Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 09:51 AM

Solo preguntas II: Mala música

Reflexión sobre la música chicha en sus dimensiones sociológicas e identitarias

/ 13 de marzo de 2019 / 04:00

Directo al grano: no son pocos los que desestiman la música chicha, empero muchos los que hallaron en este género musical un lazo de identificación, pertenencia e identidad. De la periferia cultural musical vienen también el flamenco, el jazz y la cumbia, géneros que hoy representan en sí mismos procesos sociales y culturales determinantes. ¿Y acaso la música chicha no encarna en sí un proceso de transformación reflejo de migraciones, búsquedas y sobrevivencias? Vamos por más.

Un fenómeno. En La Ópera Chola, música popular en Bolivia y pugnas por la identidad social, de Mauricio Sánchez, texto fundamental para el estudio de la música popular en Bolivia, se afirma que a fines de los años 1980 la chicha peruana ya era parte de la cotidianidad de los inmigrantes bolivianos. Un lazo directo y casi de hermandad hallaron los que fuera de sus tierras natales sentían en la chicha el espacio cultural de “el mundo de los pobres”, “los ambulantes” o “los corazones cholos” (Sánchez, 2017, p.301).

El huayño andino les hablaba de su tierra, del cultivo y las comunidades, mientras que la chicha tomaba el cotidiano vivir como alimento para sus letras; y ello lo hacía casi imitando el ruido de las grandes ciudades al combinar la guitarra, el bajo y el sintetizador eléctrico con el tempo de la cumbia andina. Los inmigrantes construyeron “otra” comunidad, una que aglutinase a los discriminados por su estatus social y educativo, y donde la música chicha se viviera desde la carne, aunque para la clase alta cultural fuese considerado un género pobre y marginado. Algunos etnomusicólogos afirman que los referentes temáticos andinos desaparecieron, sin embargo el desamor y el abandono son los más recurrentes. Más bien este indígena moderno chichero regresa, y visualmente invade su comunidad con una nueva estética: lo andino a un segundo plano, y la guitarra eléctrica al primero, he ahí la modernidad de la “mala música”.

El medio. Las semejanzas culturales y la cercanía espacial entre Bolivia y Perú posibilitaron que se mezclen y compartan diversas manifestaciones culturales. Una vez que el género traspasó las fronteras y comenzó a lograr adeptos en Bolivia, el fenómeno se multiplicó. Las compilaciones musicales pasaron de un bus a otro; de una frontera a otra. La melodía se adueñó casi por completo de la radio: un medio de comunicación que fungía como herramienta de cambios sociales, de fortalecimiento cultural y participación ciudadana donde los oyentes eran los protagonistas.

En el proceso de adaptación a la ciudad, la radio les acompañaba desde tempranas horas como fuente informativa, de ubicación e identificación esencial, y fue ahí donde los programas matutinos musicales realzaron la  música chicha tal como si fuera un lenguaje universal. Ambos ganaban: la radio más audiencia; la audiencia un medio que valide sus “gustos”. Si bien era un sector determinado el que escuchaba este género, la radio y la reproducción autónoma provocó una colisión de clases sociales: un minibús, un restaurante o una construcción en cualquier parte de la ciudad de La Paz, donde sonase la hoy llamada “mala música”. 

Una necesidad. La chicha responde a la necesidad de lograr originalidad cultural, de tener un derrotero propio, un lazo social común en medio de una sociedad elitista culturalmente que segrega al de menor nivel educativo y por ende, a sus procesos culturales. El género representa una búsqueda de pertenencia y al mismo tiempo de diferenciación. El inmigrante boliviano vive un proceso de desapropiación de sus referentes andinos musicales, modernizarse bizarramente con un nuevo sonido. La música chicha se convierte en el resultado no solo de la mezcla de instrumentos musicales, sino también de las superposiciones de varias pieles culturales; su raíz, un fenómeno social común: la migración campo-ciudad. El nuevo vecino era más moderno: ya no escucha huayño, sino la “mala música”.

