Comienzo este breve repaso sobre la novela La Equis, de Raimundo Quispe Flores, discípulo y amigo, citando la frase del título que abre el comentario: “Ella y su falta no me habitaban”. Debo decir que fue a partir de esa frase, en la página 104 del capítulo Muthu, que entendí que la obra hasta ese momento me había hecho pisar el palito. Como en toda buena literatura, había un embuste bien trabajado que quise explicarme una vez terminada la lectura de este nuevo acierto de Sobras Selectas, emprendimiento editorial de Alexis Argüello Sandoval.

Desde el punto de vista de la narratología, el relato, en términos generales, obedece a una determinada gramática escritural, es decir, a una lógica en que sus elementos están sujetos a un método que se encarga de poner en movimiento el relato, sintáctica, semántica o pragmáticamente. Sin embargo, el relato literario posee determinadas particularidades que le otorga la ficción a través de las relaciones que se establecen entre la imaginación y la realidad objetiva. Ficción, ese concepto tan arbitrariamente y tan mal utilizado en círculos políticos y medios de comunicación, entre otros. No es nuevo ni novedoso decir esto. Sin embargo, el desafío para todo narrador literario, para todo poeta, es aprender a conjugar, tejer e hilvanar esos hilos misteriosos de otra realidad invisible, inaudible, casi imperceptible. Los poetas insignes, de Miguel Angel a William Shakespeare, de César Vallejo a Alfredo La Placa, todos ellos analizaron y representaron lo más abrupto de la realidad objetiva pero supieron incorporarle algo que va mucho más allá: la creación de mundos posibles a partir de un pacto entre la más mundana de las realidades y la imaginación más delirante. De ahí que esa yunta indomable se constituya en una categoría esencial en el lenguaje literario. De ahí también que la ficcionalización de la realidad sea capaz de generar y proponer otras lógicas y otros sentidos de la vida, con frecuencia contrapuestos a determinados órdenes de lo formalmente establecido.

Obviamente, esto solo es posible cuando esa ficcionalización se aparea con un formidable e ineludible cómplice: el lenguaje, un nuevo lenguaje, pues esta copulación provoca un sismo que sacude el orden gramatical normativo y tradicional del lenguaje común. Ese quiebre, esa palabra subversiva e irreverente es uno de los sustentos de la palabra literaria, y es entonces cuando esa rebelde palabra comienza a generar nuevos sentidos, nuevas significaciones, nuevos universos.

Liberar la palabra literaria de la normativa tradicional de la gramática y las lógicas convencionales, asomarla a los mundos inesperados de la ficción creativa e imprevisible: esa es la tarea que Quispe Flores asume con voluntad y criterio decidido, y para ello se vale de un interesante aunque complejo recurso: la introducción de un texto alterno en el texto cervical, texto otro que se encarga de completar el sentido del relato y que resulta imprescindible en el tramado de La Equis.

Esto no es nuevo en nuestra literatura. Ya Adolfo Cárdenas había trabajado la creación de un espacio textual que corre en paralelo al texto básico de la trama principal en Chojcho con audio de rock p’saadho, de 1992, y, posteriormente, en la novela que amplifica el cuento mencionado y sus recursos, Periférica Boulevard, de 2004. El graffiti, el muro, la pared, concebidos como un espacio de comunicación textual anónimo y plural, en el caso de Cárdenas; la interpelación de la escritura y la memoria, sus limitaciones y, a la larga, sus impotencias, en el caso de Quispe Flores.

