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´LA MULA´

Diez años atrás, en el momento del estreno de Gran Torino, uno de los varios picos de su filmografía, Clint Eastwood sugirió que aquella era su despedida, como actor cuando menos, de la pantalla grande. Algo que, en varios apuntes de La mula, la propia película, pareciera volver a insinuar. En cualquier caso este fáctico desmentido de aquellas presunciones vuelve a mostrar cuánto el último de los directores clásicos de Hollywood en actividad conserva intacta la lucidez y el dominio sobre sus herramientas expresivas, que le permiten entregar otro logrado trabajo no obstante la modestia de su presupuesto, comparado con la inflación de pomposidad vacía prevaleciente en gran parte de las barrabasadas actuales puestas a circular por la “meca” del cine.

Motivado por una crónica reciente de Sam Dolnick en el New York Times, Eastwood encontró el modo de retomar el hilo de sus inquietudes personales a propósito del inevitable balance crepuscular de los individuos, al cual le había sacado punta en dos de sus largos de mayor fuste: Los imperdonables (1992) y la colacionada Gran Torino (2008), ambas también por él protagonizadas en un deliberado gesto mimético con sus criaturas en la ficción.

Aquel artículo relataba la increíble historia del horticultor Leo Sharp, aquí rebautizado como Earl Stone. Dedicado al cultivo de azucenas, y al galanteo extramarital graneado, a cierta altura de su vida Sharp vio menguar sus ingresos hasta el borde de la quiebra ante la imposibilidad de competir con la venta de flores online —“es el maldito internet”, piensa y asevera—. Con sus vínculos familiares averiados por una dedicación frenética, como manda el protestantismo, al trabajo —a la búsqueda del éxito, según regla el capitalismo— y al buen pasar, la inminente amenaza de la indigencia en soledad lo dejaron en situación de rendirse sin mayores reparos a la oferta de unos extraños de origen mexicano consistente en transportar algunos paquetes a través del territorio norteamericano. Blanco, de ojos azules, con cerca de 90 años a cuestas, era el tipo perfecto para no despertar sospechas. Así se convirtió durante 10 años en la “mula” preferida del cártel de Sinaloa, recorriendo ida y vuelta miles de kilómetros antes de ser detenido el 2011 por la policía de Michigan con 100 kilos de cocaína en su camioneta. Condenado a tres años de cárcel, murió en 2016.

Lejos de limitarse a montar una recreación más o menos fiel de aquella historia el realizador, que a estas alturas tiene casi la misma edad de Sharp, se vale de ella en la retoma de su merodeo alrededor de las preguntas aparejadas a la vejez. Cabe recordar que con 73 largos como actor y 37 como realizador, en su filmografía Eastwood ha vivido a su manera también entregado a su necesidad visceral de expresarse y, aun cuando guardó celosa reserva sobre su vida íntima, tal obsesión conspiró al parecer contra la posibilidad de construir un entorno familiar sólido y duradero. De hecho, la elección del título para la película bien puede entenderse cómo una mueca auto-irónica por el doble alcance connotativo del término: literal y como sinónimo de testarudez.

Eastwood siempre se ha mostrado renuente a mimetizar su pensamiento —como humanismo de derecha ha sido catalogado, sabiendo los riesgos de tales encasillamientos— en los alegatos apegados, a menudo por puro oportunismo, a esa viscosa materia tildada a su vez de “políticamente correcta”. Tal consecuencia con un punto de vista le permite disparar, con atildado acento crítico, munición gruesa sobre una nutrida gama de dobleces vigentes en el entorno de una sociedad que Eastwood se niega a sacralizar, rindiéndose a los lugares comunes que ésta exhibe en el modo del arquetipo ideal.

Apuntes sin subrayados innecesarios van desmontado con aguda causticidad varios de aquellos. El hecho de que mexicanos pasen de ser los trabajadores de las plantaciones de Stone a ser sus patrones es una inocultable indirecta al conflicto migratorio atizado por la actual administración norteamericana. Resulta de igual manera evidente la burla al reavivamiento de los rasgos discriminatorios en la actualidad del norte la escena en la cual detiene su vehículo para ayudar a una pareja de afroamericanos que pinchó una llanta en la ruta llamándolos, sin mala intención, “negroes”, término en desuso aun cuando el sustrato racista que expresaba se mantenga intocado.

