Tuesday 16 Apr 2024 | Actualizado a 11:04 AM

Dios, el animal y el destino: ‘La perla’ de Steinbeck

Una reseña de la novela de 1947 escrita por el premio Nobel estadounidense John Steinbeck (1902-1968)

/ 21 de febrero de 2019 / 15:32

Destino. ¿Existe? O es un labrado, es un diario caminar, un diario plantar. O es que estamos condicionados por algo, por una ruta ya escrita, por un mandato divino. Permanecer y resistir. O modificar y transgredir. ¿Qué es el destino?

Dios. O varios. Un ser supremo que nos vigila, que nos legó la vida y al cual pertenecemos en obediencia y en rebeldía. Lo sagrado, lo incorruptible. La historia de una generación desbordada por la religión y la adoración.

Saramago (José, Nobel de Literatura) escribió versiones alternativas de la Biblia, el manuscrito eterno. El primero: El Evangelio según Jesucristo. El segundo: Caín. En ambas novelas los personajes míticos de las sagradas escrituras (en el primero Jesús y sus apóstoles, es decir el Nuevo Testamento; en el segundo el primero, el del Génesis y el del Éxodo, el del fratricidio, la manzana del pecado y el mar que se parte en dos: el Antiguo Testamento) muestran otras caras además de las conocidas, de las contadas, de las fabuladas. Un Caín que, después de ser aborrecido por Dios tras haber asesinado a su hermano Abel, debe transitar por el mundo, por la tierra que pertenece a sus pies, y conocer los milagros y odios de un ser que analiza y desborda su furia desde el cielo. Lluvia de sangre, lluvia de fuego. La aniquilación de Sodoma y Gomorra. La aniquilación de un pueblo. La inundación.

En La perla (1947), novela corta de John Steinbeck, un dios es el certero flechador que captura a los pobres, a los desamparados a su conveniencia. Concibe una perla debajo del mar, una hermosa diadema de la naturaleza que Kino, un campesino que habita en los bordes de una isla (un pueblo pequeño que se asentó ahí) con su esposa e hijo recién nacido, encuentra en su búsqueda diaria de alimento y armas para sobrevivir. Para dar de comer a su familia, que vive en una choza. Pero esa perla es la codicia de los demás, de sus hermanos, de sus vecinos. Y Kino ve su corazón ennegrecido por las leyes del hombre, las normas no establecidas pero sí perpetuadas de la envidia, del secuestro.

Por el apetito de tener un poco o mucho más (no codiciarás a la mujer de tu prójimo, los bienes de tu prójimo, la suerte de tu prójimo). Y he ahí el castigo: “Por eso se dice que los seres humanos nunca están satisfechos, que se les da algo y quieren algo más. Y esto se dice con desprecio, cuando es una de las mejores cualidades que posee la especie, una cualidad que la ha hecho superior a los animales, que están satisfechos con lo que tienen”. Pero esa misma búsqueda, la de lo material, el exceso de los anhelos, nos alía con las bestias de la selva, con las hienas y con las aves que sobrevuelan el cielo encima de un cadáver. Ahí es cuando un dios —o varios— interceden. O no. 

“No es bueno querer tanto una cosa. A veces, ahuyenta a la suerte. Hay que quererla lo suficiente, y hay que ser muy discreto con Dios, o con los dioses”, se lee en el segundo capítulo de la novela de Steinbeck —Nobel de Literatura al igual que Saramago—, anticipando la vigencia de un Dios o varios que están atentos a las alegrías y requerimientos de un humano, de su humano. No alabarás a nadie más que no sea yo, parece decirnos desde alguna parte del tiempo y del espacio, Él, que está en todas partes en todo momento.

“Un plan es algo real, y las cosas proyectadas se experimentaban. Un plan, una vez hecho y visualizado, se convertía en una realidad como otras, indestructibles, pero fáciles de atacar. De modo que el futuro de Kino era real pero, habiéndolo fundado, otras fuerzas se disponían a destruirlo, y él lo sabía, así que debía prepararse para repeler el ataque. Y Kino sabía también que a los dioses no les gustan los planes de los hombres, y a los dioses no les gusta el éxito, a menos que se lo obtenga por accidente. Sabía que los dioses se vengan del hombre cuando éste triunfa por su propio esfuerzo. En consecuencia, Kino temía a los planes pero, habiendo hecho uno, nunca lo destruiría. Y, para repeler el ataque, Kino se estaba haciendo ya un resistente caparazón que le aislase del mundo. Sus ojos y su mente exploraban el peligro antes de que apareciera”.

Destino. Uno manipulado por aquel ser intocable, invisible que nos creó en seis días. En el séptimo descansó y se regodeó a sus anchas de sus fallas, de la no perfección de su obra. Consciente. Si no el árbol y la serpiente habrían estado alejados, no al alcance del primer hombre y su compañera, la primera mujer, la primera madre. La de todos nosotros.

