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Régis Debray, según su hija

Acaba de aparecer Hija de revolucionarios, obra escrita por Laurence Debray, descendiente de dos personajes de la vieja izquierda latinoamericana que son importantes para Bolivia: Régis Debray y Elizabeth Burgos.

El primero, como se sabe, fue uno de los teóricos del método guerrillero de toma del poder en los años 60, participó brevemente de la acción del Che en Ñancahuazú, resultó detenido al tratar de dejar esta guerrilla, condenado en un proceso que causó interés mundial y, tras tres años en prisión, fue liberado por el gobierno izquierdista de Juan José Torres. La segunda, que era su esposa en aquellos días, desempeñó en los años 70 el papel de corresponsal en Europa de la Revolución Cubana y posteriormente, junto con Debray, contribuyó a la detención en Bolivia y a la posterior deportación a Francia del exnazi Klaus Barbie.

Laurence Debray narra este pasado y la vida posterior de sus padres con una prosa llamativa —a lo francés— pero también algo torpe, que con frecuencia no encuentra las palabras precisas: “Mis padres siempre se mostraron más prolijos (sic) a la crisis que a la alabanza”, dice, por ejemplo. Y a veces en sus párrafos hay saltos no del todo justificados de unas ideas a otras.

La estructura del libro también es curiosa: aunque aparentemente cronológica, retoma reiterativamente ciertos motivos: el narcisismo del padre, la seriedad y la falta de intimidad de la madre y, sobre todo, el contraste entre los gustos e inclinaciones de la escritora —fascinada por la estabilidad, el orden y el lujo burgueses que recibió de sus abuelos paternos— y el estilo de vida bohemio y desordenado (ella dice “disoluto”) de sus progenitores.

Esta redundancia digamos “subjetiva” quizá explique que un libro de memorias como éste aparezca, en Anagrama, en la colección de “narrativas”. Esto no significa que sea particularmente “literario”. Pero puede leerse como la novela de una hija ofendida por el hecho de que sus padres, pese a que la alimentaron y educaron, es decir, a que no la abandonaron, fueron, sin embargo, diferentes a como ella hubiera querido que fueran. Nada del otro mundo. Nos ha pasado a todos.

En cuanto obra memorialística, resulta de un interés limitado. Nos interesa a los bolivianos, por supuesto, por lo ya mencionado. También, seguramente, a los latinoamericanos que siguen la historia de las guerrillas. Y a quienes quieren saber más sobre Régis Debray, una figura política secundaria, pero llamativa del periodo Mitterrand, y uno de esos “intelectuales chic” en los que es pródiga Francia.

Pero Hija de revolucionarios no hace verdaderas confidencias. Comprueba por enésima vez que los hijos suelen guardarle rencor a sus padres. Pero Laurence Debray se cuida de irse de boca; sus infidencias se limitan a tonterías tales como que su padre usaba su carné de funcionario para persuadir a la policía de tránsito de que no lo parara por exceso de velocidad, que una vez la perdió en la calle, o su amor por el pollo frito. En cambio, se detiene cautelosamente ante el umbral de los asuntos serios: ¿Qué tipo de vínculo tenía Debray con sus padres (por ejemplo, por qué razones dice que aquel “no honró” a su padre cuando éste murió)?, ¿cuál era la naturaleza de las relaciones entre Debray y Elizabeth Burgos y entre éstos y sus otras parejas sentimentales?, ¿hubo disputas de dinero entre ellos?, ¿qué relación económica mantuvieron ambos con Cuba?, ¿cómo cambiaron ideológicamente, qué pensaban realmente, qué significó su paso del marxismo al socialismo democrático?, etc. El libro no toca estas cuestiones. Tiene el mismo tono chismoso, pero también conservador de la revista Hola, que Laurence Debray confiesa haber leído con asiduidad en su juventud. Lo que nos lleva a anotar que esta escritora también es autora de una biografía del rey Juan Carlos, de quien sigue proclamándose “fan”. La hija de revolucionarios es, comprensiblemente, una reaccionaria.

Laurence Debray no solo reivindica a las clases altas; también ostenta sus prejuicios. Desprecia a Bolivia por su “tristeza”, sus “ocres colores”, sus indios de ojos “llenos de rencor” y que “hacen del mutismo su primer gesto de rebeldía”. A Bolivia, que es el único país del mundo en el que ella no puede sentirse como en su patria leyendo un libro en francés. O donde imagina a sus abuelos, “rubios y elegantes”, destacando mucho por contraste —no lo dice, pero se lee entre líneas— con sus habitantes oscuros y feos. Es fácil encontrar el rastro que comunica esta arrogancia con la del padre que tanto critica, aunque éste haya expresado su desprecio por Bolivia en otros términos.

A la señora reaccionaria, en suma, le va mejor el cotilleo que la investigación historiográfica. El cotilleo, no vamos a negarlo, se lee fácil. Al cabo no deja muchos conocimientos, pero sí un sentimiento de familiaridad con lo retratado.