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Green Book: una amistad sin fronteras

Lo primero, quizás lo único, en lo cual queda uno pensando mientras corren los créditos finales es si esta suerte de remake retocado de Conduciendo a Miss Daysi (Bruce Beresford, 1989) requería en verdad 130 minutos para explayar tan descafeinada historia de una amistad a contramano del cúmulo de prejuicios racistas y clasistas vigentes en la sociedad norteamericana, en particular en el sur de aquel país, durante los iniciales años 1960 en los que se encuentra ambientada.

Aun cuando aparente que lo de Green Book pueda ser entendido de manera literal cómo “Libro Verde” en realidad el título alude a una abyecta guía de viajero cometida por el cartero negro Victor H. Green para orientar, anunciaba, a quiénes se aventuraban entonces a recorrer los caminos sureños, evitándoles los disgustos provocados por las estrictas reglas de apartheid vigentes en buena parte de los Estados de aquella geografía respecto a la prohibición para los negros de alojarse en los mismos hoteles, comer en los mismos restaurantes o, incluso orinar en los mismos retretes que los blancos. 

Si hay algo, en materia de producciones fílmicas, respecto a lo cual conviene ir prevenido es cuando en pantalla aparece la leyenda “basada en una historia real”, experimentado como se tiene que tales anuncios resultan ser mayormente una coartada para gambetear las obligaciones narrativas y dramáticas de quienes así descargan en la supuesta fidelidad a lo realmente acaecido sus obligaciones específicas en el armado de cualquier trama.

Green Book: una amistad sin fronteras vuelve a ilustrar dicho peligro. Máxime cuando poco después del estreno la familia de uno de los personajes protagónicos hizo pública la negativa de Don Shirley a autorizar la filmación de aquella historia, puntualizando que su relación con Tony Vallelonga fue estrictamente contractual. Poco después Nick, hijo de Tony y co-guionista de la película, debió disculparse públicamente por comentarios de claro sesgo racista y anti-musulmán, reproducidos en su cuenta de Twitter, lo cual engordó las dudas a propósito de la sinceridad de esta convencional mirada blanca hacia los sinsabores y las humillaciones de los negros en medio de un entorno fuertemente discriminador.

Pues bien, el asunto va del tour emprendido en 1962 durante dos meses por el virtuoso pianista afroamericano Don Shirley, invitado junto a su trío a una gira de conciertos. Shirley se desplazará a bordo del vehículo de su ocasional chofer, a ratos guardaespaldas también, Tony “Lip” Vallelonga. Este último, típico italoamericano del Bronx, acaba de enterarse de que el club nocturno Copacabana, donde en el talante matón de boliche desempeñaba desde hace una década labores de seguridad privada, tiene previsto cerrar sus puertas exactamente por el mismo lapso de tiempo requerido por su circunstancial jefe para contar con sus servicios.

En principio ambos carecen de cualquier rasgo en común. Don es introvertido, refinado, dado al alcohol y vive agobiado por la doble marginación, que sobrelleva estoicamente, debido a su origen racial así como a su clandestinizada homosexualidad. En cambio Tony es extrovertido, deslenguado —repite sin rubores los prejuicios racistas del entorno, más por ignorancia que odio, subraya la película—. Es asimismo rudimentario, proclive a enredarse en líos y practicante asiduo de un hedonismo elemental.

En tándem con su hermano Bobby, Peter Farrelly venía haciendo lo suyo en el rubro de la comedia salvaje. No le fue mal en la taquilla y en algunas recensiones pero estaba claro que, aparte del desgaste, con asuntos del tipo Tonto y retonto (1994), Loco por Mary (1998) o Irene, yo y mi otro yo (2000) difícilmente llegaría alguna vez a la ansiada vitrina anual de las estatuillas doradas. Y no es que sus colegas hubiesen dejado de disfrutar del desenfado escatológico de los Farrelly, pero a ninguno se le ocurriría arrojar a la cuneta la circunspección académica para postular alguna de sus hechuras saturadas de pastelazos y chascarillos verbales de subido tono y en general con un tratamiento de brocha gorda.

