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Dimas Cuéllar

Ha muerto, después de una larga lucha en contra de esa caída en lo profundo que podría significar el advenimiento de la muerte y en contra de la misma vida que siempre está buscando aferrarse a cualquier superficie con sus dedos como ramas, y a pesar incluso de sus treinta y seis años recién cumplidos, doña Mariana, la madre de Dimas Cuéllar.

En este momento no es más que materia. Un objeto, una cosa. La materia está en ese ataúd tan bien barnizado, brillante marrón. Y la materia, esa carne endurecida y pálida que ya no sirve para nada, está rodeada de las flores que trajeron los vecinos. Está en un jardín que no es un jardín, encerrada en una habitación de madera que no es una habitación, pero que tiene una ventanita para ver el mundo desde atrás del vidrio; observa sin observar con unos ojos que han dejado de ser ojos sin haber cambiado de forma. Un jardín, una habitación, un par de ojos, como si en verdad necesitara de tanto, ahora. Y su habitación está encerrada en una habitación más grande que, a estas instancias, ha dejado de ser una simple habitación. No falta mucho para que la trasladen y vaya empezando a ser parte del suelo a pesar de la madera que la protegerá durante algún tiempo.

Tiene los ojos abiertos, la mirada estancada en quién sabe qué. Nadie ha querido cerrárselos, tampoco las vecinas ancianas que han ayudado a vestir el cadáver, quizás ni siquiera se dieron cuenta. No es un trabajo para cualquiera, además.

Dimas no ha dejado de observar esa mirada pétrea ni siquiera cuando se ha apartado de la ventanita del ataúd. Siente miedo: todavía la tiene frente a sí y no puede hacer nada para apartarla; quisiera desvanecer el espectro. No se puede dejar abandonada la memoria cuando a uno le place, te persigue, es la auténtica mirada del muerto, te mueves y, con tus movimientos, como si tuvieras un hilo invisible atado a esos írises secos, caminan los ojos detrás de ti. Por eso Dimas tiene la impresión de que su madre podría continuar con vida. Aunque sea con un poquito de vida, una vida que no necesita del cuerpo para manifestarse ni aire para emanar calor. Siente que el miedo se confunde con el adormecimiento de sus propios ojos y tiene la impresión de que, gracias a esa mirada inyectada en el vacío, el cadáver de su madre puede escuchar lo que está pensando a pesar, incluso, de que en este preciso instante no esté pensando en nada y todas las sensaciones que lo recorren no sean otra cosa que miedos que no se pueden expresar por completo con las palabras que le dan una forma concreta a su pensamiento.

El tío Cuéllar también lo ha notado. Él está mucho más inquieto. Camina de acá para allá. Como si hubiera extraviado el rumbo. Introduce con fuerza sus dedos en su propia cabellera. Se muerde las uñas. Enciende un cigarrillo y, poco después, lo apaga en la suela del zapato. Constriñe su frente. Vuelve a morder sus uñas y vuelve a encender el mismo cigarrillo. Sale y respira. Retorna tambaleándose. El olor del tabaco le dice a Dimas que su tío se ha sentado junto a él. El olor del tabaco y la presencia de una sombra que él apenas puede observar con la mirada periférica de sus ojos somnolientos. Y los brazos de la sombra moviéndose como las ramas de un árbol esquelético cuando las abate el viento.

—Nos está mirando— dice el tío Cuéllar, señalando hacia el ataúd con sus propios ojos enrojecidos.

Dimas escucha lo que dice su tío y tarda en contestar. Dos minutos, dos vueltas del segundero del reloj que pende sobre el ataúd. Pareciera que se hubiera olvidado de aquellas palabras. Pero contesta:

— No.

Es como si el tío Cuéllar no hubiera escuchado la respuesta porque, al oírla, lo único que hace es levantarse y salir de esa habitación. Los pasos apresurados, en principio, y, luego, poco a poco, cansinos.

