Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 00:52 AM

Se apagó la luz de otoño

Un homenaje al escritor orureño y sacerdote Óscar Uzín Fernández.

/ 12 de diciembre de 2018 / 04:01

En silencio, como vino al mundo, el sábado 27 de enero del presente año, se fue Óscar Uzín Fernández, sacerdote dominico y escritor galardonado con el Premio Nacional de Novela Erich Guttentag, por su novela El ocaso de Orión, en 1972. Se fue, con una sonrisa a flor de labios, sin saber quién era. “Ha partido a la presencia del Señor”, rezaba su obituario, donde aparecía su rostro, con su sonrisa amable e inocente. Se fue en silencio, como había vivido sus últimos años, sin darse cuenta de quién era. En realidad, todo ese tiempo lo pasó en silencio, olvidado del mundo y de los libros. Sumido en la soledad de su celda, el sacerdote que fue miembro de la Orden de los Predicadores, que realizó una intensa labor docente y de apostolado, cerró los ojos, acompañado por su Biblia en la mesa de noche. Esa Biblia que, con las páginas marcadas, reposaba junto a su lecho, le dio el último adiós. Se fue, nada más, y todo sigue igual en el mundo. Aparte de una breve nota en el diario Los Tiempos, nadie se percató de su partida. Murió a los 100 años de Claude Debussy, cuya obra le fascinaba. Precisamente lo conocí en el acto  de clausura del año escolar, en el Colegio Alemán de Oruro, de donde salió bachiller, en 1949. En dicho acto de graduación lo vi feliz, sentado, sacando notas de Debussy en el piano de su colegio. Tocaba, con deleite, La catedral sumergida, célebre preludio de ese músico francés. También la música le sirvió de fuente de inspiración en sus novelas. En un diálogo con el director de la revista Hipótesis (enero, 1977) nos dice: “Hay capítulos enteros en El ocaso de Orión que inmediatamente me traen a la memoria las obras musicales con las cuales los escribí. Lo mismo ha sucedido con La oscuridad radiante; por ejemplo, el último capítulo lo escribí mientras escuchaba los cinco cuartetos de cuerda finales de Beethoven y el quinteto para clarinete y cuerdas de Brahms”. Se fue, se nos fue Óscar Uzín, sin ningún homenaje de despedida.

Óscar Uzín Fernández había nacido en la ciudad de Oruro el 21 de octubre de 1931. Con su muerte se fue una generación brillante de narradores con vocación religiosa. Años antes, en 2014, había fallecido el teólogo jesuita Josep M. Barnadas y, más antes, en 2008, perteneciente a esa misma orden religiosa, Javier Baptista Morales, que nos dejó su hermosa novela Las campanas de Jerusalén (1973).

Después de cumplir los 60 años, Óscar Uzín tuvo la previsión de concluir sus memorias, que en 1990 las publicó con el título de Luz de otoño. ¿Sabía que el Alzheimer lo acechaba? La luz de otoño se apagó, en silencio, en pleno verano. Con esa luz se nos fue un sacerdote y escritor de sabia alcurnia. Él decía: “La creación literaria no es mi profesión, sino una expresión especial de mi trabajo teológico. La literatura nació en mí, porque sentí el deseo de expresar en forma escrita lo que enseño, pienso y trato de vivir”.

Es de esperar que sus obras literarias y sus escritos teológicos no desaparezcan. ¿Se cerrará este año sin que sus amigos, sus lectores y críticos le digan adiós? ¿Se irá en silencio como si nunca hubiera existido?  Después de todo, su novela El ocaso de Orión había tenido ocho ediciones  seguidas, con la editorial Los Amigos del Libro”. De ella dice Hugo Lijerón Aberdi, escritor elegido como el Mejor Catedrático Universitario del Estado de Ohio, en 1985: “Al terminar de leer esta novela tenemos esa sensación indefinible que solo deja la lectura de las grandes novelas”. Se fue, se nos fue un dominico que escribía novelas. La última, que nos deja como consuelo, es La oscuridad radiante (1976).