Por otro lado, y en defensa de aquellos que consideran pobre su propuesta musical, cabe preguntarse si pese a las condiciones educativas y a la formación autodidáctica, hoy los músicos no podrían reformular su propuesta artística: quizás sí. Sin embargo la riqueza y el aporte de la música chicha se hallan más en su dimensión sociológica e identitaria que musical, tal como en los inicios del jazz o del flamenco. Sobre gustos es injusto teorizar, pero sobre procesos culturales, necesario. ¿Decir entonces que la chicha es “mala música” (como forma despectiva y segregadora socialmente, alejado de la evaluación meramente técnica musical) no implicaría negar y aborrecer un proceso social y político clave para entender el fenómeno de la migración campo-ciudad? ¿Será acaso la discriminación hacia este género un camuflaje de cierto rechazo al “otro indígena”? ¿Es entonces la chicha “el bálsamo para el excluido”? ¿O un sonido “popular”, como dijera Martín Barbero, un modo cultural que se impone ante los hegemónicos, un espacio de resistencias, dominación y negociación? En fin, son solo preguntas.

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Solo preguntas V: Paradojas del artivismo

La acción del artista-activista cuando trabaja bajo el paraguas de la institución arte.

/ 29 de mayo de 2019 / 00:00

La Larga Noche de Museos debería cambiar de nombre al menos en Bolivia, hoy ya no es solo la larga noche de los museos sino de aquellos transeúntes que demuestran cuán alejadas andan las denominaciones culturales-institucionales de la función que debería tener actualmente un “museo” o “un espacio cultural que gestiona cómo atraer la atención del público”. Aprovechemos entonces tal dicotomía, partiremos de la necesidad de repensar los museos como espacios de validación artística para un sector de la sociedad y al mismo tiempo, como espacio de deseo de una minoría que a través del artivismo reclama visibilidad y aceptación. Ante ello, ¿es el museo “el espacio” para el artivismo?, ¿el artivista lo necesita para encontrarse con su público? o ¿será acaso que el estar en un museo implica haber sido vencido por el sistema contra el que lucha?

Artivismo. Artivismo, neologismo que nace de la unión entre el término artista y activista. Richard Wollheim, filósofo de arte, defendió en 1968 el concepto de arte entendido como forma de vida. Pues tal y como sucede con el lenguaje, el arte se encuentra condicionado y convertido en un reflejo del contexto social que lo generó, pudiéndose entender en ese contexto y posibilitando, al trascender su época, otras lecturas. Este fue un punto de partida importante para que el binomio arte=vida se replicase en artista=activista.

El artivismo utiliza narrativas de carácter social buscando concienciación colectiva, nutriéndose del uso de la estrategia de la resistencia como medio para hacer visible aquellos “traumas” del propio cuerpo social (también devenientes del cuerpo individual). Permite la creación de nuevas narrativas capaces de alterar los códigos establecidos con mayor compromiso con la lucha social que encarna, y menos con las líneas artísticas de las que se vale. No se trata entonces de oponerse por oponerse, sino de generar un proceso informativo, transformativo y progresista. Su fuerza radica en su poder revulsivo para señalar la injusticia, cumpliendo así la función de corrección del desequilibrio social. Ante ello, el cuerpo del artista también se convierte en un “objeto” más de lucha, como medio de disrupción que invita a acceder a un discurso público en construcción. Los artivistas individuales o colectivos se plantean un tipo de arte político con intencionalidad creativa, con maneras incorrectas y discutibles, intentando quebrar esos mecanismos de dominación y agujereando la realidad. El artivismo es una alfabetizadora ética social que lleva a una autonomía no individualista del sujeto, y es acá donde llegamos a una vieja polémica: si el arte y la creación siempre llevarán consigo huellas personales al mismo tiempo que las colectivas, ¿dónde comienza y termina la vida y la obra del artista? Quizás nunca lo sabremos.

