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El espíritu de la guerra sin Dios: Laguna H. 3

Adolfo Costa Du Rels reflexiona sobre la divinidad en su abordaje a la Guerra del Chaco.

/ 2 de mayo de 2019 / 17:37

El Dios de la guerra. O la guerra sin dios. La guerra de los dioses. Los dioses sin guerra.

Agua. Desesperar, no encontrar el río, el mar. El lago. La laguna. Convertir al cerebro en un pedazo de tierra árida, cada vez más polvo que materia. Agua, no hay agua. No hubo agua. La guerra de las alucinaciones. La guerra de la sed.

La Guerra del Chaco. Constante contexto de nuestros autores. Escenario necesario en el reencuentro de la historia, del paso de la sangre como consolidación de la Patria, de los cuerpos bolivianos derramados en el campo, en el tuscal, en la hierba, o devorados por las bestias, también sedientas. La guerra que marcó la retina de los que asistieron al fusil, la guerra que quedó en el imaginario de los que no participaron de la contienda, pero sí de los papeles, de los tratados, firmas y derrotas que pasaron por victorias.

Laguna H. 3 (1938, Francia) es una de aquellas obras que encarnó la crueldad de la naturaleza para con nuestros hermanos. Mas no —como casi todos los libros que versan de la contienda— en la batalla entre países sudamericanos, impulsados por las petroleras, por ajenos, sino por esa búsqueda inútil de agua, de aquel líquido transparente del que estamos compuestos. De la asfixia de prescindir de ella más que del armamento. Escrita por Adolfo Costa Du Rels (1891-1980), esta novela, además de tratar el conflicto bélico entre nuestro país y Paraguay, propuso un debate interminable, eterno: ¿existe Dios?

El capitán Borlagui está convencido de su eficiencia, de las pruebas que ampara este Dios que mira desde su atril a los humanos perder el control de sí mismos y exterminarse entre ellos. Que todo tiene un propósito. Su Dios es su guía. Su brújula. La nave a la que se aferra para sobrevivir a los días que queman la garganta.

El teniente Contreras piensa distinto, lo contrario. No hay un dios, no hay nada que no sea lo humano, lo precedente y lo que podemos ver, tocar y observar. Que la lucha es individual y colectiva. No hay ayuda ni rencor de un ser supremo. Somos resultados de nuestras circunstancias.

Costa Du Rels vivió una importante etapa de su vida en Francia, varios años. Allí publicó la primera edición de Laguna H. 3, que luego, casi 30 años más tarde, fue traducida al español e impresa en 1967 en Bolivia. La influencia del existencialismo luso en su obra es notoria. La búsqueda permanente del motivo de la vida, de la permanencia en la Tierra. La crisis del propósito de la existencia.

Ahí la permeabilidad de su obra, su novela de la guerra. La lleva, como pocos novelistas, a un extremo lúdico: a los pies de la muerte, con un fusil apuntándote en la sien, ¿para ti, para mí existe un Dios?

Y ahí la esperanza o el pesimismo. Sus personajes son las marionetas, los actores de un drama en el cual los pensamientos contrarios configuran el paisaje:

“La esperanza es malsana, por ilusoria. El hombre, reducido a sus solos medios, lucha mejor. Contar con una ayuda celestial es una aberración. Una inclinación hacia el menor esfuerzo. La mayor parte de nuestras derrotas proviene de una confianza desesperada en Dios… Está todo regulado de antemano. Le haré notar, empero, que Dios está siempre ausente de nuestros combates. Se le llama, se le busca, siempre ausente. Así queda explicada nuestra soledad”.

Argumento eufórico de Contreras, militar heroico y distinguido con tantas medallas y loas que no recuerda el número, pero sí las imágenes y el sonido de la victoria.

No necesitó a Dios para sobrellevar las cargas. No. Se bastó a sí mismo. Pero la guerra es otro caudal, uno que te exige lo más hondo, lo más profundo de los hombres. Y allí ves a prueba tu valor. O tu fe.

