Una  obra  poética es  la cartografía de un espíritu, el itinerario y la historia  particular del poeta. Es a su vez el testimonio de una conciencia  abierta a lo indecible. No lo es  menos la consumaciónón de una escritura, la búsqueda  intensa por desentrañar los sentidos que f luyen del mundo. La Fiesta Imposible de  René Antezana Juárez (Oruro-1953), desplegada a lo largo de  cuatro décadas, se traduce a través de la publicación de seis poemarios: Imaginario (1979), Memoria de los cuatro vientos  (Premio UTO-1985), El labrador insomne (1988), La flecha del  tiempo (Premio Nacional de Poesía Franz Tamayo, 1992), Viento verbal (1991-1996), Cielo subterráneo (1998-2003) y el último —incorporado en la presente  obra— El círculo del devenir  (2017). Si bien cada poemario es  poseedor de una identidad particular, de un orbe temático propio  y de sus particularidades expresivas, el conjunto de su obra permite comprender el desarrollo que  ha desplegado la poesía de Antezana en términos de visión y continente poéticos. Tributaria de  una visión pan/óptica, se abre a través de un amplio registro de temas y preocupaciones. Más que  orientada a develar la microfísica que puebla el mundo, o a anclar  su palabra en tal o cual zona de  intelección poética, apunta a generar una reflexión de amplios contornos, implicando diferentes  ámbitos dentro de una misma aura escritural.

En ese marco, la obra diseña un doble movimiento: uno de carácter expansivo y otro, concomitante, de carácter retractivo. A medida que los poemas van ganando mayor espacio de reflexión e implicación temáticas, llevan al mismo tiempo la marca de  la circularidad y el ritornello. De ahí es que el tiempo como el espacio terminen conjugándose  creativamente dentro su matriz poética. El replegamiento y la expansión —sístole y diástole, el  Big Bang— es el pulso que va marcando la obra. Una pulsión dialéctica traza el decurso en espiral, recurso que profundiza y amplía sus posibilidades de apertura. Además de diseñar una arquitectura temporal íntimamente ligada a su visión poética —y a contrapunto de la temporalidad  andina—, se permite un juego versátil de tiempos  y destiempos en los diferentes  tópicos de su hacer creativo, fundiendo el tiempo mítico con el tiempo histórico, e incluso con el multiperspectivismo de la física  cuántica, abriendo una comunicación entre hechos acaecidos y  los sueños colectivos. El tiempo histórico y lo imaginario no pertenecen a dimensiones antípodas, ambos retratan la subjetividad colectiva que hace al país, incluso a la historia como mito y el mito como dimensión de la historia.

Para Antezana, como para Lévinas, el tiempo no debe ser simplemente el testimonio de la duración, sino una experiencia de la intensidad vital, una experiencia de  la trascendencia y la alteridad. Bajo esta característica, los poemas transitan del monólogo confesional a la reflexión  sobre la palabra poética, del cuerpo amoroso al espacio familiar, del  barrio a la comarca, de la lectura  a la fiesta, del altiplano a la ciudad, del solar nativo al país, de la cosmovisión al universo; su palabra se  adentra reflexivamente a lo largo  y ancho de estos escenarios imbricándolos bajo una mirada totalizadora. Más que simplemente estar, en su poesía son. De este  modo, constituyen un corpus forjado a partir de la experiencia integral del poeta; a la manera de un tejido se mueven configurando  una textura compleja que permite  entrever esa topografía recurrente  que hace a su visión poética.

La poesía de René Antezana  realiza una travesía por nódulos  históricos y zonas del país. Su palabra atraviesa —cavilante y atenta— diferentes momentos de la historia, más allá de toda posible  linealidad, relaciona acontecimientos y cosmovisiones bajo una mirada crítica. Ni definitivamente religiosa  ni obsecuentemente política, su  visión es fundamentalmente poética. Es más, una poética que no descarta una visión sagrada ni crítica del mundo.

De manera recurrente encarna en la cultura andina, recuperando su cosmovisión, sus deidades ancestrales, héroes y su vigencia a lo  largo de la historia.

Recreando diversas formas de enunciación, apela a la crónica poética, la dramatización, el testimonio, incluso al discurso mass mediático. En un ámbito más íntimo, dialoga con poetas y creadores diversos, recuperando o compartiendo visiones poéticas  del mundo. En fin, comunión y vértigo con lo entrañable. La nostalgia,  el periplo por el cuerpo amado, la palabra que da cuenta de lo familiar y sus estribaciones, son objeto  de poetización permanente. Por ello en la obra, el cuerpo y la palabra son —a su  manera— habitáculo, útero compartido y forma de trascendencia en el otro; la pasión  erótica, el kutimuy, la reciprocidad  como expresión manifiesta del  amor, y el deseo que permanece  deseo, como proclamaba René  Char.

Mas, a su vez, escribir no deja de ser un acto de transgresión y refundación, una pulsión íntima, una operación que interpela al mundo y a la propia conciencia.

La memoria, el olvido y los vericuetos de la muerte asoman bajo el pulso verbal. La memoria constituye una presencia constante: ritual sigiloso de lo ido, convocatoria de la ausencia, forma de reivindicar lo imperecedero, escenario de la nostalgia. La memoria resucita los nombres, los  actos y convoca fidelidades en  el tiempo. Sosteniendo lo imperecedero contra las deconstrucciones del ayer, los poemas se resisten a que el río de  Heráclito pase sin más. La  memoria es también un espacio de encuentro y vindicación de lo acaecido, no es  menos, el rostro más radical  de la conciencia que se resiste al olvido. Títulos como Memoria de los cuatro vientos y El círculo del devenir aluden a esta pulsión poética.

Del poemario inaugural,  Imaginario, al postrero El  círculo del devenir, Antezana traza una órbita cuyo astro luminoso es el poema. Poema que se desdobla y asume una corporeidad numerosa. El poema extenso —ya  monologal, ya dialogal— abre la alternativa de escenificaciones mayores, al contrastar tiempos, al conjugar los espacios, de adentrase en ese  afán revelatorio y testimonial que quiere la  obra, así fluye de la  conciencia poética con mayor  plenitud. Los signos, cual astros, cual los hilos de un tejido, se  conjugan y su imbricación configura tramas, equidistancias, diagramas del deseo, alegorías topográficas del universo en la página  en blanco. Cual telar tutelar, la poesía de René Antezana Juarez es testimonio de un tiempo complejo y de una sensibilidad inteligente. A través de ella, percibimos una conciencia que inquiere  y busca trascenderse en los otros, en su palabra es posible percibir un fresco de magnitud acerca de los imaginarios, tramas y heridas que hacen al país y sus mundos plurales. Una poesía fiel a sí misma, que además nos invita a  prolongarla a partir de una mirada abierta: la mirada de la palabra abierta.