Obras. Petr Pavlensky, un polémico artista ruso cuando se cosió literalmente la boca para realizar una sesión de fotografías en la Plaza Roja de Moscú, no solo cargaba connotaciones políticas en su acto, sino también las estéticas del body art. Como artivista reflexionaba sobre la refundación del poder del cuerpo para transmitir las ansias de libertad. Y si hablamos de la inclusión del artivismo en el sistema comercial de las subastas artísticas, Bansky, “artivista” urbano británico se yergue como el más reciente ejemplo. La obra enmarcada Girl With Balloon (Niña con globo) fue subastada por la casa Sotheby's en Londres y vendida por $us 1,3 millones. Minutos después de su venta, el lienzo pasó a través de una trituradora que estaba escondida dentro del marco. Si bien el acto no resultó como esperaba el artivista, en vez de ser desechada para su venta, la obra cambió de nombre y adquirió un nuevo valor: esto es ¿artivismo espectacularizado?

En La Paz, Bolivia, una exposición Sudaca que comenzó con una boda simbólica en el Museo Nacional de Arte (MNA) y una original revisión en sillas de madera de la cadena de ancestros negros en Bolivia en la galería de la Alianza Francesa podrían dejarnos más preguntas que certezas sobre cierto artivismo boliviano expuesto en espacios llamados de “poder”. 

Preguntas. Ambas propuestas (una más lograda que la otra) comparten un denominador común: la visibilización de minorías históricamente desvalorizadas cultural, social y políticamente desde el artivismo. El estar ambas en espacios museológicos ¿significa que han acabado siendo parte de la contraprogramación contra las que se proclamaban disonantes o es una victoria?, ¿ha conseguido el artivismo alejarse de las imposturas de la autoría artística, el divorcio entre creador y público o los modelos clásicos de creación y gestión cultural? Al no escapar de la gravitación de los museos o centros culturales, ¿no acabó siendo una fuente de vistosos aspavientos dignos de llenar el apartado de dichas instituciones culturales, siendo básicamente usados por éstos?, ¿acaso no se trataba de crear espacios artivísticos, diferenciados de los convencionales y cercanos a la gente?

Una de estas exposiciones quizás no hizo más que explicitar una concepción de la acción política no como generadora de procesos, sino como una antología de símbolos étnicos, una gran comedia de situación, un nuevo estilo de arte político que construyó una “fiesta simbólica”. Ante ello se atenúan los efectos cuestionadores del combate social como consecuencia de una mala praxis del artivista, de los medios de comunicación atentos a la acción cuando lo asume como show y de un público que finalmente, critica antes de analizar. ¿No será que hoy necesitamos artistas “agentes de cambio” que salven al artivismo de constituirse en un mecanismo de desactivación del propio activismo? Pensemos, son solo preguntas.

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Una élite cultural que se desvanece en el aire

La validación social a través de la alta cultura está en decadencia, carece de una mirada crítica.

/ 2 de mayo de 2019 / 17:00

Contexto. El sentido de pertenencia de un sujeto a un grupo social determinado es fundamental para sentirse parte de una comunidad, aquella a la que decide pertenecer o en la que lo incluye la mirada de los otros. En ciertos grupos sociales compuestos por figuras del ámbito cultural se vuelve prácticamente obligatorio marcar presencia en espacios donde buscan visibilidad y validación ante los otros. Necesitan sentarse cerca, medirse con la mirada, evaluar su ropa, sus acompañantes y regalar la más falsa sonrisa. La sociedad de hoy muestra varios campos de poder, ciertas clases sociales pueden tener mucho capital cultural y poco capital económico, mientras que otras se distinguen por la acumulación del capital económico y por su relativa escasez de capital cultural: la élite cultural de hoy ha perdido ambos y con ello su legitimidad. El no permitir el paso del que aspira a formar parte de su círculo con sus formas distintas de vivir su cultura, como resultado de una fuerte movilidad social, se condena a desaparecer.