Pero, ¿destino? ¿Una vía, un árbol que no se debe doblar? ¿Realmente hay alguien que nos vigila, que ve cómo nos vamos destruyendo sistemáticamente con el tiempo, con los años, con los días que pasan y que nos convierten en seres más cerrados, más perdidos, sin un norte? Un ente que nos da la lluvia que mata, la lluvia que degüella cerros que caen encima de nosotros, que nos quita la cosecha y que nos asfixia con el astro que quema hasta la carne de los animales. Uno que nos pide que por lo mismo, para no acabar como el pueblo de Noé, lo adoremos y sacrifiquemos a nuestros hijos como Abraham, como él mismo con su primogénito en la cruz.

En La perla un dios doblega las ansias por una mejor vida a Kino, a su mujer y a su pequeño hijo, Coyotito. Encuentra en la naturaleza y en la sociedad su mejor vara, su remedio a la “codicia”. Un dios que bendice a los que ya tienen —al médico, al cura (personajes de la novela)—, y finiquita a los más desguarnecidos. Alabad el nombre del dueño del destino. Si no atente a las consecuencias. A pesar de que las guerras más rudas están destinadas a sus mejores soldados.

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La memoria invertebrada: El monstruo es el recuerdo

El escritor Rodrigo Villegas escribe sobre el segundo libro que Rodrigo Urquiola presenta con la editorial Libros de la Montaña

/ 6 de agosto de 2023 / 06:24

1.  Niños que se desbordan en una montaña que es más que una montaña, pelícanos y espantapájaros que nos miran de otra manera de la que esperaríamos, hijos que quedan olvidados por un tiempo hasta que aparecen para reclamar una presencia, hermanos que son devorados por la locura y que son recordados por los que se quedaron con sus madres, los que pueden escribir de eso, de aquella falta. Un benemérito que lucha con su memoria para no olvidar a su hija, desaparecida en una dictadura kafkiana…

De eso y más van los cuentos de La memoria invertebrada, recientemente publicada por la editorial Libros de la Montaña, que con este segundo libro en su haber (el primero fue Ayer el fuego, otra colección de cuentos, publicado el año pasado) se consolida como un proyecto solvente y perfilado a continuar con entregas que completen el catálogo del autor principal: Rodrigo Urquiola Flores.

2. La memoria invertebrada no es un libro del todo “nuevo”: fue publicado hace unos años, en 2016, en otra editorial nacional. Lo que sucede con esta edición, la reciente, es que Urquiola, como pudo contarme, le hizo varios cambios estilísticos a los cuentos, una edición minuciosa, mucho más certera y acondicionada al paso de los años. Porque en siete años de vida pasan muchas cosas, la mente muta, se transforma. Es por eso que Urquiola decidió publicar La memoria invertebrada bajo su sello editorial, con todas las mejoras y precisiones que el autor ha variado. Y es que Urquiola es así, un perfeccionista de la palabra, del relato.

3. El libro está dividido en dos partes: Historias de familia (con siete cuentos) y El monstruo (con los restantes seis). En la primera, como cabe esperarse por el título, los cuentos se centran en aquellas experiencias familiares que dejan huella y lo cambian todo. En El cazador, por ejemplo, un nieto sale de caza con su abuelo, que en el transcurso de la aventura verá movido todo su panorama futuro con las acciones de aquel hombre avejentado que tiene como padre de su madre. En El amante, un padre les pide a sus dos hijos que lo acompañen al funeral de una mujer misteriosa que al parecer ha sido importante en la vida de su progenitor. O en La emboscada, un hombre le habla a la tumba de su hermano y le dice: “Vine a decirte, una vez más, que no valió la pena”, mientras recuerda a aquel vagabundo que decidieron atrapar un día cualquiera más por aburrimiento que por otra cosa y la tragedia final.

Y es ahí que ingreso a la segunda parte, a El monstruo, donde la mayoría de los cuentos abordan el tedio de los niños que no tienen mucho con lo que distraerse. Personitas que no manejan celulares ni consolas de video porque son pobres o casi, y cuyo único método de aventura y divertimento es subir cerros o internarse en ríos sin agua. Lo contundente es que en esa forma de matar el tiempo es que se encuentran con las bestias que maldecirán sus vidas: ya sea un cerdo que come algo que no es un animal o una mariposa nocturna que parece indicar el camino a lo desconocido.

Foto: Rosmery Chuquimia Ramírez

Porque las familias pueden ser monstruos dormidos a punto de eclosionar. Solo necesitan un pequeño, leve empujón.