Así se adhiere a varias historias similares —Chaco de Luis Toro Ramallo, Repete de Jesús Lara, Sangre de mestizos de Augusto Céspedes, Aluvión de fuego de Óscar Cerruto, entre otras—, pero profundiza en el Ser, en su relación con la naturaleza y la divinidad. Narra la angustia del agua que no se encuentra como la falta del pozo o la resignación a la decadencia sin un ser superior que nos ampare.

Eso sí, la constancia de una divinidad es inobjetable: el dios de la muerte. El animal que acecha y confunde. Que esconde las burbujas, que derrama el agua en tierras inencontrables. El Chaco.

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Reconstrucción: el ocaso de la memoria

Con esta novela, Rodrigo Urquiola ganó el XII Premio de Novela Marcelo Quiroga Santa Cruz 2018.

/ 2 de octubre de 2019 / 00:00

Recrear, inventar, moldear un algo, un todo. Narrar letra a letra la voz de los vencidos, de los sobrevivientes. Poner un ladrillo tras otro, encima o a los costados. Capturar lo esencial y despojarse de lo inútil. O al revés. Reconstruir la memoria. La vida. La muerte.

Reconstrucción (Tata Danzanti, 2019), la novela de Rodrigo Urquiola Flores, joven y ya consolidado escritor paceño con más de una decena de premios nacionales e internacionales, es una obra intensa, vigorosa, donde distintas voces mutan cada vez que pueden, viajan, se transforman, se reconstruyen.

Todo aquel que ya se haya aproximado al mundo narrativo de este autor —sus novelas (El sonido de la muralla, Lluvia de piedra) y cuentos (Eva y los espejos, La memoria invertebrada)— se puede dar cuenta de la calidad indiscutible de su trabajo. Y los premios obtenidos no le fueron regalados: obtuvo el Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo 2017 por su obra Árbol, el Premio Latinoamericano Edmundo Valadés (México) por el relato Senkata, y el Premio Internacional José Nogales (España) por su cuento Ashley, entre otras galardonadas.

En una especie de entrevista (nunca encendí la grabadora) en el patio de su casa en la zona de Santa Fe (periferia que Urquiola convirtió en mítica por ser casi siempre el espacio donde se desarrollan sus historias), con Coca Cola y luego mate, conversamos unas horas acerca de Reconstrucción. En ese su patio, en una esquina, casi al fondo, hay un ropero cubierto por una calamina, cerca del cuarto de su hermano menor, dentro no hay ropa, como podría pensarse, sino libros, decenas de novelas de los autores más renombrados de la historia mundial de la literatura. Eso no es todo: en su dormitorio, apilados en una mesa redonda, grande, se extiende al menos un centenar de títulos. Entendió el máximum (para conseguir lo que quería) desde muy pequeño: leer, leer, leer.

En la plática salió lo de la significación de la escritura en Urquiola. ¿Por qué? Porque a pesar de ser un “tópico” como pregunta, en Reconstrucción existen párrafos destinados a “responder” aquello.

Transcribo un poco:

“— Quiero buscar a Dios sabiendo que no lo encontraré y por eso quiero escribir.

— ¿Vas a escribir sobre Dios?

— Eso no. Pero pienso en Dios como una invisibilidad que hemos hecho a nuestra semejanza para explicar nuestra vida. Y lo único que nos dice que vivimos alguna vez es la memoria. Escribir es buscar en la memoria. Y por eso quiero escribir. Para mí. Para leer cuando quiera recordar a mi madre. Para no sentir rabia cuando piense que un Dios cualquiera se la ha llevado tan lejos. Para no sentir bronca cuando recuerde que ese mismo Dios no ha hecho nada por sanarla cuando ella estaba tan enferma y eso que ella creía tanto en él.

— ¿Qué vas a escribir sobre tu madre?

— Sus historias. Lo poco que conocí de ella, nada más. Lo que alguna vez me contó. Eso.” (…)

— “Y la escritura, piensa Dimas, y la escritura. Fotografía de lo que no fue, pero que, al leerse, será. Búsqueda. La vida que no se vivió pero que de alguna manera terminó sucediendo; ¿dónde?, no importa. En la escritura, cree, está la última verdad de la memoria, ese terreno precario. Incluso aquella que podría haber sido disfrazada de mentira solo porque no hay otros registros de que hubiera ocurrido”.