Reconocimiento. Charles Taylor asocia el reconocimiento con la identidad, afirmando que la segunda tiene que ver con el reconocimiento del otro, por los otros. Por ello, se podría pensar que la necesidad del reconocimiento es una necesidad humana básica. El pensador canadiense propone un modelo dialógico donde las prácticas sociales de reconocimiento son cruciales para la formación o malformación del sujeto. Esta necesidad de reconocimiento que nace desde el más íntimo espacio individual acompaña al sujeto que se mueve social y económicamente en su intento de ascenso, pues buscará también la validación de quienes lo rechazan. Al no existir dicha validación entendida como “no te reconozco” se crearán otros espacios de reconocimientos paralelos y continuará entonces la separación tajante entre una élite que patalea y se cierra, y otra pujante que se legitima a sí misma desde la negación de la otra.

Élite. Mientras la noción de clase social hace referencia a estructuras jerárquicas que se forman sobre la base de las condiciones económicas y/o el status social, el concepto de élite asume a la minoría de actores que posee cuotas de autoridad y poder en un ámbito determinado, que les permite ejercer cierta validación servil a sus intereses. Pero acaso ¿ese grupo llamado élite cultural tiene en realidad ese poder del que se jacta?, ¿su “poder” no radica en realidad en el hecho de que otros crean en su ilusión de poder? Cuanto más aislada de su contexto histórico, más vacía de sabiduría y menos valor tendrá el codearse en su interior. 

Cuando alguien en su red social se gravita en un círculo vicioso (o en el andamiaje de las “roscas”): se accede a un falso reconocimiento de una élite que segrega, valida y garantiza el título de reconocimiento a quien le convenga (a “su cuate”). Mas, en el intento por eternizar el título “ese cuate” podrá decidir si juega o dimite, si amplía el círculo o lo quiebra. En ese juego la élite pierde la capacidad de mirarse a sí misma, de criticarse desde adentro en pos del construir miradas agudas de “las luces y sombras de su tiempo” (de ser contemporánea): simplemente quedó en la foto, la pose y la falsa sonrisa.  

Desvanecerse. Las relaciones entre los sujetos se constituyen a partir de las posiciones que ellos negocian en los campos de poder, entonces ¿no debería transformarse ese sujeto de poder con falsa pose y sonrisa, en otro que diga lo que piense sin importar las consecuencias? Y de igual forma la sociedad deberá dinamizar el concepto de reconocimiento al compás de su movilidad social, restándole importancia a lo validado por una élite cultural en decadencia. Dicen que la alta cultura es la cultura propia de una élite cultural, pero ¿acaso hoy no han aparecido otras élites que comparten los códigos de la alta cultura y que hacen suyos objetos y manifestaciones tanto de la “baja cultura” como de la “cultura popular” validándose a sí mismas?

Quizás hoy la crítica impulsada por individuos alejados de la élite cultural sea la verdadera vanguardia del cambio; la única capaz de remover los criterios de distinción sin oponerse a otros nuevos. Esa élite cultural que hoy establece los parámetros de validación, apoyada plenamente en una fuerte mirada mercantil o publicitaria, se alimenta de personajes dóciles y maleables que responden a su deseo propio de legitimización. Y por ello poco a poco se desvanece, hoy ya no se cree en la sonrisa de su gente porque al perder su sentido autocrítico se dirige a su declive. No existen sociedades de consumo, altamente globalizadas, sin élites de poder que establezcan parámetros de diferenciación entre la alta o la baja cultura, pero ¿y si fuese menos publicitaria, menos falsa y más crítica consigo misma y su realidad? En fin, son solo preguntas.

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Una élite cultural que se desvanece en el aire

La validación social a través de la alta cultura está en decadencia, carece de una mirada crítica.

