Wednesday 24 Apr 2024 | Actualizado a 21:23 PM

‘After Velázquez’, de Fernando Casas

Un análisis de la obra del artista y doctor en Filosofía que propone un diálogo con ‘Las Meninas’.

/ 3 de octubre de 2018 / 06:54

El cuadro es de grandes dimensiones. Pero no es el tamaño lo que nos inquieta al acercarnos, sino la actitud de los personajes. Varios de ellos nos miran fijamente, incorporándonos al grupo. Desde el centro nos observa una muchacha rubia. De inmediato llama nuestra atención una figura lateral que también pone la mirada en nosotros. En las manos sostiene una paleta y un pincel: es el pintor. No sabemos si nos estudia o si está molesto, acaso porque interrumpimos su trabajo. Puede ser esto. El cuadro representa el ambiente en el que trabaja este hombre que tiene, justo delante suyo, el caballete sobre el cual parece haber estado concentrado hasta ese momento.

La escena es eso, un momento, un instante. Hay una puerta que un hombre está a punto de atravesar y su movimiento ha sido detenido en la imagen de este instante. Incluso el encuadre general nos sugiere algo de apuro, ya que una gran parte del lienzo representa el techo, sin detalle digno de observar.

Al fondo hay un espejo.

Hasta aquí, la descripción puede estar referida tanto al admirado cuadro Las Meninas, de Diego Velázquez, como al reciente Interior with disappearing mirror – After Velázquez de Fernando Casas. Entre ambos hay más de 350 años de distancia.

Pese a ser un simple espectador que no tiene experiencia ni estudios en arte ni en filosofía, me he sentido sin embargo intrigado por este diálogo que atraviesa siglos y se asienta en la pantalla que tengo al frente.

Las Meninas es una de las obras más importantes de la pintura universal. Se encuentra en el Museo de El Prado de Madrid, y fue pintada por Velázquez en 1656. Contiene un retrato de la Princesa Margarita acompañada de sus sirvientes y un autorretrato del propio Velázquez. En el espejo del fondo se reflejan los reyes. No se sabe si están posando para un retrato o si han interrumpido la escena. Tampoco se sabe lo que está pintando Velázquez. La pequeña princesa parece estar posando pero puede haber entrado a mirar cómo trabaja don Diego.

Esta obra lleva inquietando al espectador desde su primera presentación. Muchos pintores, como Picasso y Dalí, han dialogado con ella reproduciéndola o desmenuzándola a su estilo. Y muchos filósofos le han dedicado análisis extraordinarios, como Foucault.

Fernando Casas tampoco pudo eludir la seducción de Las Meninas y ahora, en plena madurez intelectual y artística, presenta su propio diálogo con la obra, encabezando una muestra en la Galería Gremillion de Houston, inaugurada el 13 de septiembre, casi como una celebración a su Cochabamba natal.

La obra de Casas no es una reproducción de Las Meninas en otro estilo, ni una reinterpretación de sus mensajes.

La muchacha rubia al centro del cuadro no es una niña ni tiene cortesanas que la atiendan. El perro descansa apacible en primer plano pero sin que nadie lo moleste. El hombre en la puerta está claramente en actitud de entrar a la habitación y mira su reloj, como impaciente por alguna demora. El pintor parece observarnos con intensidad y tal vez algo de furia o mucha concentración. No lleva traje de caballero como don Diego, sino una polera vieja, pantalones sucios de los pinceles que seguramente limpia con apuro, y los pies descalzos. A diferencia del cuarto de Velázquez, en éste no hay pinturas en las paredes sino objetos artesanales: algunas chuspas, una zampoña, una máscara (tal vez recordando las que el propio Casas diseñó para una puesta en escena de poemas de Eduardo Mitre, décadas atrás). Hay también una imitación de la cabeza de toro que hizo Picasso con restos de una bicicleta. No están los varios personajes que miran y hablan alrededor de la muchacha en la obra de Velázquez sino solamente uno, que camina a trancos largos y mira sonriente la escena, como si fuera el único que sabe lo que sucede.

La composición del cuadro es más bien horizontal, en tanto que el de Velázquez es vertical. Y mientras en éste el pintor y su caballete se encuentran al lado izquierdo, en la obra de Casas están al derecho, afirmando que esta obra es, a su modo, un reflejo de aquélla.

Por supuesto, tampoco están los reyes, ni siquiera borrosamente reflejados en un espejo. Pero hay espejo y está, también, al fondo del cuadro.

La obra de Casas, como lo fue la de Velázquez hace siglos, también se adentra en el estudio de la perspectiva.