Esta novela es, por así decirlo, un “manifiesto” acerca de lo que significa, para Urquiola, la escritura. O al menos de lo que piensa uno de los personajes de la novela. No siempre es lo mismo, por supuesto, pero también es estratégico: traspasar las inquietudes hacia el ser creado. Y no sería el primero en hacerlo, por supuesto. Ni el último.

Reconstrucción —obra ganadora del XII Premio de Novela Marcelo Quiroga Santa Cruz 2018— es un libro con cuatro personajes, cuatro voces, cuatro miradas del mundo. Todas unidas de varios modos, quizá principalmente por el deseo de viaje, de cambio, de avance o retroceso. De reformar la identidad o retornar a una máscara anterior.

Dimas Cuéllar, Mariana, Deterlino Flores e Hilda son los nombres de quienes las palabras nos cuentan sus historias. Un muchacho que ante la muerte de su madre decide ir en busca del padre que los abandonó y al parecer vive en el Chaco; la madre, Mariana, que respira el aire nuevo que le exige su cuerpo invadido por el ser que ahora la habita en años de dictadura sin nombre; un anciano que delira sentado en una piedra al borde de un barranco, que “recuerda” su campaña en la Guerra del Chaco y su encuentro con un jaguar; una joven que intenta escapar del padre que la violenta, huir del destino que se le ha impuesto.

La novela transcurre en diferentes registros temporales, donde los personajes involucionan o evolucionan, mutan el nombre como mutan el alma, incluso los recuerdos, aquellos fragmentos del cerebro tan frágiles que pueden ser vulnerados (“No se puede dejar abandonada la memoria cuando a uno le place, te persigue (…) te mueves y, con tus movimientos, como si tuvieras un hilo invisible atado a esos iris secos, caminan los ojos detrás de ti”).

La novela nació de un cuento “fallido”. El de Dimas (con un nombre diferente), en búsqueda de su creador. Y así, de lo que no “resultaba”, según Urquiola, nació el escrito, pero creció, se transformó, albergó nuevos tonos y se convirtió en lo que hoy es: una novela polifónica que estremece.

La roca donde se sienta Deterlino cada día para ver el río, para recordar y observar su ambiente, el mundo que lo rodea (similar a la piedra gigante donde Fermín reconoce y se apropia de su territorio, el personaje de la novela Rastrojos de Manuel Vargas), como metáfora de la alimentación de la narrativa.

Porque como un hijo o varios (“Ya no estás sola, ya no estás sola”, le recuerda cada vez que puede su madre a Mariana embarazada), Urquiola entiende que sus creaciones son rastros de su cuerpo, ramas de un árbol que cuentan una historia en común, la suya, su biografía, como toda literatura leal, la que es capaz de conmover y deslumbrar.

Reconstrucción es el primer libro publicado por la editorial boliviana Tata Danzanti. Qué mejor que iniciar el periplo con una novela de semejante calidad.

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Mañana tendremos otros nombres

El escritor argentino Patricio Pron (Rosario, 1975) ganó el Premio Alfaguara 2019

/ 13 de junio de 2019 / 11:00

Viven juntos en la actualidad. Se separan en esta misma actualidad. En este hoy en el que la imagen —repintada y llevada hasta extremos irrisorios a través de interminables filtros— se superpone a la palabra, a la idea, a la naturaleza. Ellos, dos que eran uno pero que no lo sabían hasta su desunión, se alejan y afrontan esta realidad a la que habían dejado afuera, pero que ahora se les presenta como un espejo degradado, manchado de luces fosforescentes y voces cada vez más altas, que piden atención a cualquier costo. Ellos, ambos de más de 30 años, afrontan su disociación en esta etapa de Instagram, de Facebook, de Tinder. De memes y fake news. De amores ridículos.