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Los abismos posibles

Una reseña de la novela breve escrita por Mauricio Murillo que hace del mar uno de sus principales personajes

/ 20 de julio de 2014 / 04:00

Es verdad que lo ignoro todo sobre él —salvo los nombres de lugar y fechas: fraudes de la palabra— pero con temerosa piedad he rescatado su último día, no el que otros vieron, el suyo, y quiero distraerme de mi destino para escribirlo. J. L. Borges: “Isidoro Acevedo”

No pude evitar encabezar este estudio con una cita de Borges. Es tanto lo que le debemos. No en vano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de 2010, nos dice: “Borges, esa pasión secreta y piadosa, nunca se desdibujó; releer sus textos, algo que he hecho cada cierto tiempo, como quien cumple un rito, ha sido siempre una aventura feliz” (Diccionario del amante de América Latina). Sin Borges nunca hubiésemos logrado deshacernos de los adjetivos inútiles ni de los adverbios inapropiados; tampoco nos hubiésemos dado cuenta de la permeabilidad del cuento: mezcla de fantasía y realidad; lo mismo que de poesía y ensayo. Me complace encontrar en Mauricio Murillo, no solo en esta su novela, sino también en su cuento El torturador (Premio Franz Tamayo 2010), ese auténtico fervor creativo que Borges señaló en los grandes narradores.

NOVELA. Nuestros narradores no son muy adictos a la novela corta, género intermedio entre el cuento y la novela. Desde luego que no siempre es fácil reunir las virtudes de ambos géneros; sin embargo, lo mejor de nuestra narrativa está en la novela corta; bástenos citar algunas obras, como Aguafuertes (1928), de Roberto Leitón; Canchamina (1956), de Mario Guzmán y Víctor Hugo Villegas;Tirinea (1969), de Jesús Urzagasti; Los habitantes del alba (1969), de Raúl Teixidó; El otro gallo (1982), de Jorge Suárez; La tumba infecunda (1985), de René Bascopé Aspiazu; El run run de la calavera (1986), de Ramón Rocha Monroy; Kerstin (2004), de Juan de Recacochea; El lugar del cuerpo (2008), de Rodrigo Hasbún; El amor según (2011), de Sebastián Antezana, y ahora Los abismos posibles (2010), de Mauricio Murillo. ¿Pero por qué esta última novela?

Por muchas razones. Desde ya, el mar no es solo un escenario de Los abismos posibles, sino que se constituye en un personaje con características especiales; con todo, en la visión de Murillo, no deja de ser tenebroso, sobre todo cuando se hace obsesivo. Al empezar la segunda parte, Tariq, en el tren que lo lleva a Casablanca: “Pensaba obsesivamente en ese espejo lejano y oscuro que era el mar. ¿Hasta qué punto es ridícula esta situación?, se preguntaba Tariq. ¿Hasta qué punto es ridículo esto y lo que pienso y mis miedos y el portulano y el fondo del mar?”. La respuesta está en las páginas de este libro; concretamente, en la trama que urde. Ojo, no es que Mauricio Murillo pretenda desmitificar nuestra añoranza del mar, al mostrarlo como una pesadilla. En su fabulación el mar es negro y dominante; se hace insondable y obsesivo en la vida de sus personajes; especialmente en Tariq; de algún modo, también en Juan de la Costa y, fatalmente, en  Lutwidge.

Tariq hacia el final se nos presenta como un posible suicida; al concluir la segunda parte, el autor dice: “Tariq miraba el agua y la imaginaba como un espejo, pero uno que además de reflejar podría ser una puerta o un abismo”. Juan de la Costa, en cambio, imagina la forma y la extensión de los dominios del mar, en cada trazo de su portulano; el final de Lutwidge está asociado al de Natalie Wood; así, este su referente testimonial cobra sentido. No siempre es fácil engarzar un hecho real (la muerte de Natalie Wood) con otro ficticio (la muerte de Lutwidge). La forma cómo lo hace Murillo es uno de los logros de esta novela. Novela del mar. Lo evidente es que Murillo nos ofrece un fabuloso mar concebido para hacer posibles los abismos humanos que muestra, teniendo en cuenta que sus fastos reales e imaginarios se fusionan en el misterioso periplo de su desarrollo.