Casas dedicó una parte importante de su trabajo a la perspectiva. Ha publicado sus investigaciones sobre la perspectiva polar, o la idea de la esfera plana, en la que se representan las tres dimensiones del mundo visual, más el tiempo, pero solamente en las dos dimensiones que tiene el papel de dibujo o el lienzo en que pinta. Casas nos hace notar que los límites de nuestra mirada definen nuestro mundo visual como una esfera, como una burbuja diría él, y para representar gráficamente esa esfera es que ha desarrollado todo un modelo de perspectiva. Podríamos también decir —aunque nos alejemos de la precisión matemática—, que Casas dibuja lo que se refleja en el ojo, la esfera primordial, antes de que la mente reconstruya las imágenes añadiéndoles nuestra experiencia. Es en la mente donde reconstruimos las líneas rectas como rectas, pero ellas se reflejaron primero como curvas en la retina, que es esférica.

Este cuadro se basa en la perspectiva polar pues toda la escena está contenida en un óvalo, con las figuras luciendo algo distorsionadas por las líneas que se fugan o concentran para representarlas, hasta que concentramos la vista en una parte y nos deslumbra su nitidez y realismo.

Valga esta pequeña referencia a la perspectiva de Casas para reconocer, al fondo del cuadro, en la esfera que parece adentrarse en el bosque, al espejo. Ese espejo parece mostrar lo que está al otro lado de la habitación en que se desarrolla la escena. No hay nada en ella más que ventanas y otro óvalo en el que parece reflejarse la escena del cuadro. Puede incluso ser el cuadro mismo, ya terminado y colgado en la pared, en cuyo caso el espejo reflejaría otro momento, otro tiempo.

En el espejo no están los reyes, ni como modelos ni como espectadores. Tampoco estamos nosotros pese a que las miradas de la mujer, del pintor y de los perros nos informan que somos parte de ese instante.

¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos?

A diferencia del cuadro de Velázquez, que nos deja para siempre con la intriga de saber qué es lo que estaba pintando, en el cuadro de Casas lo sabemos. Casas está pintando este cuadro que ahora vemos. No solamente vemos la espalda del caballete sino que podemos verlo también de frente aunque ladeado y borroso, al lado derecho del cuadro. Las sombras y luces tienen la misma composición de la escena que vemos con tanto detalle. Y si observamos con detenimiento el espejo que se ve al fondo, dentro de la esfera en fuga, veremos que ahí se refleja toda la escena. O todo el cuadro.

En realidad, casi todo podría ser un reflejo pues el pintor sostiene el pincel con la mano izquierda. Aunque leemos los títulos de los libros y no están al revés, lo que parece contradecir esa conclusión. Pero ahora prestamos atención a un detalle fundamental. Cuando vemos a la derecha el cuadro a medio pintar, también vemos el torso y los brazos del pintor, sosteniendo el pincel pero esta vez en la mano derecha. Tiene la paleta en la izquierda. Encima del torso no hay nada, solo un círculo sin detalles. Es el punto ciego de la mirada del pintor, lo que él no puede ver, salvo si se encuentra frente al espejo: su cabeza, su rostro, ¿su yo?

Casas está reflejado en el espejo a través del cual pinta la escena, pero está también fuera del espejo, pintando la escena. Los personajes, entonces, ¿están detrás suyo y él solamente los ve por el espejo? Como observamos antes, la esfera con el espejo reflejando la habitación vacía tendría entonces que ser otro momento —cuando el cuadro ya ha sido terminado—, lo que implicaría que el tiempo también ha sido “pintado” en este cuadro.

¿Dónde estamos? ¿Qué somos? Nos preguntamos una vez más. El espejo no nos refleja y tampoco la habitación vacía, pero las miradas nos señalan algo que es indudable: estamos ahí.

En el cuadro de Velázquez los espectadores somos atraídos hacia el cuadro por las miradas del pintor y de la niña. Me da la impresión de que en ese cuadro los espectadores somos un espejo. No estamos como personas en la escena pero la vemos completa. Vemos incluso a los que podrían estar al lado nuestro, los reyes que miran la misma escena, o que posan para el pintor, y que aparecen reflejados en el otro espejo. Somos el espejo que mira Velázquez frente a sí mismo y por eso no sabemos lo que pinta.

En el cuadro de Casas no somos el espejo porque toda la escena está dentro del espejo. Tampoco somos el pintor, obviamente. Pero sí estamos escondidos en su punto ciego, en aquello que él no ve: su propia mirada. Sabemos muy bien lo que pinta y estamos tan fuera del cuadro como el celular que marca el instante apoyado en el caballete (son las 2.11 pm).

Los verdaderos protagonistas en la obra somos nosotros, convertidos en la mirada del pintor. Este no nos muestra nada, nos convierte en su mirada. Por eso estamos en la escena pero solo nosotros lo sabemos. Los personajes nos miran pero no lo saben.