Es la historia que propone y va desamarrando, como si fuera una borla confusa, el escritor argentino Patricio Pron en su novela Mañana tendremos otros nombres, que obtuvo el prestigioso Premio Alfaguara de Novela 2019. La convocatoria anual, que atrae la ambición de los narradores de habla hispana cada 365 días, logró este año la participación de 767 novelas competidoras, de las cuales quedaron cinco finalistas, con el resultado final del libro de Pron como vencedor.

El acta del Jurado —que fue presidido por el reconocido escritor español Juan José Millás, e integrado por otros cuatro literatos de categoría— estableció que “Mañana tendremos otros nombres es la fascinante autopsia de una ruptura amorosa, que va más allá del amor: es el mapeo sentimental de una sociedad neurótica donde las relaciones son productos de consumo. Bajo la anonimia de unos Él y Ella, construye la historia de dos personajes que son vagamente conscientes de su alienación. Un texto sutil y sabio, de gran calado psicológico, que refleja la época contemporánea de manera excepcional y toma el pulso a las nuevas formas de entender los afectos”.

Ella da el paso. Sale de la casa, deja al hombre, a su pareja de cuatro años, con el que habitaba un departamento repleto de libros más que de adornos lujosos o espectaculares, y elige, al menos por un tiempo, hasta que tengas las cosas claras —principalmente descubrir la razón exacta de por qué deja a esa persona con la que ha compartido la cama por tanto tiempo—, vivir en la casa de una de sus mejores amigas. Allí, en su retorno a la soltería, va conociendo con la lentitud de un caracol pero con la capacidad de sorpresa de un lince, que las relaciones amorosas, el proceso de enamoramiento, incluso el de amistad, se ha transformado poderosamente rápido en apenas unos años.

Él, el que ha sido abandonado, intenta recuperar el suelo que se le ha escapado desde el anuncio de Ella, de que se iba. La transición es pesada y dolorosa, tarda, con la melancolía del caso, aquella que muchos (con el tiempo, todos) hemos conocido al ser atracados por una ruptura similar. Como si se nos hubiera extirpado un ojo, un brazo, una pierna. Un pedazo recóndito de nuestro cerebro. Así, Él habita el silencio desconocido de la casa vacía.

Pron demuestra su maestría —no por nada le dieron el premio— en hacer de esta historia no un drama sentimental cursi y llevada a demostrar solamente el patetismo de sus personajes con el corazón quebrado, sino que se introduce a fondo en el porqué del abandono (el lector, al llegar a la última página, se dará cuenta que aquella respuesta no existe, sino que reproduce más preguntas) y en las circunstancias en las que ahora, sin demonizar estos años, sin juzgarlos pero sí narrándolos con delicadeza y hasta, a ratos, con cierta furia, nos encontramos: relaciones cimentadas en chats, en videollamadas, en efímeras noches de sexo concretadas por Tinder o Messenger, en bloqueos y desbloqueos, en estados de WhatsApp donde se incitan las emociones y no se las demuestra de frente, o en el exceso de la publicación de memes como último recodo del fracaso sentimental.

Y la soledad. La soledad cada vez más inmensa, arrolladora. Porque tener mil seguidores en Twitter no se equipara a tener uno o dos amigos leales, de esos que escasean con el pasar de los años y de la vida dentro de los celulares. O la de tener 10 matchs en Tinder y no poder concretar una relación estable, una de respeto mutuo o establecida en uno o más proyectos a realizar en el futuro. No. Es la época de la desolación. Del espejismo.

Las amigas de Ella, la que deja el hogar, sonríen todo el tiempo, conversan de sus amantes ocasionales, de las decenas de likes que reciben y de los chats que les llueven de perfiles de hombres musculosos. Pero la carga que llevan dentro es notoria. La de aparentar para disfrutar la época, la de imitar a las más buscadas en las redes. Así, en un círculo eterno. La de la exposición y el desencanto. Un abandono del alma.