4. Me atrevería a afirmar que La memoria invertebrada es un libro más político de lo que parece. Y eso porque prácticamente todos los relatos están contextualizados, como sostenía en la parte 3, en territorios apartados de la ciudad en sí, de la multitud, de los edificios enormes y lujosos. Incluso de las viviendas con todos los servicios básicos, debido a que muchos de los personajes de los cuentos están obligados a cargar con sus abuelos enfermos y desvalidos por la falta de dinero para un tratamiento digno y hospitalario, a trabajar como guardias nocturnos, de esos que amanecen deambulando por las calles y soplando un silbato que en teoría espantaría a posibles ladrones. Ni qué decir de los niños, abandonados por sus padres y con sus madres trabajando más de doce horas para llevar el alimento a casa, obligándoles a salir a la intemperie y encontrarse, en su camino sin rumbo, con las apariciones que los enfermarán y acabarán con ellos.

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Aquellos territorios escogidos por Urquiola para establecer sus relatos son señalados con sus nombres originales, sin intentar darle vueltas al asunto o amagar a una literatura más “universal”. Los barrios son Chasquipampa, Coqueni, Huancané, Codavisa y otros más de la zona Sur profunda, esa que se distancia enormemente de San Miguel y Calacoto a pesar de solo estar a unas cuantas cuadras de distancia. Es por eso es que apelo a lo político, a una especie de denuncia. Y no me refiero a que sean cuentos maniqueos que busquen eso como pilar, pero es difícil, al leer los relatos, no contemplar aquello. La clara diferencia que hay en ambas sociedades y que Urquiola pone en evidencia de una manera sutil pero poderosa.

5. Tanto en Ayer el fuego como en La memoria invertebrada podemos ver chispazos de la memoria del autor, ya que se percibe en el relato que se va escribiendo la certeza del reconocimiento de las calles, de las zonas, de los recorridos de los personajes. Como si fueran pedazos del que narra, del que teclea y recurre a la memoria para luego ficcionalizarla y crear algo mejor. Una historia.

6. Influencias: me animaría a afirmar que en más de un cuento se siente el halo de Edgar Allan Poe, que en muchos de sus cuentos ha dejado de lado los monstruos verdaderos para interceder por un enigma que ponga en evidencia la maldad de los humanos, tal vez los verdaderos agentes de lo terrible. Capaz donde más se vea evidenciado aquello es en el cuento La montaña enterrada, donde un sonido persistente que apabulla el cerebro del personaje principal de dicho relato me recuerda bastante a El corazón delator. Ahora, también apuesto por la influencia de Günter Grass, de su lectura profunda, más que todo de El tambor de hojalata, donde, en el mismo cuento, existe un niño que no suelta un aparato melódico hasta el final de los finales.

La infancia como un retrato de la oscuridad.

7. De los 13 cuentos que conforman el libro, 12 han sido galardonados, ya sea con primeros lugares, segundos o menciones honoríficas en los certámenes literarios más importantes de Bolivia, algunos incluso han logrado premios en el exterior, lo que confirma el talento de Urquiola a la hora de pensar, estructurar y escribir cuentos. Lo que no es nada fácil, por supuesto, porque cuando envías un trabajo a cualquier certamen te enfrentas a otras decenas o cientos de propuestas que compiten por dicho trofeo. Obtener hasta una mención no está nada mal en este planeta literario. Es más, lograr varios reconocimientos es, por supuesto, una virtud.

8. Ya todo dicho, solo me queda comentar la portada y el trabajo de diseño del libro, que me parecen de una muy alta calidad. Más que todo pensando en una línea editorial, ya que es muy fácil notar que se hermana con Ayer el fuego en el trabajo definitivo del libro, que es muy pulcro.

Salud y larga vida a Libros de la Montaña.

Texto: Rodrigo Villegas

Foto: Rosmery Chuquimia Ramírez

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Wiñaypacha, el amor es una montaña

La película peruana está dirigida por Óscar Catacora

/ 27 de febrero de 2019 / 04:00

Una montaña. Una cumbre. Nieve, lluvia, viento. El día y la noche. Una choza. La luna y sol. El hombre y la mujer. La eternidad. El amor.

Eternidad en aymara es Wiñaypacha. Phaxi es la luna, Willka es el sol. La luna es la mujer y el sol, el hombre. La pareja que nace y muere dentro de un mismo día, que revive al día siguiente y así, hasta la finalización de nuestro tiempo en la tierra.

Wiñaypacha es la película peruana estrenada el año pasado pero difundida en Bolivia hace poco (se exhibió en la Cinemateca Boliviana) que nos demuestra que el arte es (o puede ser) básicamente la potencia de las estaciones, de los elementos: fuego, agua, viento, tierra. La concepción de una historia que transmite lo que queda pero se olvida, quizá de lo que, actualmente, se reniega. Regresar a las montañas. A los orígenes.

Cosechó varios premios latinoamericanos y candidaturas en algunos certámenes europeos. La película —que está rodada en aymara, siendo la primera en su clase—, dirigida por el puneño Óscar Catacora (31 años), surge a través de la concepción de un mundo pequeño pero mítico que es el del aislamiento. El de vivir al lado de las aves, lobos y vizcachas. En el olvido. 