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‘After Velázquez’, de Fernando Casas

Un análisis de la obra del artista y doctor en Filosofía que propone un diálogo con ‘Las Meninas’.

/ 3 de octubre de 2018 / 06:54

El cuadro es de grandes dimensiones. Pero no es el tamaño lo que nos inquieta al acercarnos, sino la actitud de los personajes. Varios de ellos nos miran fijamente, incorporándonos al grupo. Desde el centro nos observa una muchacha rubia. De inmediato llama nuestra atención una figura lateral que también pone la mirada en nosotros. En las manos sostiene una paleta y un pincel: es el pintor. No sabemos si nos estudia o si está molesto, acaso porque interrumpimos su trabajo. Puede ser esto. El cuadro representa el ambiente en el que trabaja este hombre que tiene, justo delante suyo, el caballete sobre el cual parece haber estado concentrado hasta ese momento.

La escena es eso, un momento, un instante. Hay una puerta que un hombre está a punto de atravesar y su movimiento ha sido detenido en la imagen de este instante. Incluso el encuadre general nos sugiere algo de apuro, ya que una gran parte del lienzo representa el techo, sin detalle digno de observar.

Al fondo hay un espejo.

Hasta aquí, la descripción puede estar referida tanto al admirado cuadro Las Meninas, de Diego Velázquez, como al reciente Interior with disappearing mirror – After Velázquez de Fernando Casas. Entre ambos hay más de 350 años de distancia.

Pese a ser un simple espectador que no tiene experiencia ni estudios en arte ni en filosofía, me he sentido sin embargo intrigado por este diálogo que atraviesa siglos y se asienta en la pantalla que tengo al frente.

Las Meninas es una de las obras más importantes de la pintura universal. Se encuentra en el Museo de El Prado de Madrid, y fue pintada por Velázquez en 1656. Contiene un retrato de la Princesa Margarita acompañada de sus sirvientes y un autorretrato del propio Velázquez. En el espejo del fondo se reflejan los reyes. No se sabe si están posando para un retrato o si han interrumpido la escena. Tampoco se sabe lo que está pintando Velázquez. La pequeña princesa parece estar posando pero puede haber entrado a mirar cómo trabaja don Diego.

Esta obra lleva inquietando al espectador desde su primera presentación. Muchos pintores, como Picasso y Dalí, han dialogado con ella reproduciéndola o desmenuzándola a su estilo. Y muchos filósofos le han dedicado análisis extraordinarios, como Foucault.

Fernando Casas tampoco pudo eludir la seducción de Las Meninas y ahora, en plena madurez intelectual y artística, presenta su propio diálogo con la obra, encabezando una muestra en la Galería Gremillion de Houston, inaugurada el 13 de septiembre, casi como una celebración a su Cochabamba natal.

La obra de Casas no es una reproducción de Las Meninas en otro estilo, ni una reinterpretación de sus mensajes.

La muchacha rubia al centro del cuadro no es una niña ni tiene cortesanas que la atiendan. El perro descansa apacible en primer plano pero sin que nadie lo moleste. El hombre en la puerta está claramente en actitud de entrar a la habitación y mira su reloj, como impaciente por alguna demora. El pintor parece observarnos con intensidad y tal vez algo de furia o mucha concentración. No lleva traje de caballero como don Diego, sino una polera vieja, pantalones sucios de los pinceles que seguramente limpia con apuro, y los pies descalzos. A diferencia del cuarto de Velázquez, en éste no hay pinturas en las paredes sino objetos artesanales: algunas chuspas, una zampoña, una máscara (tal vez recordando las que el propio Casas diseñó para una puesta en escena de poemas de Eduardo Mitre, décadas atrás). Hay también una imitación de la cabeza de toro que hizo Picasso con restos de una bicicleta. No están los varios personajes que miran y hablan alrededor de la muchacha en la obra de Velázquez sino solamente uno, que camina a trancos largos y mira sonriente la escena, como si fuera el único que sabe lo que sucede.

La composición del cuadro es más bien horizontal, en tanto que el de Velázquez es vertical. Y mientras en éste el pintor y su caballete se encuentran al lado izquierdo, en la obra de Casas están al derecho, afirmando que esta obra es, a su modo, un reflejo de aquélla.

Por supuesto, tampoco están los reyes, ni siquiera borrosamente reflejados en un espejo. Pero hay espejo y está, también, al fondo del cuadro.

La obra de Casas, como lo fue la de Velázquez hace siglos, también se adentra en el estudio de la perspectiva.

