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Cold War: La música del dolor

Una canción. Una melodía puede transmitirnos hacia tiempos mejores —la infancia, la anécdota de un beso, quizá el primigenio, el arrullo de mamá, la balada que salía de la Tv la noche que hiciste el amor por primera vez— o a instantes desafortunados pero inevitables —el tema que sonaba en la radio el día del accidente, la canción que se escuchaba en la estación la mañana que ella tuvo que partir para no regresar—. El poder de la escala musical en nuestras vidas es innegable. Todos tenemos nuestras canciones. Nuestra memoria melódica.

“Dos corazones, cuatro ojos/oyoyoy/llorando todo el día y la noche/oyoyoy/Ojos oscuros lloras porque/porque no podemos estar juntos/oyoyoy/Mi madre me dijo/oyoyoy/no debes enamorarte de este chico/oyoyoy/pero de todos modos fui por él/y lo amaré hasta el final”.

Una canción que transita el tiempo y el espacio. Que se transforma, que cambia de tonos, que se eleva y se hace más aguda, o que decae y permite a las graves imponerse, hacerla más parca, quizá más risueña. Un poema musical que varía su estructura pero no sus creadores, los que llevan en su carne, en su piel, la letra e instrumentos que hacen de ella una revolución del oído, del alma. Una canción que se sucede en los años, que crece, o que se hace más pequeña, que fluye y que se diluye. Que sobrevive a sus tamaños. Como el amor. Como la guerra.

Cold War (Polonia, 2018) es una película hermosa, rodada en un impecable blanco y negro, que en su duración de no más de una hora y media transita diferentes tiempos y espacios, diversas armonías, cadencias y sinfonías —desde lo folklórico, el jazz, hasta el rock naciente— en los que dos personajes, Wiktor y Zula, luchan por encontrar un resquicio en el cual puedan perdurar como pareja, aquietar las consecuencias de una Guerra Fría, de un monarca (Stalin) que se impone al pueblo por la victoria en la Segunda Guerra Mundial, por las transiciones de la época.

Wiktor es un compositor y director musical que se encarga de guardar en cintas las canciones creadas por los pueblos polacos y adaptarlos para grupos más grandes, con grupos de baile y toda la parafernalia. Melodías que nacieron de la tristeza del proletariado, de la falta de comida y, más que todo, de desamor. Para ello viaja por diferentes ciudades para grabar a los pobladores y sus instrumentos en acción. Zula es más joven que Wíktor —10, 15 años—, bailarina y cantante.

Rebelde, impetuosa, vital. Cuenta que asesinó a su padre cuando éste la confundió con “su madre”. Ambos seres se encuentran en uno de estos lugares. La vida ya no vuelve a ser la misma.

La guerra y la música los unen. Poco a poco hacen de ellos una misma piedra, una que, a pesar de su expansión en pedazos, de su quebranto de terremoto, parece permanecer aferrada a la montaña. Pero será una raíz afectada por contradecir a los dioses, impuestos siempre a los grandes amores. Capaces de destruirlos por el placer de ver a sus creaciones así, rebanadas y padeciendo.

Dirigida por Pawel Pawlikowski —que ya nos deslumbró con Ida (Polonia, 2015), con la cual ganó los Oscar de aquel año en la categoría de Mejor Película Extranjera—, esta cinta reverbera por su capacidad atroz de demostrarnos que el amor, la búsqueda y consolidación de esa compañía, viene acompañada de tormento, violencia y desolación a su vez que es recompensada con la eternidad del momento que transcurre en un beso furtivo o un encuentro casual o no tanto. Que puede llegar a ser una guerra sin cuartel, que puede mutilar y partir las almas.

Un eterno retorno —después de varios abandonos, huidas y llantos de despedida— que va de 1949 a 1964, periodo de transición europea, cambios de timón que implicaron miedo, desolación y violencia en aquel continente marcado a fuego por la guerra de Hitler y la consiguiente dictadura del jefe ruso Stalin y otros líderes de los países más poderosos de la región.

Con un halo de Chéjov, Hemingway y Carver, este cuento esconde lo más profundo, pero nos lo insinúa a través de pequeños detalles que vamos recabando conforme pasan los minutos. Una mano destrozada, una peluca, una canción que cambia de idioma son uno de los símbolos que este gran director toma para hacer de su historia la magnífica realización artística que es.

Injustamente opacada por Roma, de Alfonso Cuarón, este largometraje polaco que obtuvo varias nominaciones en los más prestigiosos certámenes cinematográficos del mundo —obtuvo el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes y compitió en los BAFTA y Oscar en categorías como mejor película de no habla inglesa o mejor fotografía— resistirá al tiempo y a las circunstancias, siendo revisitada una y otra vez por aquel que sintió aquella música que se impregna en la piel del que la vio. Así como con una canción preciada. Así como con el amor, ese volcán de hielo. Esa guerra permanente.