Phaxi y Willka son dos esposos ancianos que viven en una choza encima de una montaña. Tienen ovejas, una llama y un perro negro que los acompaña a donde caminen. Producen su comida (granos, semillas, verduras) y crean su ropa (poncho, manta) y sus enseres (frazada) con lana que ambos manejan y trabajan. Son felices. Casi. Tienen un hijo que no ven hace muchos años debido a que el joven se fue a la ciudad. No tienen noticias de, al parecer, su único retoño. Pero sobrevive en el recuerdo diario de sus padres, más en el de la madre, la eterna protectora —a veces tiene pesadillas en las cuales escucha el llanto de un bebé—. El dolor de no saber nada del hijo los aflige. Pero es lo único. Tienen lo necesario para sobrevivir. Se tienen a ambos.

Pero hay un Dios/dios o varios que, en un determinado momento, decide interponerse en la vida tranquila de esta pareja. Poco a poco vemos cómo, sin una razón determinada, al menos no la podemos presentir, el ser que nos ve y juzga desde el cielo (o desde debajo de la tierra) se ensaña con Phaxi y Willka: fulmina gradualmente lo poco que tienen. Todo menos lo más importante: su amor.

La virtud de la película es la fuerza narrativa, la historia. Cómo se va desplegando a través de símbolos, sin música —a veces utilizada en muchos filmes de forma innecesaria y forzosa con el simple fin de darle un halo de dramatismo a las obras— de fondo que no sea la melodía del agua que fluye entre las piedras y el pasto, o el viento que raja las caras de los humanos, de la lluvia que cae como piedra encima de los cuerpos de los ancianos, o del fuego que ruge en la noche, ya sea encarcelado en una estufa o desplegado en su brutalidad de incendio, con el grito de las cenizas.

La narrativa sin actores. Sin profesionales. Catacora decidió —lo más inteligente, y no así como lastimosamente vemos muchas veces en el cine nacional: forzar las identidades de nuestros personajes ya sea por falta de intérpretes indígenas que puedan enmascararse con la piel de las ficciones creadas o por el “plus” de contar con actores con experiencia pero que no abarcan al personaje en sí ya sea por su color de piel o su forma de hablar (lustrabotas jailones)— tomar a una pareja de ancianos que no había actuado antes (uno es su abuelo materno), darles diálogos sencillos pero no simples, sino poderosos, cargados de la cultura a la que pertenecen, de la cual venimos casi todos nosotros, habitantes de países andinos. Y le funcionó, le salió de gran forma.

Porque todo gira en el amor, en esa búsqueda de la eternidad que no signifique el cosmos orgásmico ni el anillo y la costumbre simplista, sino la raíz de todo, la de una mano encima de la otra, la de hacer un mundo donde se tenga que fundarlo, ya sea en una montaña o en una ciudad, esta última cada vez más congestionada de símbolos de desprendimiento, de soledad inútil y búsqueda de permanencia sin sangre, sin el sacrificio que conlleva compartir una vida. Se pierde la recompensa. Se anula la capacidad de ser astros, de ser la luna y el sol, así como manda la tierra o el dios en el que quieras creer.

La similitud en la inocencia y ese alejamiento del mundo moderno —al cual el hijo ha decidido emigrar y contagiarse del mal de la ciudad (quizá de ahí la maldición que cae a sus padres)— no es único. Para nada. Es una búsqueda cada vez mayor de los cineastas —en nuestro medio aún no se ha captado muy bien esto: pretendemos alejarnos lo más que podemos de las raíces para contar nuestros temores y certezas de cartón, algo así como filosofar acerca del amor banal y bailar con un aguayo en el Electropreste para hacer país y cultura— del mundo.

Con una similar ideología del aislamiento están, entre las recientes películas estrenadas, la italiana Lazzaro Felice (Alice Rohrwacher) y El hombre que mató a Don Quijote (Terry Gilliam). La primera es el simbolismo del fin de la inocencia a través del capitalismo, de la lucha del hombre contra el hombre. La explotación que se repite a través de los siglos. El eterno retorno. Que el ser limpio de corazón es casi ser un dios en esta época. En la segunda, la de Gilliam, un hombre decide o es condenado a ser un Quijote en este tiempo, cada vez más absurdo. Los mismos molinos pero las almas cada vez más podridas. Al Quijote de la Mancha lo matarían hoy, parece decirnos. No habría piedad.

Las tres películas especulan acerca de una fuga o resistencia, la del hombre en su búsqueda de lo primigenio, de lo sucedido pero en la mayor parte de los casos olvidado. Del territorio de la infancia o la locura en la cual uno fue feliz. De esa eternidad que queda en las retinas y oídos de los que permanecemos pero que, pronto a tarde, nos vamos a ir.

De esa Wiñaypacha, de esa cosmovisión que es el amor de la montaña, del amor piedra. En una escena, cuando parece que no hay salida hacia nada (la naturaleza va destruyendo lo poco que les queda) Willka, el esposo, le dice a Phaxi: “Tranquila, que a pesar de que se queme todo vamos a estar bien. Nos tenemos a los dos y vamos a estar bien. Vamos a estar bien”.