No menos acidez trasunta la secuencia del encuentro entre el protagonista y un grupo de motoqueras, a las cuales confunde con varones, sencillamente porque en su anacrónico universo mental no cabe la posibilidad de que sean mujeres. Con simpática torpeza se despedirá de ellas, luego de enterarse, llamándolas dykes on bikes, algo así como “tortilleras motorizadas”, pincelada humorística que reactualiza el clásico recurso para airear una película dramática. Y otra vez reflota la impronta xenófoba de su entorno cuando el agente de la DEA que anda tras las huellas de Stone resuelve detener a un “sospechoso” basándose en sus rasgos físicos y en el color de su piel como única presunta evidencia.

Desentendido de los forcejeos narrativos y de los malabares efectistas al uso con el propósito de engordar la atención del espectador, o de causarle sorpresa a como dé lugar, Eastwood cuenta lo suyo con paciencia recurriendo a las claves clásicas del thriller, del suspenso, de la road movie —no por viejas obsoletas cuando se recurre a ellas con criterio en la dosis adecuada al asunto abordado— y renunciando a que el escenario sea un mero decorado, pues a la manera de Houston, homenajeado en Cazador blanco, corazón negro (1990), ese entorno visual “dialoga” con los estados de ánimo del personaje a tiempo de construir por medio de la iluminación y la gama cromática una sensación de que aquellos lugares, lo mismo que el club de veteranos de la Guerra de Corea frecuentado por Stone, se encuentran en plena decadencia. Como todos los manoseados primores del american way of life.

Está claro que el sólido guion escrito por Nick Schenk, autor asimismo del de Gran Torino, fue trabajado a la medida del director/actor, mostrando una sintonía perfecta gracias a la cual todas las piezas están en su lugar. El hecho de que Eastwood entienda su personaje como una suerte de otro yo de Stone permite que su interpretación roce la naturalidad absoluta en la composición de ese anciano afable y querible por todos, salvo por su esposa e hija irrencociliablemente resentidas debido al abandono del que fueron objeto en momentos cruciales, como el matrimonio de esta última. Otros nombres mayores de la actuación (Andy García, Laurence Fishburne, Dianne Wiest) se ponen a la altura de las circunstancias, igual que su hija Alison, cuya presencia es asimismo uno de esos apuntes de múltiples alcances significativos propios de la obra de este maestro indiscutible del cine.

Por si quedase alguna duda respecto al subtexto confesional del director, la escena final de La mula, apartándose por entero de la “historia real” en que se basa el relato, muestra a Stone atendiendo con extremo cuidado una plantación de lirios. La cámara se va acercando lentamente a sus brazos con la piel flácida y las cicatrices dejadas por el paso del tiempo. Es una invitación para volver a las preguntas que sobrevuelan todo el relato: ¿valió la pena lo vivido?, ¿qué era lo importante?, ¿es posible establecer a priori de manera irrebatible los límites entre lo legal y lo contrario?

Una película profunda sin necesitar esforzarse para parecerlo.

Ficha técnica

– Título original: The Mule

– Dirección: Clint Eastwood

– Guion: Nick Schenk

– Fotografía: Yves Bélanger

– Montaje: Joel Cox

– Diseño: Kevin Ishioka

– Arte: Rory Bruen, Julien Pougnier

– Música: Arturo Sandoval

– Efectos: Bryan Brimecombe,

Barry Hart, Wayne Rowe

– Producción: Clint Eastwood, Dan Friedkin, 

Jessica Meier, Jillian Apfelbaum. David Bernad

– Intérpretes:  Bradley Cooper, Clint Eastwood,

Manny Montana, Taissa Farmiga, Andy García,

Alison Eastwood, Michael Peña, Jill Flint,

Laurence Fishburne, Dianne Wiest, Ignacio Serricchio,

Noel Gugliemi – EEUU/2018