Con esta obra, no es que su autor haya creado un género híbrido. Todo lo contrario, se mantiene fiel a sus modelos, especialmente a Borges, cuyos ensayos se hallan más cerca de la ficción; de ahí que las notas al pie de página que usa Murillo se hacen accesorias a la trama, como también lo hacía Renato Prada en algunas de sus obras, especialmente en su novela Mientras cae la noche (1988).

Además, podemos apreciar su habilidad en el diseño de secuencias con las que logra sumergirnos en una fabulación fraccionada, fruto de una paradoja borgiana, cuando dice: “La paradoja. Lo que lo mantenía en la orilla era la paradoja. En el borde, en la playa del mar”. Pero hay algo más que el autor explicita, cuando dice: “Más bien la oscuridad”. Por cuanto la oscuridad emerge no solo del fondo del mar, sino del destino de sus protagonistas; entonces, es en ese razonamiento que cobran sentido las pesadillas que el autor anima, sin afectar las motivaciones que alientan los hechos reales. Si bien la trama de esta novela es sencilla, se hace intensa en su desarrollo histórico; por una parte, ambientada con el portulano de Juan de la Costa y, por otra, con la evidencia del viaje que define el destino de sus protagonistas, especialmente de Lutwidge y Tariq o, quizás, sea más preciso decir en Tariq y su circunstancial encuentro con Lutwidge.

Esta novela traza una serie de caminos; uno de ellos es el que Tariq Usuriaga va a seguir, en cierto modo ligado con el portulano que dibujó Juan de la Cosa. Es un camino de tiempo y espacio. Aclaremos, la visión que Murillo expone sobre el cartógrafo y su oficio cobra relieve en una serie de conjeturas sobre el destino de dichos personajes, junto a otros que aparecen circunstancialmente. Aquí la paradoja se hace significativa en la visión del mundo de entonces, el de ahora y el de siempre.

CAMINO. Tanger es otro de sus caminos, significativamente animado a partir de una fotografía que se hallaba colgada en la pared del bar del Hotel de Muniria. Foto histórica en la que aparecen Burroughs, Kerouac y Ginsberg, figuras notables de la literatura universal, que pasaron por ese hotel. Al margen de ésas y otras fotos, se dan las secuencias que las hacen perceptibles, especialmente con las notas que van al pie de la página. Podría pensarse que el final de este camino está en Santoña, pero no. Está en: “El abismo dentro del abismo, la locura, el espía en Portugal, los cadáveres extraviados, los mapas perdidos, los sudores de la resaca, las esferas invisibles, los abismos posibles, los rumores salvajes”. Párrafo con el que concluye su historia.

Por lo general, toda obra primigenia nos lleva a una exploración de los recursos con los que cuenta su autor; en el caso de Mauricio Murillo, esta su primera novela se halla pulcramente trabajada, tanto en su diseño fabulado, como en su lenguaje, al igual que en los detalles tomados de la realidad, a través de la patética visión de los últimos instantes de la estrella de Hollywood: Natasha Nikolaevna Gaudín, de origen ruso, mejor conocida como Natalie Wood. La ambientación histórica es sobria, a pesar de su trágico desenlace. Inclusive el título, Los abismos imposibles, tiene características de ensayo; en tal sentido, no está jejos de las fabulaciones existencialistas de Sartre y Camus, con una suerte poética que nos recuerda al viaje final de Virgilio, en la fabulosa novela de Hermann Broch La Muerte de Virgilio (1945).

Finalmente, es probable que alguien considere que esta novela no es de ambientación boliviana, por su escenario, personajes y motivaciones estéticas.

Para nosotros, es una muestra singular de la novelística boliviana que se produce dentro de la llamada cultura de la democracia.