Casas dedicó una parte importante de su trabajo a la perspectiva. Ha publicado sus investigaciones sobre la perspectiva polar, o la idea de la esfera plana, en la que se representan las tres dimensiones del mundo visual, más el tiempo, pero solamente en las dos dimensiones que tiene el papel de dibujo o el lienzo en que pinta. Casas nos hace notar que los límites de nuestra mirada definen nuestro mundo visual como una esfera, como una burbuja diría él, y para representar gráficamente esa esfera es que ha desarrollado todo un modelo de perspectiva. Podríamos también decir —aunque nos alejemos de la precisión matemática—, que Casas dibuja lo que se refleja en el ojo, la esfera primordial, antes de que la mente reconstruya las imágenes añadiéndoles nuestra experiencia. Es en la mente donde reconstruimos las líneas rectas como rectas, pero ellas se reflejaron primero como curvas en la retina, que es esférica.

Este cuadro se basa en la perspectiva polar pues toda la escena está contenida en un óvalo, con las figuras luciendo algo distorsionadas por las líneas que se fugan o concentran para representarlas, hasta que concentramos la vista en una parte y nos deslumbra su nitidez y realismo.

Valga esta pequeña referencia a la perspectiva de Casas para reconocer, al fondo del cuadro, en la esfera que parece adentrarse en el bosque, al espejo. Ese espejo parece mostrar lo que está al otro lado de la habitación en que se desarrolla la escena. No hay nada en ella más que ventanas y otro óvalo en el que parece reflejarse la escena del cuadro. Puede incluso ser el cuadro mismo, ya terminado y colgado en la pared, en cuyo caso el espejo reflejaría otro momento, otro tiempo.

En el espejo no están los reyes, ni como modelos ni como espectadores. Tampoco estamos nosotros pese a que las miradas de la mujer, del pintor y de los perros nos informan que somos parte de ese instante.

¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos?

A diferencia del cuadro de Velázquez, que nos deja para siempre con la intriga de saber qué es lo que estaba pintando, en el cuadro de Casas lo sabemos. Casas está pintando este cuadro que ahora vemos. No solamente vemos la espalda del caballete sino que podemos verlo también de frente aunque ladeado y borroso, al lado derecho del cuadro. Las sombras y luces tienen la misma composición de la escena que vemos con tanto detalle. Y si observamos con detenimiento el espejo que se ve al fondo, dentro de la esfera en fuga, veremos que ahí se refleja toda la escena. O todo el cuadro.

En realidad, casi todo podría ser un reflejo pues el pintor sostiene el pincel con la mano izquierda. Aunque leemos los títulos de los libros y no están al revés, lo que parece contradecir esa conclusión. Pero ahora prestamos atención a un detalle fundamental. Cuando vemos a la derecha el cuadro a medio pintar, también vemos el torso y los brazos del pintor, sosteniendo el pincel pero esta vez en la mano derecha. Tiene la paleta en la izquierda. Encima del torso no hay nada, solo un círculo sin detalles. Es el punto ciego de la mirada del pintor, lo que él no puede ver, salvo si se encuentra frente al espejo: su cabeza, su rostro, ¿su yo?

Casas está reflejado en el espejo a través del cual pinta la escena, pero está también fuera del espejo, pintando la escena. Los personajes, entonces, ¿están detrás suyo y él solamente los ve por el espejo? Como observamos antes, la esfera con el espejo reflejando la habitación vacía tendría entonces que ser otro momento —cuando el cuadro ya ha sido terminado—, lo que implicaría que el tiempo también ha sido “pintado” en este cuadro.

¿Dónde estamos? ¿Qué somos? Nos preguntamos una vez más. El espejo no nos refleja y tampoco la habitación vacía, pero las miradas nos señalan algo que es indudable: estamos ahí.

En el cuadro de Velázquez los espectadores somos atraídos hacia el cuadro por las miradas del pintor y de la niña. Me da la impresión de que en ese cuadro los espectadores somos un espejo. No estamos como personas en la escena pero la vemos completa. Vemos incluso a los que podrían estar al lado nuestro, los reyes que miran la misma escena, o que posan para el pintor, y que aparecen reflejados en el otro espejo. Somos el espejo que mira Velázquez frente a sí mismo y por eso no sabemos lo que pinta.

En el cuadro de Casas no somos el espejo porque toda la escena está dentro del espejo. Tampoco somos el pintor, obviamente. Pero sí estamos escondidos en su punto ciego, en aquello que él no ve: su propia mirada. Sabemos muy bien lo que pinta y estamos tan fuera del cuadro como el celular que marca el instante apoyado en el caballete (son las 2.11 pm).

Los verdaderos protagonistas en la obra somos nosotros, convertidos en la mirada del pintor. Este no nos muestra nada, nos convierte en su mirada. Por eso estamos en la escena pero solo nosotros lo sabemos. Los personajes nos miran pero no lo saben.

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