Simple. La comunión de los espíritus más que del cuerpo. He ahí la eternidad.

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Wiñaypacha, el amor es una montaña

La película peruana está dirigida por Óscar Catacora

/ 27 de febrero de 2019 / 04:00

Una montaña. Una cumbre. Nieve, lluvia, viento. El día y la noche. Una choza. La luna y sol. El hombre y la mujer. La eternidad. El amor.

Eternidad en aymara es Wiñaypacha. Phaxi es la luna, Willka es el sol. La luna es la mujer y el sol, el hombre. La pareja que nace y muere dentro de un mismo día, que revive al día siguiente y así, hasta la finalización de nuestro tiempo en la tierra.

Wiñaypacha es la película peruana estrenada el año pasado pero difundida en Bolivia hace poco (se exhibió en la Cinemateca Boliviana) que nos demuestra que el arte es (o puede ser) básicamente la potencia de las estaciones, de los elementos: fuego, agua, viento, tierra. La concepción de una historia que transmite lo que queda pero se olvida, quizá de lo que, actualmente, se reniega. Regresar a las montañas. A los orígenes.

Cosechó varios premios latinoamericanos y candidaturas en algunos certámenes europeos. La película —que está rodada en aymara, siendo la primera en su clase—, dirigida por el puneño Óscar Catacora (31 años), surge a través de la concepción de un mundo pequeño pero mítico que es el del aislamiento. El de vivir al lado de las aves, lobos y vizcachas. En el olvido. 

Phaxi y Willka son dos esposos ancianos que viven en una choza encima de una montaña. Tienen ovejas, una llama y un perro negro que los acompaña a donde caminen. Producen su comida (granos, semillas, verduras) y crean su ropa (poncho, manta) y sus enseres (frazada) con lana que ambos manejan y trabajan. Son felices. Casi. Tienen un hijo que no ven hace muchos años debido a que el joven se fue a la ciudad. No tienen noticias de, al parecer, su único retoño. Pero sobrevive en el recuerdo diario de sus padres, más en el de la madre, la eterna protectora —a veces tiene pesadillas en las cuales escucha el llanto de un bebé—. El dolor de no saber nada del hijo los aflige. Pero es lo único. Tienen lo necesario para sobrevivir. Se tienen a ambos.

Pero hay un Dios/dios o varios que, en un determinado momento, decide interponerse en la vida tranquila de esta pareja. Poco a poco vemos cómo, sin una razón determinada, al menos no la podemos presentir, el ser que nos ve y juzga desde el cielo (o desde debajo de la tierra) se ensaña con Phaxi y Willka: fulmina gradualmente lo poco que tienen. Todo menos lo más importante: su amor.

La virtud de la película es la fuerza narrativa, la historia. Cómo se va desplegando a través de símbolos, sin música —a veces utilizada en muchos filmes de forma innecesaria y forzosa con el simple fin de darle un halo de dramatismo a las obras— de fondo que no sea la melodía del agua que fluye entre las piedras y el pasto, o el viento que raja las caras de los humanos, de la lluvia que cae como piedra encima de los cuerpos de los ancianos, o del fuego que ruge en la noche, ya sea encarcelado en una estufa o desplegado en su brutalidad de incendio, con el grito de las cenizas.

La narrativa sin actores. Sin profesionales. Catacora decidió —lo más inteligente, y no así como lastimosamente vemos muchas veces en el cine nacional: forzar las identidades de nuestros personajes ya sea por falta de intérpretes indígenas que puedan enmascararse con la piel de las ficciones creadas o por el “plus” de contar con actores con experiencia pero que no abarcan al personaje en sí ya sea por su color de piel o su forma de hablar (lustrabotas jailones)— tomar a una pareja de ancianos que no había actuado antes (uno es su abuelo materno), darles diálogos sencillos pero no simples, sino poderosos, cargados de la cultura a la que pertenecen, de la cual venimos casi todos nosotros, habitantes de países andinos. Y le funcionó, le salió de gran forma.

Porque todo gira en el amor, en esa búsqueda de la eternidad que no signifique el cosmos orgásmico ni el anillo y la costumbre simplista, sino la raíz de todo, la de una mano encima de la otra, la de hacer un mundo donde se tenga que fundarlo, ya sea en una montaña o en una ciudad, esta última cada vez más congestionada de símbolos de desprendimiento, de soledad inútil y búsqueda de permanencia sin sangre, sin el sacrificio que conlleva compartir una vida. Se pierde la recompensa. Se anula la capacidad de ser astros, de ser la luna y el sol, así como manda la tierra o el dios en el que quieras creer.