/ 2 de mayo de 2019 / 13:00

Contexto. El sentido de pertenencia de un sujeto a un grupo social determinado es fundamental para sentirse parte de una comunidad, aquella a la que decide pertenecer o en la que lo incluye la mirada de los otros. En ciertos grupos sociales compuestos por figuras del ámbito cultural se vuelve prácticamente obligatorio marcar presencia en espacios donde buscan visibilidad y validación ante los otros. Necesitan sentarse cerca, medirse con la mirada, evaluar su ropa, sus acompañantes y regalar la más falsa sonrisa. La sociedad de hoy muestra varios campos de poder, ciertas clases sociales pueden tener mucho capital cultural y poco capital económico, mientras que otras se distinguen por la acumulación del capital económico y por su relativa escasez de capital cultural: la élite cultural de hoy ha perdido ambos y con ello su legitimidad. El no permitir el paso del que aspira a formar parte de su círculo con sus formas distintas de vivir su cultura, como resultado de una fuerte movilidad social, se condena a desaparecer.

Reconocimiento. Charles Taylor asocia el reconocimiento con la identidad, afirmando que la segunda tiene que ver con el reconocimiento del otro, por los otros. Por ello, se podría pensar que la necesidad del reconocimiento es una necesidad humana básica. El pensador canadiense propone un modelo dialógico donde las prácticas sociales de reconocimiento son cruciales para la formación o malformación del sujeto. Esta necesidad de reconocimiento que nace desde el más íntimo espacio individual acompaña al sujeto que se mueve social y económicamente en su intento de ascenso, pues buscará también la validación de quienes lo rechazan. Al no existir dicha validación entendida como “no te reconozco” se crearán otros espacios de reconocimientos paralelos y continuará entonces la separación tajante entre una élite que patalea y se cierra, y otra pujante que se legitima a sí misma desde la negación de la otra.

Élite. Mientras la noción de clase social hace referencia a estructuras jerárquicas que se forman sobre la base de las condiciones económicas y/o el status social, el concepto de élite asume a la minoría de actores que posee cuotas de autoridad y poder en un ámbito determinado, que les permite ejercer cierta validación servil a sus intereses. Pero acaso ¿ese grupo llamado élite cultural tiene en realidad ese poder del que se jacta?, ¿su “poder” no radica en realidad en el hecho de que otros crean en su ilusión de poder? Cuanto más aislada de su contexto histórico, más vacía de sabiduría y menos valor tendrá el codearse en su interior. 

Cuando alguien en su red social se gravita en un círculo vicioso (o en el andamiaje de las “roscas”): se accede a un falso reconocimiento de una élite que segrega, valida y garantiza el título de reconocimiento a quien le convenga (a “su cuate”). Mas, en el intento por eternizar el título “ese cuate” podrá decidir si juega o dimite, si amplía el círculo o lo quiebra. En ese juego la élite pierde la capacidad de mirarse a sí misma, de criticarse desde adentro en pos del construir miradas agudas de “las luces y sombras de su tiempo” (de ser contemporánea): simplemente quedó en la foto, la pose y la falsa sonrisa.  

Desvanecerse. Las relaciones entre los sujetos se constituyen a partir de las posiciones que ellos negocian en los campos de poder, entonces ¿no debería transformarse ese sujeto de poder con falsa pose y sonrisa, en otro que diga lo que piense sin importar las consecuencias? Y de igual forma la sociedad deberá dinamizar el concepto de reconocimiento al compás de su movilidad social, restándole importancia a lo validado por una élite cultural en decadencia. Dicen que la alta cultura es la cultura propia de una élite cultural, pero ¿acaso hoy no han aparecido otras élites que comparten los códigos de la alta cultura y que hacen suyos objetos y manifestaciones tanto de la “baja cultura” como de la “cultura popular” validándose a sí mismas?

