No fue Georg Lukács quien en su estudio del arte y el reflejo de la realidad dijo que no hay tal reflejo más que por la peculiaridad propia del arte que forma un particular mundo, no antes visto y propio? Lo que él llama “el reflejo artístico de la realidad” es la base de la propia incomparabilidad entre la realidad y el mundo propio formado en el efecto artístico. Pero, por más esencialista que suene esta definición, el efecto artístico no hace más que basarse en “el hecho de que la obra de arte brinda un reflejo de la realidad más fiel en su esencia, más completo, más vivo y animado del que el espectador posee en general; o sea, pues —continúa Lukács— que le lleva, sobre la base de sus propias experiencias, sobre la base de la colección y la abstracción de sus reproducción precedente de la realidad, más allá de dichas experiencias, en la dirección más concreta de la realidad”.

Expansión de la experiencia de la realidad. En tal afirmación es posible posicionar Roma, de Alfonso Cuarón (México, 2018), una película que gozó de un privilegio que el de cine de autor no goza: ser expuesta en Netflix. Al fin y al cabo es una ventaja clara a la fama negativa del contenido streaming de esta empresa comercial. Pero llega la nueva película de Cuarón y todos lo agradecemos, ya que es en sí un reflejo artístico de la realidad, con sus peculiaridades y sentidos, que salen de una cotidianidad social, determinada por los márgenes económicos y las denuncias de una comunidad o la perspectiva del individuo que se desarrolla en sociedad.

Alfonso Cuarón, director de películas aclamadas por la crítica —como Y tu mamá también, Niños del Hombre y Gravedad—, decide acudir a su memoria, al pasado de su vida, para contar una historia de México de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, lo que podría haber sido una autobiografía egocentrista, se transformó en la nostálgica historia de una sirvienta del hogar de una familia de buena posición económica, y la relación estrecha con cada uno de los miembros, con los cuales vive desde alegrías conjuntas hasta los dramas familiares, sin perder de vista la experiencia y singularidad del personaje protagónico, interpretado por Yalitza Aparicio.

El blanco y negro son los colores del pasado, el ayer, los tiempos ya remotos que solo quedan rememorar. Pero qué mejor que acudir al pasado con la posibilidad del cine que consigue expandir experiencias de aquellos que no tenemos idea del pasado más allá de las narraciones históricas y fotografías sentenciadas en el tiempo. Roma, por eso, es el pasado mismo, en donde no solo se siente que te están contando algo en sentido genealógico, por la propia estética expresiva a la que se aferra, sino que te está exponiendo una memoria histórica que rompe con el individuo solipsista, para mostrar el drama político de un contexto violento y polarizado.

Roma es la realidad expresada en el sentido mismo del arte. Nos expone los conflictos cotidianos, pero también forma su propia peculiaridad con las emociones de la protagonista, que se cruzan con sus problemas personales y la soledad en la que ella se desenvuelve. Y eso es el mundo propio que formó Cuarón, con restos de la memoria personal y colectiva de la realidad. Una cinta recomendada para mostrar las posibilidades del cine de autor en un movimiento comercial como el de Netflix, y la obtención de reconocimiento y llamada de atención de públicos masivos a una cinta que, como lo indicaba Kant en su pulchritudo adhaerens (belleza adherente), que “presupone un concepto y la perfección del objeto según este”. El cine y su cuasi perfección por la forma y el sentido artístico.