Comprometerse con el acto escritural y con todo lo que ello implica es precisamente lo que nos ofrece La Equis. Más allá de aquella experiencia vivida, más allá de los espacios geográficos que ocupa, más allá de la trama de un duro cotidiano, desgarrador por momentos, la novela encara también la problemática de una construcción lingüística de la realidad que altera el orden de los factores, que los subvierte, que cuestiona a partir de la concepción y puesta en ejercicio de un paratexto interno que va regulando el ritmo de la obra relatándose a sí mismo. Convencionalmente, se entiende el concepto de paratexto como un texto alterno al central (un Preámbulo, un Índice, una Guía de lector, etc.), pero que en el caso de La Equis no solo opera de diferente forma en el interior del texto básico, sino que lo transforma. Me estoy refiriendo a la inclusión de un texto paralelo que se intercala con el texto nuclear relatando su propio proceso escritural. Y ese es uno de los aspectos que particularmente más ha llamado mi atención en esta novela.

Apoyo lo anotado con referencias del relato que nos ocupa.

“¿Dónde comienza la historia?”, comienza diciendo el narrador en el capítulo dedicado a la memoria en las primeras páginas de la novela. Más allá, en el capítulo Heredad, se lee nuevamente: “Vuelvo a hacerme la misma pregunta: ¿Dónde y cuándo comienza realmente esta historia?”.

Y siempre relacionando la escritura con la ausencia de la madre y lo que eso trae consigo (trama central de la obra), en el capítulo Érase una vez, responde: “Quizá nunca lo sabré o, como lo hago ahora, haré mi propia interpretación valiéndome de la combinación de memorias mías y lejanas, con las posibilidades que da la palabra escrita y sus estrategias”. Una de esas estrategias es la de una introducción de singular importancia en este relato: la epístola. Este recurso, junto a la memoria, es uno de los modos a los que apela el narrador para intentar recuperarse a sí mismo. Esas cartas que se escriben, pero que nunca se envían, le asignan algo muy especial al relato. Cartas escritas a los hermanos, a los padres, a parientes y conocidos, van diseñando un mundo desconocido y misterioso que el narrador intenta entender, aunque sin lograrlo, y que están ahí para tratar de rearticular los fragmentos dispersos de un pasado inquietante y confuso. La creación-recreación del pasado, he ahí uno de los sentidos básicos de este relato.

Casi al final de la novela se da inicio a un proceso tan o más doloroso que la historia central de la novela: cierta desconfianza y descreimiento frente a todas aquellas palabras escritas y frente a esa búsqueda que se intentó a través de  la memoria. Ese proceso se inicia así: “Todas las noches me siento frente a la computadora, miro fijamente la hoja ilusoria, contemplo el contraste entre los espacios en blanco y negro de las palabras y, en ese momento, ya no veo una página escrita a medias, ya no veo palabras, la pantalla se convierte en la boca del túnel que me lleva a ese pasado que trato de revivir y matar a la vez. Esos momentos son los que me hacen dudar de lo que hago y cómo lo hago y, sin embargo, son también los momentos en los que hallo nuevos caminos y nuevas justificaciones para continuar con el arduo trabajo de escribir”.

Se trata de un proceso de descreimiento, de desilusión, de orfandad, en suma, que termina de consumarse en el párrafo que cierra la novela: “Diez días han pasado desde que comencé a resolver la incógnita, X, en estas páginas. Pero al escribir estas últimas líneas me doy cuenta de que, si bien he encontrado un equivalente al valor de aquella incógnita, me falta hallar su valor comprobable, su valor correcto, pues la palabra y la memoria no son exactas, no son números. He averiguado dónde vive, y estoy dispuesto a ir a visitarla. Iré mañana. Ambos, ella y yo nos hemos abandonado mutuamente. Ella en la vida, yo en la escritura, hemos trazado las dos líneas negras que conforman La X, que abren y cierran en forma infinita estas páginas”.

Es sabido que toda escritura es un proceso que intenta organizar el caos, pero en el caso de relatos como el de La Equis, ese proceso descompone, o, mejor, pone en cuestionamiento la escritura de la propia novela. Ese tipo de paratexto que subyace a lo largo de esta narración es el que inquieta mi lectura de la novela de Raimundo porque está ahí para desafiarnos, para desorganizar, para sugerir el caos, la ruptura, la fractura, en un relato problemáticamente entrañable.