Quizás hoy la crítica impulsada por individuos alejados de la élite cultural sea la verdadera vanguardia del cambio; la única capaz de remover los criterios de distinción sin oponerse a otros nuevos. Esa élite cultural que hoy establece los parámetros de validación, apoyada plenamente en una fuerte mirada mercantil o publicitaria, se alimenta de personajes dóciles y maleables que responden a su deseo propio de legitimización. Y por ello poco a poco se desvanece, hoy ya no se cree en la sonrisa de su gente porque al perder su sentido autocrítico se dirige a su declive. No existen sociedades de consumo, altamente globalizadas, sin élites de poder que establezcan parámetros de diferenciación entre la alta o la baja cultura, pero ¿y si fuese menos publicitaria, menos falsa y más crítica consigo misma y su realidad? En fin, son solo preguntas.

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Solo preguntas IV: ¿Se trata de hablar ‘nomás’?

El presentador debe tener en la palabra su principal herramienta para llegar efectivamente al público.

/ 17 de abril de 2019 / 04:00

Superar los vacíos de un sistema, montarse sobre ellos y ser mejores individuos es posible. La grandeza del hombre radica en revelarse ante lo que quieren hacer de él (recordando a J. P. Sartre). El cómo es hoy el mundo y el lenguaje que habitamos no puede ser la justificación eterna para evitar en algún momento hacerse responsable de uno mismo: porque se es lo que se elige ser. Ante ello, algunos eligen ser pésimos comunicadores.

ANTIGÜEDAD. La comunicación es parte esencial del “ser humanidad” desde los primeros pasos del individuo al nacer hasta el último expiro. El acto de comunicar se manifiesta a través de varios lenguajes, por los que se transmite sentido y se organiza el mundo, creando, adaptando y cimentando una realidad. Aquellos que tienen el “poder” de la palabra, el espacio para levantarla y servir de faro a los que escuchan y malgastan ese privilegio no son conscientes de la historia del arte que practican: la retórica y la oratoria.   

Siglo V a.C., Siracusa: una época en que la palabra tenía el poder de destruir o crear, encantar y entusiasmar, hechizar o engañar. La retórica es el arte del bien decir, del bien hablar, visto como método de acción que posibilita sostener, afirmar y reflexionar sobre una idea. Es un instrumento poético que se caracteriza por su creatividad, estudia la argumentación de las opiniones, tal como el espejo del orador, quien deberá ser elocuente en sus emociones y en la forma en la que transmite el pensamiento. La oratoria exige hablar con elocuencia, utilizar la palabra correcta con la entonación y la emoción que requiera por respeto a su contenido y al efecto que tendrá en los demás. La retórica es el arte de hablar; la oratoria, el arte con el que se habla.

Siglo XXI, aquí: la fuerza de las imágenes gobierna, y con ello se debilita la intención de embellecer y ordenar el lenguaje. Desencanta la lengua con la que se habla y se dice mucho sin decir nada. La comunicación por excelencia, hija de la retórica y la oratoria, es las más condenada al dominio de la imagen, de lo superficial, del mensaje vacío y la pérdida del valor de “la palabra”. Empero reduzcamos el círculo: de la comunicación, pasando por los conductores de televisión… hasta llegar a los “maestros de ceremonia”.

VERBORREA. ¿Hablar por hablar?, ¿hablar sin sentido, para “aguantar” o “hacer tiempo”? O peor aún: hablar diciendo “nada”. Ese llamado “maestro de ceremonia” que profiere espacios lingüísticos banales y se viste de bufón de corte, ignorante de su arte no comprende el privilegio del que goza por tan solo alzar su voz mientras otros escuchan. Y en ese afán, enamorado de la improvisación fallida, se pisotea a sí mismo en medio de una realidad deforme, justificando sus errores por el contexto que lo consume para, finalmente, no hacerse cargo de sí mismo. Nada cuesta revalorizar la figura del orador en los tiempos de hoy (más aún si se cobra por ello): con argumentos claros, información, credibilidad, empatía, confianza, responsabilidad, sin mentir, fingir, aparentar ni posar. El “maestro de ceremonia” es el artista detrás de escena, no la estrella opaca del certamen que confunde una fiesta infantil con un evento institucional. Será la voz por la que todos vivirán el evento y por tanto deberá valerse por sí misma y no por esquemas de frases sin sentido. 