En un afán nada moralista sino demostrativo, Pron narra la aventura de estos dos personajes, anclados en un tiempo anterior, que deben establecer nuevas formas afectivas si es que desean incorporarse al mundo que se vive —como un anticipo de las historias futurísticas de esa hermosa serie que es Black Mirror— y que parece tenemos para rato largo. Confrontar el amor diverso y las formas en las que el capitalismo ha invadido en las relaciones. Algoritmos con los cuales “puedes” encontrar a tu pareja ideal.

“Es una novela sobre el presente”, declaró Pron recientemente en una entrevista que le hicieron en una feria del libro europea. Ahí, en el hoy, encontró desconcierto, precariedad, incertidumbre, miedo, pesar, sensación de parálisis. Sin pretender resultar moralista, sino con el propósito de contribuir a una discusión colectiva sobre las formas de vida contemporáneas, Pron aludió que al reproducirse en el plano de los afectos y del deseo el proceso de mercantilización de uno mismo que se da en el ámbito laboral, ya ni siquiera la pareja o la intimidad constituyen un refugio, pues, una vez que no hay una separación entre la vida privada y la vida pública, también la vida privada puede convertirse en un campo de batalla ampliado. Una que se bifurca y que puede presentarse como una escena de la cual cualquiera ajeno a los dos puede opinar.

Una novela sobre una ruptura en este presente cada vez más confuso para unos y otros. Una historia de reencuentros y abandonos en este proceso de deshumanización. Es esta la reciente galardonada con el Alfaguara de Novela.

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El espíritu de la guerra sin Dios: Laguna H. 3

Adolfo Costa Du Rels reflexiona sobre la divinidad en su abordaje a la Guerra del Chaco.

/ 2 de mayo de 2019 / 13:37

El Dios de la guerra. O la guerra sin dios. La guerra de los dioses. Los dioses sin guerra.

Agua. Desesperar, no encontrar el río, el mar. El lago. La laguna. Convertir al cerebro en un pedazo de tierra árida, cada vez más polvo que materia. Agua, no hay agua. No hubo agua. La guerra de las alucinaciones. La guerra de la sed.

La Guerra del Chaco. Constante contexto de nuestros autores. Escenario necesario en el reencuentro de la historia, del paso de la sangre como consolidación de la Patria, de los cuerpos bolivianos derramados en el campo, en el tuscal, en la hierba, o devorados por las bestias, también sedientas. La guerra que marcó la retina de los que asistieron al fusil, la guerra que quedó en el imaginario de los que no participaron de la contienda, pero sí de los papeles, de los tratados, firmas y derrotas que pasaron por victorias.

Laguna H. 3 (1938, Francia) es una de aquellas obras que encarnó la crueldad de la naturaleza para con nuestros hermanos. Mas no —como casi todos los libros que versan de la contienda— en la batalla entre países sudamericanos, impulsados por las petroleras, por ajenos, sino por esa búsqueda inútil de agua, de aquel líquido transparente del que estamos compuestos. De la asfixia de prescindir de ella más que del armamento. Escrita por Adolfo Costa Du Rels (1891-1980), esta novela, además de tratar el conflicto bélico entre nuestro país y Paraguay, propuso un debate interminable, eterno: ¿existe Dios?

El capitán Borlagui está convencido de su eficiencia, de las pruebas que ampara este Dios que mira desde su atril a los humanos perder el control de sí mismos y exterminarse entre ellos. Que todo tiene un propósito. Su Dios es su guía. Su brújula. La nave a la que se aferra para sobrevivir a los días que queman la garganta.

El teniente Contreras piensa distinto, lo contrario. No hay un dios, no hay nada que no sea lo humano, lo precedente y lo que podemos ver, tocar y observar. Que la lucha es individual y colectiva. No hay ayuda ni rencor de un ser supremo. Somos resultados de nuestras circunstancias.

Costa Du Rels vivió una importante etapa de su vida en Francia, varios años. Allí publicó la primera edición de Laguna H. 3, que luego, casi 30 años más tarde, fue traducida al español e impresa en 1967 en Bolivia. La influencia del existencialismo luso en su obra es notoria. La búsqueda permanente del motivo de la vida, de la permanencia en la Tierra. La crisis del propósito de la existencia.

