Icono del sitio La Razón

Una luna lejana

Neil Armstrong llega a la luna. Al ver hacia la tierra, tan hermosa y lejana, llora. Una de sus lágrimas (no sabemos cómo, pues tendría que estar con su casco) cae al suelo. Y de ahí nace Mondkind – el niño de la luna. ¿Y qué pasa con él? Estrictamente hablando… nada: no hay un conflicto o una tensión que recorra toda la obra, la historia se queda trunca. Algo dice la narradora (en voz en off) sobre que este niño se aparece a veces en los sueños de los niños creativos, con ganas de bailar, esa es su relación con nuestro planeta. Así, la obra presentada por Dalang & Co, un elenco suizo-argentino dirigido por Frida León Beraud, exhibe una escenografía y una utilería de hermosa elaboración que, sin embargo, pierden sentido ante una diégesis poco construida. Y, en su permanente exhibición pierden la atención no solo del espectador adulto (pocas veces convencido ante el teatro infantil y es que todo arte genérico pierde ante la crítica un punto), sino también ante los niños.

Hago aquí una breve digresión: esta es la primera obra abierta al público que se presenta en el teatro Doña Albina, último espacio presentado por la Fundación Simón I. Patiño, que tiene una capacidad para 186 personas aproximadamente. Este es, como ya se ha dicho varias veces en entrevistas y prensa, el teatro mejor equipado de Bolivia. El público para esta “esperada” apertura no sobrepasaba las 15 personas. Y entre las cuales no más de cinco niños veían esta obra infantil. Claro, después de mi reseña podría decirse que la culpa es de la obra. Sin embargo, nadie sabe si la obra es buena o mala antes de verla. Entonces, ¿de quién es la culpa?, ¿será que el espacio no hizo suficiente difusión?, ¿o será que el precio de las entradas (Bs 60) es demasiado para una obra infantil?, ¿o, aún peor, que confirmamos que los paceños solo van a las obras de sus amigos y, como estos extranjeros no tienen amigos aquí, la función se quedó vacía?

Retomo. Lo mejor de la obra, como ya mencionaba, es su utilería y su escenografía. Desde que uno entra a sala, desde el techo del fondo del escenario, caen miles de sogas blancas (que son a la vez un símbolo de los rayos de la luna y de su música que determina su ser onírico, punto medio entre la tierra y la luna; sogas que se repetirán en la marioneta que represente a Mondkind), extendiéndose por todo el escenario. Sobre estas se proyectan imágenes, se usan las luces para teñirlas de colores y finalmente se juega con ellas durante toda la obra (diferente hubiera sido si el público hubiera podido jugar también, porque como niño sabrás que no es lo mismo ver a alguien jugar que hacerlo). En su utilería hay círculos de luces, títeres, juguetes, una esfera gris peluda y suave, donde entra una persona, que podría haber sido mil veces más explotada.

La actuación acompaña perfectamente la exhibición de estos objetos: se caracteriza por movimientos lentos, bien calculados, marcados por exhalaciones sonoras o pequeños ruidos, siempre en función a lo que los rodea. Esto hace que el ritmo de la obra sea monótono y pesado, requiere mucha voluntad para seguir viéndola: a mi lado hay una niña, que de vez en cuando yo observo, es mi parámetro de valoración, cuando salen nuevos objetos atiende, pero rápidamente se aburre y me mira, mira al techo, mira a los otros… Evidente es esto cuando los actores entran a escena por primera vez y juegan a que no deben pisar las cuerdas, haciéndose espacio entre ellas. Acabado el juego, las pisan como si no importara en el resto de la obra. El espectador se pregunta, ¿en qué me contribuye que hayan jugado antes, por un espacio de tiempo tan alargado? Las únicas respuestas posibles: me ha dado ganas de jugar, pero no me lo ha permitido; me ha hecho ver las sogas con mayor detalle. ¿Y para qué? Porque son lindas. ¿A un niño esto le importa? Al menos a la que estaba a mi lado, no. Es solo luna lejana.

Es difícil hacer teatro (infantil) que trascienda sus fronteras y toque a los espectadores. Si se ha de quitar (o restar importancia a) la narrativa, gesto usual en el teatro posdramático, es necesario pensar cómo constituir la forma en contenido. Mayor reto es este si los espectadores son niños, cuyas capacidades de abstracción conceptual serán diferentes. Pienso que las obras infantiles deberían retar en la interacción, cosa que poco se hace en esta ciudad. Pocas propuestas para nuevos públicos llegan a mi mente y todas son la clásica trama “atrapante”, ¿podremos llevar las nuevas tendencias del teatro a los niños?, ¿cómo?