La similitud en la inocencia y ese alejamiento del mundo moderno —al cual el hijo ha decidido emigrar y contagiarse del mal de la ciudad (quizá de ahí la maldición que cae a sus padres)— no es único. Para nada. Es una búsqueda cada vez mayor de los cineastas —en nuestro medio aún no se ha captado muy bien esto: pretendemos alejarnos lo más que podemos de las raíces para contar nuestros temores y certezas de cartón, algo así como filosofar acerca del amor banal y bailar con un aguayo en el Electropreste para hacer país y cultura— del mundo.

Con una similar ideología del aislamiento están, entre las recientes películas estrenadas, la italiana Lazzaro Felice (Alice Rohrwacher) y El hombre que mató a Don Quijote (Terry Gilliam). La primera es el simbolismo del fin de la inocencia a través del capitalismo, de la lucha del hombre contra el hombre. La explotación que se repite a través de los siglos. El eterno retorno. Que el ser limpio de corazón es casi ser un dios en esta época. En la segunda, la de Gilliam, un hombre decide o es condenado a ser un Quijote en este tiempo, cada vez más absurdo. Los mismos molinos pero las almas cada vez más podridas. Al Quijote de la Mancha lo matarían hoy, parece decirnos. No habría piedad.

Las tres películas especulan acerca de una fuga o resistencia, la del hombre en su búsqueda de lo primigenio, de lo sucedido pero en la mayor parte de los casos olvidado. Del territorio de la infancia o la locura en la cual uno fue feliz. De esa eternidad que queda en las retinas y oídos de los que permanecemos pero que, pronto a tarde, nos vamos a ir.

De esa Wiñaypacha, de esa cosmovisión que es el amor de la montaña, del amor piedra. En una escena, cuando parece que no hay salida hacia nada (la naturaleza va destruyendo lo poco que les queda) Willka, el esposo, le dice a Phaxi: “Tranquila, que a pesar de que se queme todo vamos a estar bien. Nos tenemos a los dos y vamos a estar bien. Vamos a estar bien”.

Simple. La comunión de los espíritus más que del cuerpo. He ahí la eternidad.

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Dios, el animal y el destino: ‘La perla’ de Steinbeck

Una reseña de la novela de 1947 escrita por el premio Nobel estadounidense John Steinbeck (1902-1968)

/ 21 de febrero de 2019 / 15:32

Destino. ¿Existe? O es un labrado, es un diario caminar, un diario plantar. O es que estamos condicionados por algo, por una ruta ya escrita, por un mandato divino. Permanecer y resistir. O modificar y transgredir. ¿Qué es el destino?

Dios. O varios. Un ser supremo que nos vigila, que nos legó la vida y al cual pertenecemos en obediencia y en rebeldía. Lo sagrado, lo incorruptible. La historia de una generación desbordada por la religión y la adoración.

Saramago (José, Nobel de Literatura) escribió versiones alternativas de la Biblia, el manuscrito eterno. El primero: El Evangelio según Jesucristo. El segundo: Caín. En ambas novelas los personajes míticos de las sagradas escrituras (en el primero Jesús y sus apóstoles, es decir el Nuevo Testamento; en el segundo el primero, el del Génesis y el del Éxodo, el del fratricidio, la manzana del pecado y el mar que se parte en dos: el Antiguo Testamento) muestran otras caras además de las conocidas, de las contadas, de las fabuladas. Un Caín que, después de ser aborrecido por Dios tras haber asesinado a su hermano Abel, debe transitar por el mundo, por la tierra que pertenece a sus pies, y conocer los milagros y odios de un ser que analiza y desborda su furia desde el cielo. Lluvia de sangre, lluvia de fuego. La aniquilación de Sodoma y Gomorra. La aniquilación de un pueblo. La inundación.

En La perla (1947), novela corta de John Steinbeck, un dios es el certero flechador que captura a los pobres, a los desamparados a su conveniencia. Concibe una perla debajo del mar, una hermosa diadema de la naturaleza que Kino, un campesino que habita en los bordes de una isla (un pueblo pequeño que se asentó ahí) con su esposa e hijo recién nacido, encuentra en su búsqueda diaria de alimento y armas para sobrevivir. Para dar de comer a su familia, que vive en una choza. Pero esa perla es la codicia de los demás, de sus hermanos, de sus vecinos. Y Kino ve su corazón ennegrecido por las leyes del hombre, las normas no establecidas pero sí perpetuadas de la envidia, del secuestro.

Por el apetito de tener un poco o mucho más (no codiciarás a la mujer de tu prójimo, los bienes de tu prójimo, la suerte de tu prójimo). Y he ahí el castigo: “Por eso se dice que los seres humanos nunca están satisfechos, que se les da algo y quieren algo más. Y esto se dice con desprecio, cuando es una de las mejores cualidades que posee la especie, una cualidad que la ha hecho superior a los animales, que están satisfechos con lo que tienen”. Pero esa misma búsqueda, la de lo material, el exceso de los anhelos, nos alía con las bestias de la selva, con las hienas y con las aves que sobrevuelan el cielo encima de un cadáver. Ahí es cuando un dios —o varios— interceden. O no. 