Ahí la permeabilidad de su obra, su novela de la guerra. La lleva, como pocos novelistas, a un extremo lúdico: a los pies de la muerte, con un fusil apuntándote en la sien, ¿para ti, para mí existe un Dios?

Y ahí la esperanza o el pesimismo. Sus personajes son las marionetas, los actores de un drama en el cual los pensamientos contrarios configuran el paisaje:

“La esperanza es malsana, por ilusoria. El hombre, reducido a sus solos medios, lucha mejor. Contar con una ayuda celestial es una aberración. Una inclinación hacia el menor esfuerzo. La mayor parte de nuestras derrotas proviene de una confianza desesperada en Dios… Está todo regulado de antemano. Le haré notar, empero, que Dios está siempre ausente de nuestros combates. Se le llama, se le busca, siempre ausente. Así queda explicada nuestra soledad”.

Argumento eufórico de Contreras, militar heroico y distinguido con tantas medallas y loas que no recuerda el número, pero sí las imágenes y el sonido de la victoria.

No necesitó a Dios para sobrellevar las cargas. No. Se bastó a sí mismo. Pero la guerra es otro caudal, uno que te exige lo más hondo, lo más profundo de los hombres. Y allí ves a prueba tu valor. O tu fe.

Así se adhiere a varias historias similares —Chaco de Luis Toro Ramallo, Repete de Jesús Lara, Sangre de mestizos de Augusto Céspedes, Aluvión de fuego de Óscar Cerruto, entre otras—, pero profundiza en el Ser, en su relación con la naturaleza y la divinidad. Narra la angustia del agua que no se encuentra como la falta del pozo o la resignación a la decadencia sin un ser superior que nos ampare.

Eso sí, la constancia de una divinidad es inobjetable: el dios de la muerte. El animal que acecha y confunde. Que esconde las burbujas, que derrama el agua en tierras inencontrables. El Chaco.

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Cold War: La música del dolor

La cinta del reconocido director polaco Paweł Pawlikowski estuvo nominada para tres premios Oscar.

/ 27 de marzo de 2019 / 04:00

Una canción. Una melodía puede transmitirnos hacia tiempos mejores —la infancia, la anécdota de un beso, quizá el primigenio, el arrullo de mamá, la balada que salía de la Tv la noche que hiciste el amor por primera vez— o a instantes desafortunados pero inevitables —el tema que sonaba en la radio el día del accidente, la canción que se escuchaba en la estación la mañana que ella tuvo que partir para no regresar—. El poder de la escala musical en nuestras vidas es innegable. Todos tenemos nuestras canciones. Nuestra memoria melódica.

“Dos corazones, cuatro ojos/oyoyoy/llorando todo el día y la noche/oyoyoy/Ojos oscuros lloras porque/porque no podemos estar juntos/oyoyoy/Mi madre me dijo/oyoyoy/no debes enamorarte de este chico/oyoyoy/pero de todos modos fui por él/y lo amaré hasta el final”.

Una canción que transita el tiempo y el espacio. Que se transforma, que cambia de tonos, que se eleva y se hace más aguda, o que decae y permite a las graves imponerse, hacerla más parca, quizá más risueña. Un poema musical que varía su estructura pero no sus creadores, los que llevan en su carne, en su piel, la letra e instrumentos que hacen de ella una revolución del oído, del alma. Una canción que se sucede en los años, que crece, o que se hace más pequeña, que fluye y que se diluye. Que sobrevive a sus tamaños. Como el amor. Como la guerra.

Cold War (Polonia, 2018) es una película hermosa, rodada en un impecable blanco y negro, que en su duración de no más de una hora y media transita diferentes tiempos y espacios, diversas armonías, cadencias y sinfonías —desde lo folklórico, el jazz, hasta el rock naciente— en los que dos personajes, Wiktor y Zula, luchan por encontrar un resquicio en el cual puedan perdurar como pareja, aquietar las consecuencias de una Guerra Fría, de un monarca (Stalin) que se impone al pueblo por la victoria en la Segunda Guerra Mundial, por las transiciones de la época.

