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Reinterpretación de los nenúfares azules

Imagínese el lector lo que fue el Renacimiento en lo que concierne a la pintura: un devaneo infinito del cerebro por aprehender la matemática y el número que se esconden en la naturaleza de la tierra y el universo. Una avidez insaciable por comprender la perfección y por traspasar esta perfección al lienzo. Una búsqueda sin término hacia la captación armónica de los colores, las líneas y los fondos. La cabeza de los pintores estaba saturada de biología, botánica, anatomía humana y animal, arquitectura y otros saberes científico-matemáticos; ésa era la esencia del Renacimiento. La observación de lo natural había sido, por tanto, indirecta: a través de los libros y la cátedra erudita. Se desconocía la observación espontánea y desenvuelta, y mucho menos se conocía la representación artística de esa observación sencilla, franca y llana.

La pintura del Renacimiento había sido hiperrealista, quizá demasiado como para que fuera un arte emisor de emociones. Era, en muchos sentidos, la búsqueda de un ideal, el seguimiento de una circunstancia artificial.

El impresionismo del pintor impresionista francés Monet (1840-1926) rompió con la ejecución y la concepción clásicas de la pintura. Su pincelada, de una gestualidad libre como el desenvolvimiento de las flores de su jardín, dieron un nuevo valor al oficio pictórico: la libertad dentro de la coherencia. No se confunda, pues, esta libertad con otro tipo de libertades, como la del cubismo, por ejemplo. La libertad de Monet, la que se expresa en la serie Nenúfares sobre todo, es una que sigue siendo vasalla del orden armónico de la naturaleza y de la rigidez de lo apolíneo. Es más que nada una libertad de la forma y no del fondo, una libertad de técnica.

Los nenúfares azules

Si miramos el lienzo muy de cerca, adquirimos la impresión de un total juego de líneas abstractas, las pinceladas no llegan a distinguirse y los trazos no forman plantas; es como un continuo zigzagueo o un garabateo confuso de rayas. El espectador debe realizar un esfuerzo óptico y cerebral para reconstituir el paisaje que pretende evocar el autor de los Nenúfares. Pero, eso sí, es como si cada pincelada tuviera una vida propia, una historia propia, un sentido autónomo. Cada pincelada, vista de cerca, cuenta acerca del estado de ánimo y el temple del pintor que la ejecutó. Hay una particular independencia en cada trazo. Y si uno se aleja, la morfología de las pinceladas se hace una sola; es como si de lejos las cosas cobraran sentido en una fuerza unívoca y cohesionadora. Sucede lo mismo que cuando uno lee la tragedia de Franz Tamayo, La Prometheida: cada verso es en sí mismo una confesión del poeta, una historia o un proverbio autónomo, un pensamiento que tiene sentido por sí solo, pero cuando se analiza la totalidad de los versos y estrofas, cuando se aprecia la montaña que es ese poema en su conjunto, la pieza cobra una nueva dimensión de inusitada belleza y profundidad, que es una nueva dimensión. Entonces las partes unidas hacen un cuerpo imponente, bello y profundo en significado. Tal sucede con los Nenúfares de Monet.

La dinámica de las pinceladas y el nervio de los vivos colores elegidos hacen que se transmita una nueva impresión de realidad al que mira el cuadro. Hasta entonces, los pintores habían diluido quizá demasiado el óleo, pero Monet se atreve a pintar con una pasta casi sólida, prescindiendo del aceite de trementina o el aguarrás. Con esto se logra una mayor vivacidad de unos colores que, aunque no muy realistas, evocan mayores pasiones.

Monet tenía una obsesión: la luz. Podría decirse que los impresionistas, y en especial Monet, eran expertos en óptica, refracciones y reflexiones de la luz. Pretendían dar a la pictórica una cualidad que reprodujera los fenómenos luminosos y atmosféricos en un paisaje. La mutabilidad de la luz, los momentos efímeros y cambiantes que se crean por el movimiento de las hojas y las flores, cuyo reflejo también cambia; eso era lo que quería representar Monet. En el caso de los Nenúfares azules, que estaban inspirados en las plantas exóticas que había puesto en un estanque de su jardín, en Giverny, las hojas están pintadas con un verde de tonalidades distintas. Lo mismo sucede con el agua. Hay un tercer elemento que está representado con una notable maestría, y que es una combinación de las hojas y el agua: el reflejo de ésta y aquéllos. El creador francés adoraba pintar el agua precisamente porque se trata de un elemento cambiante, variable y por tanto presto a ser pintado con muchos tonos y movimientos. Con el agua consigue resultados visuales etéreos, con sombras y luces que evocan la sensibilidad vibrante de un pincel que retrata la luminosidad de los elementos ópticos y naturales más que la definición precisa de los contornos y dintornos de las formas.

Monet no es un descriptor sino un estimulador de sensibilidades. Su libertad técnica y cromática produce, más que testimonios de la realidad, emociones y energía.