Esa habitación. Una pequeña sala. Dimas está sentado en el sofá que le regalaron unos amigos a su madre. Los demás asistentes al velatorio están acomodados en sillas blancas de metal con propaganda de la cerveza Paceña que alguien trajo quién sabe cuándo. Esta habitación, ahora, y a pesar de que Dimas tiene la sensación de que hay personas riéndose por lo bajo, se ha convertido en algo así como un recinto sagrado. Casi un templo. En todas las iglesias que ha visitado se ha encontrado con, por lo menos, un cadáver, imágenes de yeso o no, como si el recordatorio de lo inexplicable de la muerte o tal vez el silencio tuvieran el poder de hacer sagradas las cosas. ¿O se tratará todo de un velado homenaje a la violencia del color de la sangre y nada más? ¿Incluso la vida? Sangre encerrada en un cuerpo. Incluso la vida. El hombre que ha creado a dios a su imagen y semejanza, y este dios ha parido un hijo que sangra. Un par de largas velas parpadean a los pies de su madre.

Mira hacia atrás. Nadie se ríe. Apenas quedan unas diez personas de las cincuenta que estaban hace un par de horas. ¿Dónde se han escondido todos?, se pregunta y es que él quisiera poder esconderse y una vez encontrado el lugar adecuado para pasar desapercibido, dormir y recién despertar cuando todo hubiera concluido. ¿Pero esto se termina alguna vez? Escucha conversaciones afuera. Pocos se preocupan por susurrar. Voces de jóvenes. Los vecinos con los que a veces, los domingos, juega fútbol. Sí. Ahora sí tiene la certeza de que se están riendo.

¿Por qué? Es como si el sonido de esas risas sucediera en el recuerdo más próximo, en algún lugar debajo del instante que se habita, pero no en el tiempo presente.El tío Cuéllar, los pasos apresurados ahora, como si estuviera a punto de llegar tarde a una cita importante, se le aproxima y deja escapar una vaharada con aroma a tabaco sobre el rostro aletargado de su sobrino.

—Levantate— le dice.

Dimas obedece. Sus extremidades pesan demasiado. La sangre está coagulándose en sus venas, debe ser el frío.

—Haz el favor de cerrarle los ojos a tu madre— ordena y, al mismo tiempo, suplica el tío Cuéllar, la voz llena de matices. —Eres su hijo. Te está esperando a ti. Quiere verte por última vez.

Luego de haber dicho esto, el tío Cuéllar moja uno de sus dedos en saliva, limpia con esa humedad una mancha que se aclara en el saco de luto que le queda un poco ancho y, arrastrando las suelas de sus zapatos al caminar, vuelve a salir.

Dimas tiene la impresión de que las risas han ido contagiándose de un grupo de personas a otro. Y no entiende de qué ríen, no comprende por qué les es tan fácil reír. El ruido de la risa, esa manifestación subterránea, le es difícil de soportar.

Se pone de pie y se acerca al ataúd. Observa el rostro rígido de su madre. Los labios resecos, el cuello hinchado, la frente tan lisa, la piel con súbitas manchas blanquecinas y los ojos abiertos y el reflejo sobre el vidrio de las cosas alrededor —el techo, él mismo, el reloj— ausente, seco. Abre la ventanita. Extiende las yemas de los dedos de su mano izquierda y los esconde antes de haber llegado a los párpados de su madre. Lo intenta una vez más, esta vez con la mano derecha. No puede. El miedo, ¿o habrá sido otra cosa?, una sensación que no se puede definir, todavía, con otras palabras. Y dice, dándole la espalda para volver a sentarse donde estaba y como si le hablara al cadáver para pedirle disculpas por una falta que no ha llegado a cometer:

— Mejor no.

Pero se levanta de nuevo y vuelve tras sus pasos para intentarlo de nuevo. Quiere escapar de la mirada de su madre, pero, al mismo tiempo, no quisiera que dejara de observarlo. Entonces, piensa que el ruido de risas que ha estado escuchando, en realidad, es el sonido de su no llanto, ese llanto que nunca nadie, quizás ni siquiera él mismo, verá. Un llanto detrás del llanto.

Hay un par de moscas sobre el ataúd. Están copulando. Las risas se callan y surge la rabia. Malditas. El golpe es veloz, la caída liviana, el disparo certero. Entre sus dedos se meten los jugos oscuros de las moscas, las alas caen al suelo casi flotando. Dimas no se limpia la piel, pero cierra la ventanita con la otra mano. La mirada persiste.