Wiktor es un compositor y director musical que se encarga de guardar en cintas las canciones creadas por los pueblos polacos y adaptarlos para grupos más grandes, con grupos de baile y toda la parafernalia. Melodías que nacieron de la tristeza del proletariado, de la falta de comida y, más que todo, de desamor. Para ello viaja por diferentes ciudades para grabar a los pobladores y sus instrumentos en acción. Zula es más joven que Wíktor —10, 15 años—, bailarina y cantante.

Rebelde, impetuosa, vital. Cuenta que asesinó a su padre cuando éste la confundió con “su madre”. Ambos seres se encuentran en uno de estos lugares. La vida ya no vuelve a ser la misma.

La guerra y la música los unen. Poco a poco hacen de ellos una misma piedra, una que, a pesar de su expansión en pedazos, de su quebranto de terremoto, parece permanecer aferrada a la montaña. Pero será una raíz afectada por contradecir a los dioses, impuestos siempre a los grandes amores. Capaces de destruirlos por el placer de ver a sus creaciones así, rebanadas y padeciendo.

Dirigida por Pawel Pawlikowski —que ya nos deslumbró con Ida (Polonia, 2015), con la cual ganó los Oscar de aquel año en la categoría de Mejor Película Extranjera—, esta cinta reverbera por su capacidad atroz de demostrarnos que el amor, la búsqueda y consolidación de esa compañía, viene acompañada de tormento, violencia y desolación a su vez que es recompensada con la eternidad del momento que transcurre en un beso furtivo o un encuentro casual o no tanto. Que puede llegar a ser una guerra sin cuartel, que puede mutilar y partir las almas.

Un eterno retorno —después de varios abandonos, huidas y llantos de despedida— que va de 1949 a 1964, periodo de transición europea, cambios de timón que implicaron miedo, desolación y violencia en aquel continente marcado a fuego por la guerra de Hitler y la consiguiente dictadura del jefe ruso Stalin y otros líderes de los países más poderosos de la región.

Con un halo de Chéjov, Hemingway y Carver, este cuento esconde lo más profundo, pero nos lo insinúa a través de pequeños detalles que vamos recabando conforme pasan los minutos. Una mano destrozada, una peluca, una canción que cambia de idioma son uno de los símbolos que este gran director toma para hacer de su historia la magnífica realización artística que es.

Injustamente opacada por Roma, de Alfonso Cuarón, este largometraje polaco que obtuvo varias nominaciones en los más prestigiosos certámenes cinematográficos del mundo —obtuvo el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes y compitió en los BAFTA y Oscar en categorías como mejor película de no habla inglesa o mejor fotografía— resistirá al tiempo y a las circunstancias, siendo revisitada una y otra vez por aquel que sintió aquella música que se impregna en la piel del que la vio. Así como con una canción preciada. Así como con el amor, ese volcán de hielo. Esa guerra permanente.

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Emma y los cuadernos de investigación: El lenguaje escudo

El escritor Daniel Averanga presentó una novela juvenil, editada por  el Grupo Editorial Kipus, como detonante de la pasión por la lectura.

/ 13 de junio de 2018 / 04:00

Emma, el personaje principal de la novela de Daniel Averanga, es una adolescente que sufre bullyng por parte de algunas de sus compañeras de curso. A pesar de ello, logra defenderse de los ataques con las palabras que ha aprendido a dominar con el paso de sus lecturas, heredadas de su abuelo, Hans Mendoza. El lenguaje como escudo.

Al igual que la mayoría de los amantes de la lectura —lamentablemente no adquirimos ese hábito en la escuela; existe un profundo problema con la enseñanza de literatura en los colegios que hacen de la lectura de libros un castigo, literal—, que adquirimos ese privilegio o maldición, depende del caso, de nuestros padres, abuelos u otras personas cercanas, Emma llega a la literatura de la mano de un familiar. Es una lástima que en aquellos 12 años de aprendizaje no nos hayan brindado las armas para afrontar y, más que cualquier cosa, adquirir una costumbre de lectura.