“No es bueno querer tanto una cosa. A veces, ahuyenta a la suerte. Hay que quererla lo suficiente, y hay que ser muy discreto con Dios, o con los dioses”, se lee en el segundo capítulo de la novela de Steinbeck —Nobel de Literatura al igual que Saramago—, anticipando la vigencia de un Dios o varios que están atentos a las alegrías y requerimientos de un humano, de su humano. No alabarás a nadie más que no sea yo, parece decirnos desde alguna parte del tiempo y del espacio, Él, que está en todas partes en todo momento.

“Un plan es algo real, y las cosas proyectadas se experimentaban. Un plan, una vez hecho y visualizado, se convertía en una realidad como otras, indestructibles, pero fáciles de atacar. De modo que el futuro de Kino era real pero, habiéndolo fundado, otras fuerzas se disponían a destruirlo, y él lo sabía, así que debía prepararse para repeler el ataque. Y Kino sabía también que a los dioses no les gustan los planes de los hombres, y a los dioses no les gusta el éxito, a menos que se lo obtenga por accidente. Sabía que los dioses se vengan del hombre cuando éste triunfa por su propio esfuerzo. En consecuencia, Kino temía a los planes pero, habiendo hecho uno, nunca lo destruiría. Y, para repeler el ataque, Kino se estaba haciendo ya un resistente caparazón que le aislase del mundo. Sus ojos y su mente exploraban el peligro antes de que apareciera”.

Destino. Uno manipulado por aquel ser intocable, invisible que nos creó en seis días. En el séptimo descansó y se regodeó a sus anchas de sus fallas, de la no perfección de su obra. Consciente. Si no el árbol y la serpiente habrían estado alejados, no al alcance del primer hombre y su compañera, la primera mujer, la primera madre. La de todos nosotros.

Pero, ¿destino? ¿Una vía, un árbol que no se debe doblar? ¿Realmente hay alguien que nos vigila, que ve cómo nos vamos destruyendo sistemáticamente con el tiempo, con los años, con los días que pasan y que nos convierten en seres más cerrados, más perdidos, sin un norte? Un ente que nos da la lluvia que mata, la lluvia que degüella cerros que caen encima de nosotros, que nos quita la cosecha y que nos asfixia con el astro que quema hasta la carne de los animales. Uno que nos pide que por lo mismo, para no acabar como el pueblo de Noé, lo adoremos y sacrifiquemos a nuestros hijos como Abraham, como él mismo con su primogénito en la cruz.

En La perla un dios doblega las ansias por una mejor vida a Kino, a su mujer y a su pequeño hijo, Coyotito. Encuentra en la naturaleza y en la sociedad su mejor vara, su remedio a la “codicia”. Un dios que bendice a los que ya tienen —al médico, al cura (personajes de la novela)—, y finiquita a los más desguarnecidos. Alabad el nombre del dueño del destino. Si no atente a las consecuencias. A pesar de que las guerras más rudas están destinadas a sus mejores soldados.

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El faro de Fitzgerald: ‘El Gran Gatsby’

La obra cumbre de F. Scott Fitzgerald, sus personajes y el rol que éstos cumplieron en la vida del escritor estadounidense.

/ 12 de diciembre de 2018 / 04:01

Hay unos ojos que lo ven todo, de los cuales no podemos escondernos, unos visores que nos atrapan y encarcelan. Una mirada que penetra en lo más hondo de nuestros recuerdos, de nuestras acciones y de lo que pretendemos llevar a cabo. Un faro que enciende su luz por las noches y nos renueva, nos cuenta lo que somos, lo que seremos, lo que fuimos. Aquellos reflectores, aquel faro, son los ojos de Dios. O de un dios.

Estos mismos ojos están conscientes de hacia dónde llegaremos. En qué acabaremos convirtiéndonos con el paso de las estaciones. Si la composición de nuestros sueños condice con la de nuestros actos. Quizá, con una dosis de ambición y fortuna, se nos sea concedida una revelación, una luz en el tiempo. Pero solo es eso, un destello, un halo que se difumina con el pasar de las horas, de los minutos. Después ese todo se condensa en una bruma, en la nada, en un camino perdido entre las horas apaciguadas por la aceptación de un destino, de una vía que aquellos ojos, los que lo ven todo, han trazado para nosotros antes de que nazcamos. Una historia escrita previa a la construcción del mundo.

Existe una pequeña probabilidad de que algunos, simples humanos, seamos bendecidos con la realización de algo trascendente. Pero las posibilidades son pocas, casi nulas. El faro, ese vigía, nos apunta desde la otra orilla, esa a la cual no podemos llegar, pero sí ver desde el muelle. Es la ilusión. El castillo de nubes que nos permite transitar día a día el espacio de territorio al que se nos ha enviado a respirar.

