Hemingway o los rostros insaciables de la escritura
El escritor cubano Leonardo Padura aborda en ‘Adiós, Hemingway’ (2001, editorial Tusquets) la humanidad del Premio Nobel de Literatura 1954.
Quién fue Hemingway? Sí, un escritor norteamericano que ganó el Nobel de Literatura, que escribió el mundo en sus libros (África, Cuba, Estados Unidos, España, París, etc.), apasionado por la tauromaquia, por las bebidas alcohólicas, por las mujeres, por la aventura. Un escritor que terminó con su vida tras el famoso suicidio: un escopetazo que voló su cabeza. ¿Pero quién fue realmente Hemingway? ¿Fue esa estampa, ese cliché del escritor macho que se acuesta con la mayor cantidad de féminas para llenar un pozo sin fondo, que se inspira con el cerebro embotado de ron y whisky, que llama a las musas al ruedo de la vida total, a la de los extremos, al roce de la muerte? ¿O fue más bien un ser frágil, confuso y paradigmático —como muchos de los personajes de sus novelas y cuentos — que se ocultaba tras la máscara de la imagen que él mismo se había creado, la del cazador, boxeador y asesino de animales?
Leonardo Padura, escritor cubano, Premio Princesa de Asturias 2015, reconstruye en su Adiós, Hemingway, una de sus más afamadas novelas, al recordado narrador estadounidense desde la infamia: la relación de amor y odio que ha mantenido con él, Hemingway, desde hace varios años. Un enamorado de la prosa del autor de El viejo y el mar, pero un indignado por la alevosía, la furia demente y la ingratitud que demostró en las épocas más difíciles, tiempos en los cuales la reflexión de un intelectual de la talla de Ernest habrían podido inclinar la balanza para la revolución de un mundo más digno, y no así uno derrotado, cimentado en la sangre y en las traiciones.
Así como varios otros autores han hecho, Padura se vale de la ficción para recrear al semidiós que lo deslumbró y, también, encegueció. Se ayuda en un personaje: se viste de Mario Conde. Conde, que aparece en varias novelas anteriores de Padura, todas de corte policial (Máscaras, Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Paisaje de otoño), resquebraja su memoria y recicla un instante preciso de su infancia: el recuerdo de una tarde de 1960, en Cojímar, Cuba, donde vio a Hemingway en persona y, fascinado, se atrevió a saludarlo.
En la contraportada de Adiós, Hemingway, se lee: “Cuarenta años después, Mario Conde regresa a Finca Vigía, la casa museo de Hemingway en las afueras de La Habana, para enfrentarse a un extraño caso: en el jardín de la propiedad han sido descubiertos los restos de un hombre que, según la autopsia, murió de dos tiros en el pecho. Mientras Conde trata de desentrañar lo que sucedió allí en una noche decisiva de octubre de 1958, el lector asiste a los últimos años del escritor norteamericano, a sus obsesiones y a su entorno habanero, desde donde refulgen algunos objetos inquietantes, como un revólver calibre 22 que el escritor guardaba envuelto en una prenda íntima de Ava Gardner”.
Es esta la búsqueda de Conde, y por supuesto de Padura: descifrar a Hemingway o, por lo menos, intentar dibujarlo más allá de lo idealizado, de la pintura comercializada que se ha vendido por tanto tiempo.
¿Quién fue Hemingway los días previos al suicidio? Un hombre derrotado por el tiempo, por la añoranza de un pasado glamoroso, repleto de escenarios que disputaban su presencia. Un hombre envejecido y resignado a la contemplación de su cuerpo inútil, débil e innecesario para cualquier actividad en la cual se requiera la tenacidad y la fortaleza de un hombre. Un hombre que, como símbolo de aquellos años dorados, retiene en su armario el blúmer de la actriz y femme fatale Ava Gardner, una de las mujeres más hermosas del mundo en aquellos años.
Pero Padura va más allá: se remite a golpear el cuadro donde el rostro de Hemingway está detallado. Lo interpela como un ingrato —que degradó a Fitzgerald (autor de El Gran Gatsby) por la debilidad de éste frente a su esposa, la insalvable Zelda Fitzgerald; o la alevosía con la cual se refirió a Dos Passos (Manhattan Transfer), cuando le reveló sin piedad la muerte de un amigo español, que, según Hemingway, se tenía merecida por ir en contra de lo establecido en España—, o por la capacidad de cercenar cuerpos y cuerpos de animales nada más que por el placer de sentirse un ser supremo: la muerte de los toros en los espectáculos de Pamplona, los sangrientos combates de gallos que patrocinaba, la caza de leones en África, la socarronería y el desprecio para con unos, y la humildad y tolerancia para con otros.
Un Hemingway que se percibía inferior ante otros escritores (la vara más alta: Faulkner) que lo tachaban de mediocre, de facilista, de básico. Un Hemingway que se percibía menos que otros hombres: el mito del macho, del inmoral y pagano. Del hedonista. Un Hemingway que no descifró a Cuba a pesar de los años que vivió en la isla: acomodó su mirada a su radar, a su estética, y miró por encima de su hombro al país que revolucionó Sudamérica después de Fidel Castro.
Pero en este mismo trabajo de desnudar al novelista estadounidense encuentra también a un hombre generoso, el Papa (como le decían en La Habana), que cuidaba de sus amigos más cercanos, que amaba a los perros y más aún a los gatos, que hasta el último de sus días luchó con la escritura como con el pez monstruoso de El viejo y el mar o los toros de Fiesta, trastornado por los más de 25 electroshocks que recibió en una clínica psiquiátrica, por una supuesta paranoia de persecución: afirmaba que el FBI lo seguía adonde fuere, dato que aún es un misterio, debido a que, por algún tiempo, Hemingway había cumplido con un trabajo secreto de importancia mundial, después de la Segunda Guerra Mundial. Aquel proceso hospitalario le derritió el cerebro. Y, como es de suponerse, mucha de su capacidad escritural.
¿Quién fue Hemingway? Un hombre, como todos, con rostros diversos, unos más turbios que otros, unos con más destello que otros. Un escritor magistral con problemas de ego, pero determinado a brindar a cada hora de su vida el deleite necesario para escribir, para contar algo. El Nobel cazador, boxeador y alcohólico que recordamos. El Hemingway de Padura. O el Hemingway que reconozcamos en sus novelas. Un escritor.