Wiñaypacha, el amor es una montaña
La película peruana está dirigida por Óscar Catacora
Una montaña. Una cumbre. Nieve, lluvia, viento. El día y la noche. Una choza. La luna y sol. El hombre y la mujer. La eternidad. El amor.
Eternidad en aymara es Wiñaypacha. Phaxi es la luna, Willka es el sol. La luna es la mujer y el sol, el hombre. La pareja que nace y muere dentro de un mismo día, que revive al día siguiente y así, hasta la finalización de nuestro tiempo en la tierra.
Wiñaypacha es la película peruana estrenada el año pasado pero difundida en Bolivia hace poco (se exhibió en la Cinemateca Boliviana) que nos demuestra que el arte es (o puede ser) básicamente la potencia de las estaciones, de los elementos: fuego, agua, viento, tierra. La concepción de una historia que transmite lo que queda pero se olvida, quizá de lo que, actualmente, se reniega. Regresar a las montañas. A los orígenes.
Cosechó varios premios latinoamericanos y candidaturas en algunos certámenes europeos. La película —que está rodada en aymara, siendo la primera en su clase—, dirigida por el puneño Óscar Catacora (31 años), surge a través de la concepción de un mundo pequeño pero mítico que es el del aislamiento. El de vivir al lado de las aves, lobos y vizcachas. En el olvido.
Phaxi y Willka son dos esposos ancianos que viven en una choza encima de una montaña. Tienen ovejas, una llama y un perro negro que los acompaña a donde caminen. Producen su comida (granos, semillas, verduras) y crean su ropa (poncho, manta) y sus enseres (frazada) con lana que ambos manejan y trabajan. Son felices. Casi. Tienen un hijo que no ven hace muchos años debido a que el joven se fue a la ciudad. No tienen noticias de, al parecer, su único retoño. Pero sobrevive en el recuerdo diario de sus padres, más en el de la madre, la eterna protectora —a veces tiene pesadillas en las cuales escucha el llanto de un bebé—. El dolor de no saber nada del hijo los aflige. Pero es lo único. Tienen lo necesario para sobrevivir. Se tienen a ambos.
Pero hay un Dios/dios o varios que, en un determinado momento, decide interponerse en la vida tranquila de esta pareja. Poco a poco vemos cómo, sin una razón determinada, al menos no la podemos presentir, el ser que nos ve y juzga desde el cielo (o desde debajo de la tierra) se ensaña con Phaxi y Willka: fulmina gradualmente lo poco que tienen. Todo menos lo más importante: su amor.
La virtud de la película es la fuerza narrativa, la historia. Cómo se va desplegando a través de símbolos, sin música —a veces utilizada en muchos filmes de forma innecesaria y forzosa con el simple fin de darle un halo de dramatismo a las obras— de fondo que no sea la melodía del agua que fluye entre las piedras y el pasto, o el viento que raja las caras de los humanos, de la lluvia que cae como piedra encima de los cuerpos de los ancianos, o del fuego que ruge en la noche, ya sea encarcelado en una estufa o desplegado en su brutalidad de incendio, con el grito de las cenizas.
La narrativa sin actores. Sin profesionales. Catacora decidió —lo más inteligente, y no así como lastimosamente vemos muchas veces en el cine nacional: forzar las identidades de nuestros personajes ya sea por falta de intérpretes indígenas que puedan enmascararse con la piel de las ficciones creadas o por el “plus” de contar con actores con experiencia pero que no abarcan al personaje en sí ya sea por su color de piel o su forma de hablar (lustrabotas jailones)— tomar a una pareja de ancianos que no había actuado antes (uno es su abuelo materno), darles diálogos sencillos pero no simples, sino poderosos, cargados de la cultura a la que pertenecen, de la cual venimos casi todos nosotros, habitantes de países andinos. Y le funcionó, le salió de gran forma.
Porque todo gira en el amor, en esa búsqueda de la eternidad que no signifique el cosmos orgásmico ni el anillo y la costumbre simplista, sino la raíz de todo, la de una mano encima de la otra, la de hacer un mundo donde se tenga que fundarlo, ya sea en una montaña o en una ciudad, esta última cada vez más congestionada de símbolos de desprendimiento, de soledad inútil y búsqueda de permanencia sin sangre, sin el sacrificio que conlleva compartir una vida. Se pierde la recompensa. Se anula la capacidad de ser astros, de ser la luna y el sol, así como manda la tierra o el dios en el que quieras creer.
La similitud en la inocencia y ese alejamiento del mundo moderno —al cual el hijo ha decidido emigrar y contagiarse del mal de la ciudad (quizá de ahí la maldición que cae a sus padres)— no es único. Para nada. Es una búsqueda cada vez mayor de los cineastas —en nuestro medio aún no se ha captado muy bien esto: pretendemos alejarnos lo más que podemos de las raíces para contar nuestros temores y certezas de cartón, algo así como filosofar acerca del amor banal y bailar con un aguayo en el Electropreste para hacer país y cultura— del mundo.
Con una similar ideología del aislamiento están, entre las recientes películas estrenadas, la italiana Lazzaro Felice (Alice Rohrwacher) y El hombre que mató a Don Quijote (Terry Gilliam). La primera es el simbolismo del fin de la inocencia a través del capitalismo, de la lucha del hombre contra el hombre. La explotación que se repite a través de los siglos. El eterno retorno. Que el ser limpio de corazón es casi ser un dios en esta época. En la segunda, la de Gilliam, un hombre decide o es condenado a ser un Quijote en este tiempo, cada vez más absurdo. Los mismos molinos pero las almas cada vez más podridas. Al Quijote de la Mancha lo matarían hoy, parece decirnos. No habría piedad.
Las tres películas especulan acerca de una fuga o resistencia, la del hombre en su búsqueda de lo primigenio, de lo sucedido pero en la mayor parte de los casos olvidado. Del territorio de la infancia o la locura en la cual uno fue feliz. De esa eternidad que queda en las retinas y oídos de los que permanecemos pero que, pronto a tarde, nos vamos a ir.
De esa Wiñaypacha, de esa cosmovisión que es el amor de la montaña, del amor piedra. En una escena, cuando parece que no hay salida hacia nada (la naturaleza va destruyendo lo poco que les queda) Willka, el esposo, le dice a Phaxi: “Tranquila, que a pesar de que se queme todo vamos a estar bien. Nos tenemos a los dos y vamos a estar bien. Vamos a estar bien”.
Simple. La comunión de los espíritus más que del cuerpo. He ahí la eternidad.