Somos, quizá, un Gatsby. Un Jay Gatsby. O mejor, un Fitzgerald. Un Francis Scott Fitzgerald. Que al cabo es lo mismo. El personaje y el creador. La obra y la consecuencia. El castillo y el que lo habita. O el que aspira a escapar de él. Pero las puertas están cerradas. Y no hay manera de abrirlas. La ilusión es una casa de paredes frágiles que si se desborda termina aplastando cada pedazo de nuestro cuerpo.

Esperanza. Nick Carraway, el personaje principal de la novela El gran Gatsby (The Great Gatsby, 1925), define a Jay Gatsby como el hombre con más esperanza que ha conocido en la vida. Y no es para menos: Gatsby, locuaz estadounidense que ha amasado una fortuna en poco tiempo, rige su vida en base a esa larga y tentadora palabra: esperanza.

Carraway, un joven americano que llega a la Nueva York de 1920, la del Wall Street repleto de muchachos como él, llenos de ambiciones y futuros desbordantes después de haber sobrevivido a la Primera Guerra Mundial, aspira a convertirse en un importante empleado de la Bolsa de Valores a costa de dejar a un lado su verdadera vocación: el de escritor. Tiene talento, suficiente, pero prefiere conservar los pies sobre la tierra y dejar de navegar en el cielo de sus añoranzas.

Porque la esperanza no es igual para todos. Es consecuente con la realidad, con la época y las circunstancias. Sostener un anhelo por un tiempo prolongado puede llegar a ser un suicidio lento. Una caída inexorable que, debido a la altitud a la que uno se eleva por sus pretensiones, duele aún más de lo habitual.

Y es así que desmitifica el afamado American Dream. El de que en la bendita tierra yankee todo se puede si es que se lucha por ello. Pues no es así, ni allá ni en la China. Al final la muralla es, casi siempre, más elevada.

Pero hay alguien que sí se eleva sobre los demás, que construye un palacio y adorna su nombre con guirnaldas e historias increíbles, que se esconde pero que, cuando interviene el momento propicio, sale a la escena para derruir todo lo que le rodea por un anhelo, por una voz, por una mujer que lo ha mutado, por una mujer que ha hecho de él eso que ahora es: Daisy.

Fitzgerald elaboró este arquetipo con base en las observaciones de las fiestas y derroches de los años 1920 en los Estados Unidos, época en la cual regía la Ley seca y aparecían nuevos magnates que lucraban con las ansias de la juventud de embriagarse de sueños y olvido, de huir de la resaca de la Gran Guerra, de saberse completos y dispuestos a hacerlo todo por la vida que se les ofrecía a derroche.

Pero también construyó esta novela, o por lo menos a varios de sus personajes, de acuerdo con determinadas personas que influyeron en su vida. La más resaltante es Daisy, la prima de Nick Carraway, la mujer de cabellos amarillos por la cual Gatsby está dispuesto a realizar cualquier acción en pos de su amor a pesar de la vida matrimonial de esta muchacha. Al igual que Scott por Zelda Fitzgerald, su esposa.

Basta leer la semblanza que Hemingway hizo de ambos en París era una fiesta: Zelda maneja a su antojo a Scott, lo atomiza, lo envuelve en su seda, una echa de avaricia y envidia, de egolatría y ansias de acabar con la carrera fulgurante de su marido. Una mujer al borde de la nada, de lo imaginario, que se desquitaba con Fitzgerald como si fuera una marioneta. Una mujer por la cual, al igual que Jay Gatsby, tuvo que hacer una fortuna para convencerla de pasar la vida juntos, ya que antes había escapado de él por su falta de efectivo y herencias.    

Zelda acabó finalmente en un psiquiátrico. Y Fitzgerald murió de un infarto a los 44 años después de haber pasado varios años dedicados al alcohol y a la escritura. Hemingway cuenta de él que era un joven con mucha pasta, con mucho material y talento para escribir algo incluso mejor que El gran Gatsby, pero que para ello necesitaba de una disciplina y estabilidad que Zelda no se lo permitía.

Y fue así como el castillo se derrumbó para Fitzgerald. Y para Jay Gatsby. Y para Nick Carraway. Personajes decididos a emprender un camino distinto, con más brillo, destinado al triunfo y a las certezas, pero que acabaron engullidos por la fuerza de los sentimientos, de la realidad que se superpone a todo, de aquellos ojos que nos ven desde alguna parte y que nos vigilan, que nos permiten dar unos cuantos pasos por el césped, para sentirlo y admirarlo, pero después se nos envía a deambular por barro y tierra por el resto de nuestras vidas.

El faro que vigila Jay Gatsby todas las noches. El faro que le indica el camino a Daisy y a la felicidad. El faro que es la esperanza. El faro que está a un muelle de distancia, a un mar. El faro que solo puede tocar con los ojos. El faro desde el cual Fitzgerald vio su camino a través de Gatsby. El faro que no se toca pero que se admira. El faro que es el dios que juega con sus humanos.

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