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Dios, el animal y el destino: ‘La perla’ de Steinbeck

Destino. ¿Existe? O es un labrado, es un diario caminar, un diario plantar. O es que estamos condicionados por algo, por una ruta ya escrita, por un mandato divino. Permanecer y resistir. O modificar y transgredir. ¿Qué es el destino?

Dios. O varios. Un ser supremo que nos vigila, que nos legó la vida y al cual pertenecemos en obediencia y en rebeldía. Lo sagrado, lo incorruptible. La historia de una generación desbordada por la religión y la adoración.

Saramago (José, Nobel de Literatura) escribió versiones alternativas de la Biblia, el manuscrito eterno. El primero: El Evangelio según Jesucristo. El segundo: Caín. En ambas novelas los personajes míticos de las sagradas escrituras (en el primero Jesús y sus apóstoles, es decir el Nuevo Testamento; en el segundo el primero, el del Génesis y el del Éxodo, el del fratricidio, la manzana del pecado y el mar que se parte en dos: el Antiguo Testamento) muestran otras caras además de las conocidas, de las contadas, de las fabuladas. Un Caín que, después de ser aborrecido por Dios tras haber asesinado a su hermano Abel, debe transitar por el mundo, por la tierra que pertenece a sus pies, y conocer los milagros y odios de un ser que analiza y desborda su furia desde el cielo. Lluvia de sangre, lluvia de fuego. La aniquilación de Sodoma y Gomorra. La aniquilación de un pueblo. La inundación.

En La perla (1947), novela corta de John Steinbeck, un dios es el certero flechador que captura a los pobres, a los desamparados a su conveniencia. Concibe una perla debajo del mar, una hermosa diadema de la naturaleza que Kino, un campesino que habita en los bordes de una isla (un pueblo pequeño que se asentó ahí) con su esposa e hijo recién nacido, encuentra en su búsqueda diaria de alimento y armas para sobrevivir. Para dar de comer a su familia, que vive en una choza. Pero esa perla es la codicia de los demás, de sus hermanos, de sus vecinos. Y Kino ve su corazón ennegrecido por las leyes del hombre, las normas no establecidas pero sí perpetuadas de la envidia, del secuestro.

Por el apetito de tener un poco o mucho más (no codiciarás a la mujer de tu prójimo, los bienes de tu prójimo, la suerte de tu prójimo). Y he ahí el castigo: “Por eso se dice que los seres humanos nunca están satisfechos, que se les da algo y quieren algo más. Y esto se dice con desprecio, cuando es una de las mejores cualidades que posee la especie, una cualidad que la ha hecho superior a los animales, que están satisfechos con lo que tienen”. Pero esa misma búsqueda, la de lo material, el exceso de los anhelos, nos alía con las bestias de la selva, con las hienas y con las aves que sobrevuelan el cielo encima de un cadáver. Ahí es cuando un dios —o varios— interceden. O no. 

“No es bueno querer tanto una cosa. A veces, ahuyenta a la suerte. Hay que quererla lo suficiente, y hay que ser muy discreto con Dios, o con los dioses”, se lee en el segundo capítulo de la novela de Steinbeck —Nobel de Literatura al igual que Saramago—, anticipando la vigencia de un Dios o varios que están atentos a las alegrías y requerimientos de un humano, de su humano. No alabarás a nadie más que no sea yo, parece decirnos desde alguna parte del tiempo y del espacio, Él, que está en todas partes en todo momento.

“Un plan es algo real, y las cosas proyectadas se experimentaban. Un plan, una vez hecho y visualizado, se convertía en una realidad como otras, indestructibles, pero fáciles de atacar. De modo que el futuro de Kino era real pero, habiéndolo fundado, otras fuerzas se disponían a destruirlo, y él lo sabía, así que debía prepararse para repeler el ataque. Y Kino sabía también que a los dioses no les gustan los planes de los hombres, y a los dioses no les gusta el éxito, a menos que se lo obtenga por accidente. Sabía que los dioses se vengan del hombre cuando éste triunfa por su propio esfuerzo. En consecuencia, Kino temía a los planes pero, habiendo hecho uno, nunca lo destruiría. Y, para repeler el ataque, Kino se estaba haciendo ya un resistente caparazón que le aislase del mundo. Sus ojos y su mente exploraban el peligro antes de que apareciera”.

Destino. Uno manipulado por aquel ser intocable, invisible que nos creó en seis días. En el séptimo descansó y se regodeó a sus anchas de sus fallas, de la no perfección de su obra. Consciente. Si no el árbol y la serpiente habrían estado alejados, no al alcance del primer hombre y su compañera, la primera mujer, la primera madre. La de todos nosotros.

Pero, ¿destino? ¿Una vía, un árbol que no se debe doblar? ¿Realmente hay alguien que nos vigila, que ve cómo nos vamos destruyendo sistemáticamente con el tiempo, con los años, con los días que pasan y que nos convierten en seres más cerrados, más perdidos, sin un norte? Un ente que nos da la lluvia que mata, la lluvia que degüella cerros que caen encima de nosotros, que nos quita la cosecha y que nos asfixia con el astro que quema hasta la carne de los animales. Uno que nos pide que por lo mismo, para no acabar como el pueblo de Noé, lo adoremos y sacrifiquemos a nuestros hijos como Abraham, como él mismo con su primogénito en la cruz.

En La perla un dios doblega las ansias por una mejor vida a Kino, a su mujer y a su pequeño hijo, Coyotito. Encuentra en la naturaleza y en la sociedad su mejor vara, su remedio a la “codicia”. Un dios que bendice a los que ya tienen —al médico, al cura (personajes de la novela)—, y finiquita a los más desguarnecidos. Alabad el nombre del dueño del destino. Si no atente a las consecuencias. A pesar de que las guerras más rudas están destinadas a sus mejores soldados.