PÚBLICO. El orador y el auditorio deberán ser uno solo, involucrados emocionalmente hasta el final. Si el maestro de ceremonia siente dolor, el público llorará, pues para despertar la complicidad en los que escuchan, el “maestro de ceremonia” deberá ser él mismo y no un personaje pagado. El público será el termómetro que demuestre cuán profesional es aquel que dícese “artífice de la palabra oral”, porque allí se reflejará como extensión de su cuerpo su energía y su seguridad. Si no se aprende a leer los silencios y el temple del auditorio, no descubrirá que a veces el saber cuándo callar es el secreto del que bien habla. Y en la búsqueda de esa complicidad no deberán exigirse los falsos aplausos o las solicitadas “bullas”, ni denigrar a la mujer que le acompaña vista como trofeo, y menos aún derrumbar la imagen de un evento para salvaguardar la propia. El público merece respeto.

Un mal logrado evento protocolar se olvida, pero la imagen de un pésimo maestro de ceremonia crea costumbre, el “así siempre es”. Si la grandeza humana consiste en cambiar la realidad que la moldea e instrumentaliza, ¿qué esperamos? Bolivia merece profesionales de la comunicación y “maestros de ceremonia” que no calquen modelos foráneos impostados y que propongan con cada palabra, que construyan realidades distintas: inclusivas y reflexivas. Y de igual manera un público responsable que sepa respetarse y autoridades conscientes del impacto de un mal ejemplo comunicacional. No es solo culpa de una formación a medias, de las grandes corporaciones que ponen publicidad en el “pa’jpaku” que vende, o del macho que se contenta con piernas femeninas desnudas sino, y fundamentalmente, también de aquel comunicador incapaz de romper esquemas. ¿Qué queda entonces…, resignarse? No, simplemente no, porque hacer comunicación o fungir como “maestro de ceremonia” no se trata de hablar “nomás”.

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Solo preguntas III: ¿Puedo tocar tu cabello?

El cuerpo es un espacio semántico y político que muestra una carga de identidad y pertenencia.

/ 27 de marzo de 2019 / 04:00

Antecedentes. Siempre aparece alguien que quiere tocar el cabello afro, ese mal llamado “pelo malo” por su rebeldía ante el peine, por no caer laciamente y ser signo del no desarrollo. Empero, la necesidad de tocar el cabello afro esconde líneas sociológicas que atañen a todos los “colores”.

Resemantizar. Dicen que los colonizadores denominaron “negros” a personas de diversas naciones, lenguas y religiones, como ejercicio de poder al resaltar sus diferencias étnicas y raciales. La cultura pigmentocrática latinoamericana se construyó a partir de la experiencia del mestizaje indígena y blanco, en función de la oscuridad de su piel, de ahí que la identidad afrodescendiente se construyera sobre los ancestros afros. Posicionar afrodescendiente/afroboliviano ante el término negro es una decisión política. En La política de la saya, de George Komadina, se justifica la necesidad de incluir a poblaciones diversas territorialmente y desarrollar lazos diaspóricos a través del uso del término, pero el reto no radica en crear una alternativa, sino en resemantizar el “insulto”: llamarse negra o negro es un acto de rebeldía. Pero, cambiemos de “color”. Ximena Soruco (Tesis doctoral, 2006) afirma que el cholo desdibuja las fronteras de la sociedad estamental e interrumpe la lógica colonial porque cabalga entre dos mundos. ¿El cholo hoy es una clase, un modo de vida, un color de piel?… El cholo representa la transformación de una etnia afincada en elementos indígenas y criollos en evolución. Tanto cholos como indígenas tienen el mismo color de piel. Algunos caminan orgullosos de ser cholas o cholos; otros de ser negras o negros; otros… de ser solo individuos. No se trata entonces de evitar decir chola o negra por su carácter despectivo impuesto, sino de combatirlo, empoderarse y darle la vuelta: cuando deje de ser un insulto se habrá ganado una batalla.

