se presentan en salones y galerías— el ingenio, la chispa o la astucia de una sola idea quieren disfrazarse de genio, talento y temperamento, acción que se ve inmersa, quizás, en la paradoja de que el arte conceptual exige lo mejor del artista, su mejor performance en algo destinado a lo efímero.

Por todo eso es que voy —como un señor del siglo pasado, con mucho miedo— a las inauguraciones plásticas, al cine y al teatro. Más aún ahora que presiento estamos en un periodo de devaluación de las expresiones artísticas, donde la cultura aguanta todo y los medios de comunicación —cuando la toman en cuenta por razones prácticas— suelen confundir la pizza con la pasta y se mezclan todas las cosas: “revolcaos en un merengue, y en un mismo lodo todos manoseaos” como en el tango Cambalache.

En cambio, cuando entré, cargado de todos mis miedos y prejuicios, al Centro Cultural de España en La Paz a visitar la exposición de Andrés Bedoya, Presente, me invadió un buen sentimiento, una satisfacción plena de ver que en cada obra hay un trabajo detrás, un tiempo de maduración, una apuesta, una reflexión y una búsqueda; pero que todo eso solo es el cimiento del trabajo, porque el resultado no es solamente técnico, laborioso, que convoca a la razón, sino que cada obra habla con lo que debe hablar el arte, toca los sentidos, provoca e invita a evocar a cada espectador territorios propios e íntimos. Es decir, para ser más precisos, grita con voz propia, como debe hacer la obra de arte.

Y tengo la sospecha que algunas de las obras expuestas en Presente, por su contundencia, formarán parte de las obras clásicas del arte en nuestra sociedad, como lo fueron aquellas sillas ensangrentadas con vendas y la serie de dibujos hechos a lápiz sobre madera de gente amordazada gritando que Roberto Varcárcel y Gastón Ugalde presentaron a finales de los años 70 en el Museo Nacional de Arte. Porque las obras de Bedoya son de las que orillan las fronteras de la vida y la muerte, transitan entre la presencia y el olvido, entre el placer y el dolor, entre lo tradicional y lo nuevo.

Sobre todo quedará en mi memoria —e imagino que en la de muchos— la obra hecha con clavos sobre una piel, que muestran un extraño encuentro entre el duro metal ordenado y pulcro y el pedazo de cuero natural, libre y frágil. O el inmenso gobelino mortuorio hecho con cabellos negros que muestran no solo un símbolo de la muerte sino un objeto de arte que la evoca. Y las masiva presencia de llauris, pulcramente ordenados sosteniendo una cascada de cáscaras de naranja, que es una de las más sólidas reflexiones sobre el objeto de arte y sobre el tiempo que se haya visto antes en esta ciudad. Todas ellas son obras que van a persistir, obras que calan hondo en quien las cata.

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