De tal suerte para su primera realización en solitario Farrelly resolvió dar un giro radical procediendo a un minucioso limado y alisado de cualquier rugosidad política a fin de armar aquello que en las tierras del director se denomina un crowd pleaser apelativo imposible de traducir literalmente pero que vendría a ser una suerte de consolador masivo, acomodado al gusto por los “buenos modales”, para el caso una visión retrospectiva del racismo en la historia norteamericana reciente filtrada a través del lente condescendiente de la mirada blanca, dando de paso por supuesto que aquello ya fue.

El género de películas del camino (road movies) apunta comúnmente a un doble alcance metafórico. Da cuenta paralelamente del descubrimiento de geografías ajenas a los fascículos de promoción turística, esto es del costado oculto de una realidad conocida a medias, y de la travesía interior cuyo destino es el develamiento de los rasgos escondidos de la personalidad del (los) viajero(s) de ocasión. A tal efecto la interacción individuo(s) con paisajes trasciende la mera complementariedad visual para cobrar asimismo alcance denotativo de la mutación íntima operada entre la partida y la llegada.  

Tal es en buen grado el enfoque del título que comentamos. Poco a poco las diferencias entre Shirley y Vallelonga van dejando lugar a una creciente empatía que alcanzará su clímax sensiblero durante la cena navideña familiar, escena tramada en el modo de la cereza sobre el edulcorado pastel, cual si las aberraciones del sistema pudiesen disolverse merced a la simple disposición de ánimo de quienes han podido constatar a lo largo del viaje la prejuiciosa actitud de los policías, al igual que los ríspidos recelos ancestrales arraigados en los comportamientos de los estratos bien pensantes de aquella sociedad.

En términos narrativos Farrelly se atiene al vademecum para una correcta fabricación artesanal, sin aventurar ninguna salida de tono que pudiera considerarse propia de un estilo contestatario a los cánones dados. Buena parte de la responsabilidad, si no toda, de sostener el empaque dramático del relato recae sobre el trabajo de los dos protagonistas. Vigo Mortenssen, en el papel de Tony, compone con soltura su rol de ese descendiente de italianos francote y desentendido de cualquier manual de urbanidad. A fin de parecerse lo más posible al tipo personificado hizo incluso el sacrificio de engordar algunos kilos, esfuerzo que le puede hacer ganar puntos en la valoración de los académicos siempre gustosos de galardonar a quiénes aumentan o pierden peso para mejor mimetizarse con los originales. Mahershala Alí, actor negro de moda —ya obtuvo un Oscar a mejor actor de reparto por su papel en Luz de luna (Barry Jenkins/2016)— da la réplica con igual desenvoltura aun cuando por momentos entrega la impresión de estarse copiando.

Green Book: una amistad sin fronteras se deja ver, no diría disfrutar, a pesar de su construcción dramática del todo predecible además, se anotó de arranque, de buena cantidad de minutos sobrantes. La condición es no pedirle aquello que nunca Farrelly se propuso: profundidad, acento crítico, renuencia al sentimentalismo bien intencionado y de rápida digestión, vale decir, apartarse por un momento siquiera de las facturas al uso para hechuras destinadas al olvido inmediato.

Ficha técnica

– Título original: Green Book

– Dirección: Peter Farrelly

– Guion: Nick Vallelonga, Brian Hayes Currie, Peter Farrelly

– Fotografía: Sean Porter

– Montaje: Patrick J. Don Vito

– Diseño: Tim Galvin

– Arte: Scott Plauche

– Efectos: Guy Clayton,  Edward Joubert, 

Mik Kastner,  Daniel Briney,  Tasha Carlson,

–  Música: Kris Bowers

– Producción:  Jim Burke, Brian Hayes Currie,

Peter Farrelly, Jonathan King, Kwame Parker,

Nick Vallelonga, Charles B. Wessler

– Intérpretes:  Viggo Mortensen, Mahershala Ali,

Linda Cardellini, Sebastian Maniscalco, Dimiter D. Marinov,

Mike Hatton, P.J. Byrne, Joe Cortese, Maggie Nixon,

Von Lewis, Jon Sortland, Don Stark, – EEUU/2018