Melenas al viento y música
A medio siglo del último recital de The Beatles, en la azotea de Apple Corps
Pese a que no estaban en mis preferencias musicales, al intentar hacer que me gustaran a como dé lugar, poniendo a todo volumen en el escritorio de la casa sus canciones, no pude dejar de concluir diciendo que son y serán siempre una leyenda. Lo son, ciertamente, lo digo con toda seguridad.
Los grandes personajes no solamente son grandes en los campos donde incursionan y dominan por su talento o sus facultades especiales, porque adquieren dimensiones desmesuradas también en los campos de la idiosincrasia urbana y, sobre todo, de la cultura popular. Así con Einstein, Da Vinci, Elvis Presley y Gandhi —por dar solo unos ejemplos—, cuyas influencias trascendieron la física, el arte, la música y las causas humanitarias, respectivamente. Y con el cuarteto de Liverpool ocurre algo parecido. Su nombre no solo significa genialidad musical y arte sonoro del más alto nivel, sino que se vende en tazas, gorras, toallas, calcetines, camisetas y llaveros de todas partes.
No estaban en el mejor momento de sus relaciones, evidentemente; la alianza entre los cuatro se había dañado por diferencias artísticas y personales, pero Paul McCartney obedeció al deber de cumplir con la misión de persuadir a los tres restantes para que se decidieran a dar al mundo una última actuación como gesto de despedida de la que en poco tiempo —no más de una década— se había convertido en una de las bandas de música más importantes de la historia. La más importante para algunos entendidos.
Mientras Lennon, guitarra en mano, trabajaba cada vez más autónomamente en sus composiciones y se proyectaba como solista, McCartney, Harrison y Ringo Starr mantenían reuniones cada vez más breves y a intervalos más extensos, con el único fin de completar las grabaciones para el álbum Let it be. Además, la beatlemanía había causado un revuelo tal que hasta llegó a influir en la vida de los músicos, sobre todo en la de Lennon. Así que el final era inexorable. Ya en 1966 habían decidido dejar de actuar públicamente como grupo. Pero tres años después, Paul McCartney los instó a despedirse, no entre ellos mismos, sino del mundo.
El lugar podía haber sido Giza, al pie de las colosales pirámides de Egipto y al lado de la esfinge. O en un anfiteatro romano. Consideraron esas posibilidades.
Hubiese sido seguramente un espectáculo insólito, tal vez la puesta en escena más alucinante de la historia musical. Pero no. El lugar fue otro, uno tan sencillo como aquellos bares nocturnos donde habían comenzado su carrera hacia la consagración universal: la azotea de un edificio. Fue el 30 de enero de 1969, hace medio siglo. Era el mediodía.
Entonces, sobre un piso de madera y en medio del ventarrón, Ringo montó su batería y los otros tres enchufaron sus guitarras y micrófonos en la azotea del estudio de música Apple Corps, en el número 3 de Saville Row, Londres. Instalaron también amplificadores y una consola. Pusieron pantimedias en los micrófonos porque, de no haberlo hecho, el viento hubiese distorsionado los sonidos vocales. Las cosas se dieron de una forma improvisada y fácil: ya que estaban allí preparando su último disco, solo fue cuestión de subir los equipos al tejado del edificio y comenzar a tocar de la manera más sencilla y natural. Las drogas también habían jugado un papel nefasto. John Lennon, por ejemplo, se hallaba en una fase difícil, consumiendo heroína, y en consecuencia tuvo dificultad para acordarse de la letra de las canciones que ayer cantaba con tanto señorío y potestad. A pesar de esta situación, arrancó de las cuerdas de su guitarra los solos de las piezas con mucho virtuosismo.
Fue un adiós para siempre. Con las melenas batidas por el viento, tocaron Get back, Don’t let me down, I’ve got a feeling, One after 909 y Dig a pony. Pero ese concierto en las alturas no pudo durar mucho más porque al poco rato la Policía llegó a decirles que los conciertos en las azoteas no estaban permitidos. Por otra parte, aunque los conciertos en las alturas sí hubiesen estado autorizados, la aglomeración de gentes que se había hecho a los pies del edificio hacía que el recital fuera un peligro. Como sea, fueron quizá los 42 minutos más gloriosos de la carrera de los cuatro y definitivamente los más felices para sus fans.
Por poco y ese show se frustra. Hacía un frío glacial, como el de Islandia, y soplaba un ventarrón como muchas dagas filosas. Fue un día particularmente helado.
Entonces Ringo Starr y George Harrison vacilaron porque tenían los dedos entumecidos por el impávido frío y dudaban de poder tocar bien los instrumentos. Paul McCartney se encogió de hombros sin saber qué hacer. Cuando el último beatle, John Lennon, muerto de frío y envuelto en un abrigo de piel café, pasó el umbral de la puerta, animó a todos y se decidió.
—A la mierda… ¡Hagamos esto!— dijo a sus colegas.