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En el ‘Socavón triste’ de Ramírez Velarde

Lector: ésta es una reseña literaria, como muchas otras que se publican en este suplemento, y a la vez una experiencia o una anécdota personal, relacionada a un mismo tiempo con el libro cuya esencia es el eje de este trabajo breve. Entonces, leyente, estás invitado a seguir esta recensión/confidencia personal. Mezcla de ambas.

El día 30 de agosto de 2018, a las 16.40, me reuní con el expresidente Tuto Quiroga en su oficina y en tal encuentro me regaló un ejemplar de la novela Socavones de angustia (Alfaguara, 2002), publicada hace 71 años por su abuelo Fernando Ramírez Velarde. Ya había conocido el libro solo de nombre, cuando mi madre me dijo que había una novela boliviana que trataba de aunar narrativa indigenista, realismo costumbrista y literatura de las minas, y que era la única que había leído con verdadera emoción en toda su vida, sin perder el menor detalle. Pero a lo largo de los últimos años de mi vida o, a decir verdad, desde siempre, desde el primer momento en que abrí mi mente y mi espíritu al mundo de los libros, miré con preferencia especial a todo lo que fueran clásicos universales, esas obras y esos hombres que marcaron un canon artístico —eximio por demás— para todos los tiempos, y siempre, lo digo con no poca vergüenza ahora pero con sinceridad, miré con una suerte de fría indiferencia toda literatura vernacular y hasta cierto punto chovinista.

El punto es que después de mi plática con Tuto, llegué a mi casa y me tendí en mi cama para leer el libro que tenía. Quedé fascinado desde el primer momento, y no pude pegar mis párpados hasta terminar de leer la obra entera, que, en la edición que tengo, tiene 300 páginas, poco más o menos. ¿Era este tipo de literatura que me había estado perdiendo todos estos años? No lo sé, pero Socavones de angustia puede competir con las mejores obras de la región americana, tanto por su forma (pulcra y cuidada) como por su fondo (que toca los elementos más profundos de la vida humana, lo cual es el medidor o indicador más preciso de la gran literatura).

Y vi la alborada, sentado en mi habitación al lado de mi velador, con el libro en mis manos. Fue un acercamiento a la realidad de mi suelo y de mi cuna. Porque si bien lo que contaban los franceses y alemanes, relacionado con el amor, la muerte, la filosofía y el existencialismo, si bien todo eso, digo, me hacía sentir el hombre más dichoso, y si bien me deleitaba con los versos de Homero, de Horacio y de Píndaro, haciendo del arte una matemática antes que una expresión de la libertad, me había estado alejando de lo que son el dolor y la realidad de mi nación y de mi raza.

El 31 de agosto había aprendido a no subestimar la literatura de los míos, la fuerza creativa y artística que pueden tener mis hermanos de sangre y de lucha. Porque en la literatura también está el registro de lo que fueran el sudor de los mineros, la sangre de los mártires y el dolor de una madre india que trabaja y da a luz a un hombre vigoroso y soñador que ha de pelear por ser dirigente sindical o incluso diputado.

Socavones de angustia se sitúa entre el realismo y la utopía. El autor, Ramírez Velarde, además de pintar con una gran paleta de colores la realidad de una vida humana que pasa de un valle apacible a una mina implacable y gris (“vivero de la muerte”, ”galerías negras y amenazantes como bocas de monstruos hambrientos”), enjuicia los estereotipos que se tienen respecto al indio y hace, a través de uno de los personajes más fascinantes que crea (Lizarazu), una apuesta política: se pueden cambiar las estructuras estatales, pueden ser incluidos en la ley los autóctonos, pueden darse revoluciones y armarse barricadas en las calles, pero mientras el indio esté relegado de la educación y la cultura, que son los verdaderos semilleros del espíritu, el desarrollo social seguirá siendo una quimera.

Es, para el contexto latinoamericano, una novela cíclica, porque indaga los problemas que son comunes de todos los que vivimos en esta América virginal. Es la realidad del hombre que desea superarse, aun a costa de los mayores sacrificios. Es la interpelación a un sistema explotador que vive a expensar del sudor del indio, sudor que riega y fecundiza las tierras vallunas donde prosperan las mejores plantas para dar buen fruto. Es la revalorización de la mujer autóctona, cuyos senos y vientre no se aflojan a pesar de las muchas gestaciones, porque ésta deja todo para encontrar mejores días en las minas y porque, despreciada por su físico, es todavía bella y recia, como fueran las princesas de los incas.

Esta novela llegó a mi vida en un momento preciso: cuando el hombre, abrumado en una vorágine de lecturas extranjeras, debe acercarse nuevamente a su nación, a su tierra y a los suyos. Socavones de angustia logró impresionarme profundamente.