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Los abismos posibles

Una reseña de la novela breve escrita por Mauricio Murillo que hace del mar uno de sus principales personajes

/ 20 de julio de 2014 / 04:00

Es verdad que lo ignoro todo sobre él —salvo los nombres de lugar y fechas: fraudes de la palabra— pero con temerosa piedad he rescatado su último día, no el que otros vieron, el suyo, y quiero distraerme de mi destino para escribirlo. J. L. Borges: “Isidoro Acevedo”

No pude evitar encabezar este estudio con una cita de Borges. Es tanto lo que le debemos. No en vano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de 2010, nos dice: “Borges, esa pasión secreta y piadosa, nunca se desdibujó; releer sus textos, algo que he hecho cada cierto tiempo, como quien cumple un rito, ha sido siempre una aventura feliz” (Diccionario del amante de América Latina). Sin Borges nunca hubiésemos logrado deshacernos de los adjetivos inútiles ni de los adverbios inapropiados; tampoco nos hubiésemos dado cuenta de la permeabilidad del cuento: mezcla de fantasía y realidad; lo mismo que de poesía y ensayo. Me complace encontrar en Mauricio Murillo, no solo en esta su novela, sino también en su cuento El torturador (Premio Franz Tamayo 2010), ese auténtico fervor creativo que Borges señaló en los grandes narradores.

NOVELA. Nuestros narradores no son muy adictos a la novela corta, género intermedio entre el cuento y la novela. Desde luego que no siempre es fácil reunir las virtudes de ambos géneros; sin embargo, lo mejor de nuestra narrativa está en la novela corta; bástenos citar algunas obras, como Aguafuertes (1928), de Roberto Leitón; Canchamina (1956), de Mario Guzmán y Víctor Hugo Villegas;Tirinea (1969), de Jesús Urzagasti; Los habitantes del alba (1969), de Raúl Teixidó; El otro gallo (1982), de Jorge Suárez; La tumba infecunda (1985), de René Bascopé Aspiazu; El run run de la calavera (1986), de Ramón Rocha Monroy; Kerstin (2004), de Juan de Recacochea; El lugar del cuerpo (2008), de Rodrigo Hasbún; El amor según (2011), de Sebastián Antezana, y ahora Los abismos posibles (2010), de Mauricio Murillo. ¿Pero por qué esta última novela?

Por muchas razones. Desde ya, el mar no es solo un escenario de Los abismos posibles, sino que se constituye en un personaje con características especiales; con todo, en la visión de Murillo, no deja de ser tenebroso, sobre todo cuando se hace obsesivo. Al empezar la segunda parte, Tariq, en el tren que lo lleva a Casablanca: “Pensaba obsesivamente en ese espejo lejano y oscuro que era el mar. ¿Hasta qué punto es ridícula esta situación?, se preguntaba Tariq. ¿Hasta qué punto es ridículo esto y lo que pienso y mis miedos y el portulano y el fondo del mar?”. La respuesta está en las páginas de este libro; concretamente, en la trama que urde. Ojo, no es que Mauricio Murillo pretenda desmitificar nuestra añoranza del mar, al mostrarlo como una pesadilla. En su fabulación el mar es negro y dominante; se hace insondable y obsesivo en la vida de sus personajes; especialmente en Tariq; de algún modo, también en Juan de la Costa y, fatalmente, en  Lutwidge.

Tariq hacia el final se nos presenta como un posible suicida; al concluir la segunda parte, el autor dice: “Tariq miraba el agua y la imaginaba como un espejo, pero uno que además de reflejar podría ser una puerta o un abismo”. Juan de la Costa, en cambio, imagina la forma y la extensión de los dominios del mar, en cada trazo de su portulano; el final de Lutwidge está asociado al de Natalie Wood; así, este su referente testimonial cobra sentido. No siempre es fácil engarzar un hecho real (la muerte de Natalie Wood) con otro ficticio (la muerte de Lutwidge). La forma cómo lo hace Murillo es uno de los logros de esta novela. Novela del mar. Lo evidente es que Murillo nos ofrece un fabuloso mar concebido para hacer posibles los abismos humanos que muestra, teniendo en cuenta que sus fastos reales e imaginarios se fusionan en el misterioso periplo de su desarrollo.