Porque, ¿qué mejor manera de acercarse a lo nuestro, a Bolivia, sus leyendas y sus costumbres que con una novela o con un cuento? En una primera etapa, en la niñez o juventud, sería algo realmente bueno, un paso iniciático para un lector con futuro de escritor, periodista, historiador o de la profesión que sea, consciente de que, a través de lo aprendido en las ficciones —porque siempre se aprende algo, incluso cuando creemos que no hemos aprendido nada ahí está, implantado— será, lo más probable, un buen profesional y un mejor trabajador.

Emma y los cuadernos de investigación de Daniel Averanga propone aquello, acercar al joven lector —eso no significa que la novela esté dirigida netamente a un público adolescente; la forma que ha utilizado Averanga al momento de encarar este proyecto alcanza a todos los públicos— a algunas de sus costumbres, de sus leyendas, de sus tradiciones orales que, lamentablemente, cada vez son más olvidadas.

El argumento “resumido” de la novela: Emma, una adolescente, encuentra los cuadernos de Hans, su abuelo desaparecido; allí, en esas páginas, la muchacha lee aventuras paranormales que habría vivido su Papino, como ella le dice, debido a la costumbre que se tiene en ciertas comunidades de nuestro país, de llamar así a los abuelos.

Pero Hans no realizó aquellas hazañas detectivescas en solitario; es más, él fue un Sancho Panza, un Robin, un Watson, y así, de Juan Montiel, el investigador oficial de estos casos. Él, Juan, como un Sherlock Holmes andino, determina los resultados de los problemas que se le presenta a través del pensamiento, del raciocinio veloz, erudito y sensible de un Augusto Dupin, personaje de algunos relatos de Edgar Alan Poe, reconocidos como los fundadores del género policial.

El Condenado, La viuda alegre, El Silbaco, son algunos de los seres que este dúo, el de Juan y Hans, deben descubrir y encontrar en La Paz, El Alto y fuera de esta ciudad, en alguno que otro departamento de Bolivia.

Un gran plus —con el cual la novela adquiere mayor verosimilitud y estética— del libro es que los relatos están acompañados de las admirables representaciones de estas leyendas dibujadas por Diana Cabrera, joven y destacada artista nacional.  

Quizá el escritor más representativo que resguardó estas leyendas en varios de sus textos fue Antonio Paredes Candia, al que se lo nombra en alguna parte del libro. Y no es el único: cuando, en un fragmento, se hace referencia a los autores preferidos de Emma saltan los nombres de Jesús Urzagasti, Gaby Vallejo, Manuel Vargas, Adela Zamudio y Mariana Ruiz. Ésta resulta una forma de acercar al joven lector a otros autores nacionales. Que la curiosidad de los apelativos de estos escritores forme parte siquiera de la curiosidad del que lea el texto.

Emma y los cuadernos de investigación es una novela ágil y entretenida, pero también nostálgica: es una denuncia al mal llamado progreso, ese que destruye para construir y no elabora sobre la riqueza contenida en lo que se quiere eliminar. “Al final, el hombre mata a los más bellos fragmentos de la realidad”, se lee en un párrafo del libro. Tanto a la tierra como a las palabras, a las tradiciones. Es algo contra lo que debemos combatir, contra la renuncia a lo nuestro, cada vez más evidente en las festividades extranjeras que adoptamos como Halloween sobre Todos Santos, por nombrar solo una.

Quizá con un libro como éste y otros similares se pueda contribuir a una instauración del hábito de la lectura en los jóvenes y adolescentes, del disfrute de los libros, del acercamiento a nuestra patria a través de ellos, a las ricas historias que aún están allí pero cada vez más débiles por el olvido propio, por la negación de conocer lo nuestro. Creo que con que se logre sacar a una o dos Emmas por curso, el objetivo estaría cumplido. Porque la literatura salva. O por lo menos divierte. Y aquello, en un mundo caótico y estresante como en el que transitamos, se agradece.

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