Cabello. Aceptarse negra o chola, blanca o indígena implica también ser conscientes de cada parte de nuestro cuerpo que compone ese denominativo. Ejemplos: menos negra más lacia, menos blanca más “churca”, menos chola cabello rojo y pelo corto, menos indígena cabello amarillo. Los cuerpos siempre serán ese espacio donde se intercepte la etnia, la clase y el género. Necesitan encajar en el estándar, “instrumentalizando la apariencia, transmutando el capital racial en capital social, simbólico y económico”. Por tanto las modificaciones del cabello como signo racial se relacionan conceptualmente con el pelo “malo”, “natural”, “de plata” o “pobre”. El autorreconocimiento étnico y la autenticidad también aparecen en las formas de tratar el cabello reafirmando pertenencia real a un grupo, el pelo por tanto tiene el poder de crear y delimitar la movilidad social y económica. El cabello siempre habló desde los ancestros: para los africanos la forma de peinarse puede significar rango social, comunidad a la que se pertenece o un lienzo para dibujar el mapa de regreso; mientras que para los pueblos indígenas el cortar el cabello no solo representaba el corte de la corriente de pensamiento sino en algunos casos una deshonra. Un indígena con el cabello cortado en la batalla no tendría lugar en el seno de sus ancestros, pues no tenía alma ni recuerdos.

Cuerpo político. El cuerpo es un medio donde se ejercen todos los poderes, un lugar privilegiado donde se precipita una transmutación de los valores de nuestra sociedad (Construcciones de cuerpos (2002) Pabón Consuelo). Por un lado, el cabello se convierte en un elemento de lucha, igualdad, libertad y  revolución, y al mismo tiempo en un espacio de asentamiento de modelos hegemonizantes al blanquear los estilos de moda o de exotismo publicitario. El cuerpo es un espacio político con el que puede pelearse y cambiar realidades, como el movimiento de las piernas cruzadas en Liberia (2003), en el que las mujeres decidieron no tener sexo y al mismo tiempo negarse a la reproducción para dar fin a la guerra civil. Hoy los tiempos modernos exigen nuevas formas de autentificarse, pues urge aún que las culturas minimizadas se sacudan el polvo de las hegemónicas y encuentren su esencia sin purismos baratos. Hoy las formas de ejercer poder sobre el otro son esencialmente simbólicas e ideológicas, se dominan los cuerpos políticos imponiendo paradigmas que “sí venden” porque representan el querer ser y por ende lo que se debe ser. Aquel que crea que en el gusto o en la moda no existen relaciones coercitivas de poder, es porque ya fue absorbido por dichas relaciones. Ello significa que también perdió el dominio de su cuerpo político como espejo de su propia identidad.

El cabello natural grita identidad, orgullo y autenticidad; muestra a los otros el dominio sobre un cuerpo político propio. Tenemos ley y ayuda; que hayan mermado las expresiones explícitas de discriminación hacia “lo negro” o “lo indígena” no significa que no se discrimine, algunos guardan “las formas” y gestan otras. Se resisten a pensar diferente e invaden el espacio del cuerpo político bajo otros eslóganes, desde la rareza o la imposibilidad de admitir el orgullo de “ser” del extraño. No aceptar convivir con el “otro” implica invadirlo, tocarlo y resaltar su “no lugar”. El cuerpo político con el que se lucha es intocable, se impone a la vista, se alza ante quien juzga. “Entonces, ¿puedo tocar tu cabello?, Sí, el día en que no necesites hacerlo”.

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