Con esta obra, no es que su autor haya creado un género híbrido. Todo lo contrario, se mantiene fiel a sus modelos, especialmente a Borges, cuyos ensayos se hallan más cerca de la ficción; de ahí que las notas al pie de página que usa Murillo se hacen accesorias a la trama, como también lo hacía Renato Prada en algunas de sus obras, especialmente en su novela Mientras cae la noche (1988).

Además, podemos apreciar su habilidad en el diseño de secuencias con las que logra sumergirnos en una fabulación fraccionada, fruto de una paradoja borgiana, cuando dice: “La paradoja. Lo que lo mantenía en la orilla era la paradoja. En el borde, en la playa del mar”. Pero hay algo más que el autor explicita, cuando dice: “Más bien la oscuridad”. Por cuanto la oscuridad emerge no solo del fondo del mar, sino del destino de sus protagonistas; entonces, es en ese razonamiento que cobran sentido las pesadillas que el autor anima, sin afectar las motivaciones que alientan los hechos reales. Si bien la trama de esta novela es sencilla, se hace intensa en su desarrollo histórico; por una parte, ambientada con el portulano de Juan de la Costa y, por otra, con la evidencia del viaje que define el destino de sus protagonistas, especialmente de Lutwidge y Tariq o, quizás, sea más preciso decir en Tariq y su circunstancial encuentro con Lutwidge.

Esta novela traza una serie de caminos; uno de ellos es el que Tariq Usuriaga va a seguir, en cierto modo ligado con el portulano que dibujó Juan de la Cosa. Es un camino de tiempo y espacio. Aclaremos, la visión que Murillo expone sobre el cartógrafo y su oficio cobra relieve en una serie de conjeturas sobre el destino de dichos personajes, junto a otros que aparecen circunstancialmente. Aquí la paradoja se hace significativa en la visión del mundo de entonces, el de ahora y el de siempre.

CAMINO. Tanger es otro de sus caminos, significativamente animado a partir de una fotografía que se hallaba colgada en la pared del bar del Hotel de Muniria. Foto histórica en la que aparecen Burroughs, Kerouac y Ginsberg, figuras notables de la literatura universal, que pasaron por ese hotel. Al margen de ésas y otras fotos, se dan las secuencias que las hacen perceptibles, especialmente con las notas que van al pie de la página. Podría pensarse que el final de este camino está en Santoña, pero no. Está en: “El abismo dentro del abismo, la locura, el espía en Portugal, los cadáveres extraviados, los mapas perdidos, los sudores de la resaca, las esferas invisibles, los abismos posibles, los rumores salvajes”. Párrafo con el que concluye su historia.

Por lo general, toda obra primigenia nos lleva a una exploración de los recursos con los que cuenta su autor; en el caso de Mauricio Murillo, esta su primera novela se halla pulcramente trabajada, tanto en su diseño fabulado, como en su lenguaje, al igual que en los detalles tomados de la realidad, a través de la patética visión de los últimos instantes de la estrella de Hollywood: Natasha Nikolaevna Gaudín, de origen ruso, mejor conocida como Natalie Wood. La ambientación histórica es sobria, a pesar de su trágico desenlace. Inclusive el título, Los abismos imposibles, tiene características de ensayo; en tal sentido, no está jejos de las fabulaciones existencialistas de Sartre y Camus, con una suerte poética que nos recuerda al viaje final de Virgilio, en la fabulosa novela de Hermann Broch La Muerte de Virgilio (1945).

Finalmente, es probable que alguien considere que esta novela no es de ambientación boliviana, por su escenario, personajes y motivaciones estéticas.

Para nosotros, es una muestra singular de la novelística boliviana que se produce dentro de la llamada cultura de la democracia.

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