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Las bellas miniaturas de Hasbún

A veces uno lee libros que quisiera haber escrito. Esto significa: libros que uno siente que podría haber escrito, ya que parecen haber sido hechos con facilidad y alegría. Y también significa: libros de los que uno quisiera jactarse, su nombre impreso en la portada, para satisfacer por un rato su inquietud de artesano incompleto y anhelante.

Cuando los libros que uno quisiera haber escrito están firmados por extranjeros, es fácil encontrar un montón de pretextos para explicarse a sí mismo el hecho de no haberlos podido escribir. En cambio, si el autor del libro que uno quisiera haber escrito es un compatriota, entonces tiene dos opciones: la primera, que es la del odio; y la segunda, que es la del amor…

Se puede odiar a quien hace muy bien aquello que nosotros también hacemos. Se lo puede ignorar o ningunear o dañar con maldad y olvido. Se puede ser cariñoso con él en público y, al mismo tiempo, absurdamente injusto con su obra en privado.

Cuando se habla de crítica literaria se habla poco de la envidia; pero, hay que ser sinceros, no hay crítica sin envidia y sin superación de la envidia.

Cuando puede, la crítica celebra, sin segundo cálculo ni cicatería, a los buenos escritores. Para sumarme a ella, para tratar de ser parte de ella, y para actuar con los métodos del amor (que no son ni blandos ni bobos), cada vez que me topo con libros nacionales que quisiera haber escrito pero que no podré escribir los pongo en una lista, la lista de los “más bellos ensayos bolivianos”. Es una lista muy exclusiva y muy personal, aunque no arbitraria, y me es dictada por una voz. Se trata de la voz de la envidia, sometida por el amor.

Luego informo al público, a través de reseñas periodísticas, de algunos de los títulos que he incluido en mi lista. Ahora quiero reportar una nueva entrada. Se trata de Las palabras (textos de ocasión), una obra de Rodrigo Hasbún que acaba de aparecer en El Cuervo.

Hasbún es, en mi opinión, el mejor narrador boliviano de los últimos tiempos. En su más reciente novela, Los afectos, ha dado, y muy bien, un paso decisivo, el que comunica de la escritura autorreferencial que se practica abundantemente hoy, y en la que es posible ubicar sus primeros libros, a la escritura que cuenta, la escritura de historias, la cual requiere de un talento y una paciencia enormes, pues se trata de desplegar la imaginación y de vivificarla.

Las palabras es el primer libro de no ficción de Hasbún. Está compuesto por colaboraciones con revistas literarias y por intervenciones suyas en festivales literarios; “textos de ocasión”, “a pedido” y con tema prefijado, es decir periodísticos, que sin embargo están compuestos con una prosa, una cadencia, una premeditación y un vuelo superiores. No debería sorprendernos: ya se ha dicho varias veces que el encargo literario no obstaculiza, sino que —todo lo contrario— afila y concentra las posibilidades expresivas de los buenos escritores. Recordemos, entre tantos otros ejemplos, que fue el motor de la novelística del siglo XIX.

Hasbún escribe perfiles de dos de sus autores favoritos (Natalia Ginzburg, Rodolfo Walsh), y de dos cineastas de gran calibre (Kiarostami, Mekas). Son perfiles modélicos: pequeñas biografías reveladoras del biografiado a la vez que apreciaciones convincentes sobre sus obras y, a través de ello, fluidamente, consideraciones sobre lo que es y debe ser el arte.

Ahí hace alusiones a su poética: “1) El silencio es un recurso expresivo poderoso cuando sucede en los momentos justos. Importa tanto lo que se dice como lo que se calla. 2) Es a los lectores a los que les toca rellenar los vacíos. Está bien confiar en su capacidad creativa, en su involucramiento emocional. 3) A veces la manera más contundente de narrar los grandes hechos, la Historia con mayúscula, digamos esa que deja en ruinas a todo un país, es recurriendo a las historias mínimas”. Está hablando de Ginzburg, pero también de él. Porque Hasbún es discreto y minimalista. Y, como él mismo dice, “en un panorama literario como el nuestro, acostumbrado a celebrar los gestos ampulosos, quienes dedican su vida a construir miniaturas corren el riesgo de no ser tomados en serio”.

Este último libro de Hasbún es brevísimo y sin embargo basta para observar cómo el autor progresa desde unos textos más condescendientes hasta otros más perfectos, que son los últimos.

El libro hubiera ganado si prescindía del texto en el que Hasbún hace una “big picture” de la literatura latinoamericana actual (“Trazar un mapa imposible, en el aire”), pues aunque está muy bien escrito, denuncia lo obvio: que los escritores generalmente no son críticos; los mejores no lo son. Y un escritor que no es un crítico y escribe crítica no resiste la tentación de hacer un poco de relaciones públicas y de alimentar el “espíritu de cuerpo”. Pero me parece que Hasbún no está en el “trabajo de redes” ni en el del “autobombo”. Me parece que se toma en serio su oficio, que tiene una vocación y un talento profundos, y que por eso va a aportar mucho a nuestra literatura. Y este su último libro no lo desmiente.