El Rey León
La versión también animada, pero con aspecto live action, dirigida por Jon Favreau, no es un aporte al clásico del Disney, amén de la mera tecnología.
En una época pletórica en rehechuras ayunas de sentido —salvo la rentabilización de la nostalgia— probablemente ésta de El rey león sea firme candidata al galardón de la peor de todas.
La clave, a la cual se atiene puntillosamente la copia con carbónico de la versión original de 1994 dirigida por Roger Allers y Rob Minkoff, es sacar el mejor provecho de la live-action, vale decir, del fotorrealismo trabajado mediante la animación digital, cuyo perfeccionamiento alcanza en el caso presente para provocar asombro durante los primeros 15 minutos del film, pero en modo alguno consigue sostener un relato que calca en el guion y en la puesta en imagen cada una de las tomas y escenas de aquella realización instalada justamente en la añoranza de las generaciones fascinadas por la historia de Simba. Ello no obstante los opinables excesos antropomorfos típicos desde siempre en el universo Disney, construido sobre la cuestionable premisa de trasladar al mundo animal actitudes y comportamientos propios de la especie humana, abonando de paso la tesis “ilustrada” de la superioridad de esta última sobre el resto de las especies del planeta y su consiguiente derecho a saquearlo de manera inmisericorde en su beneficio. De hecho, es pertinente recordarlo para no tropezar con la idealización de la hechura original, aquella se inspiraba sin disimulo en el Hamlet de Shakespeare y en su disección de los pormenores de la ambición de poder como pulsión medular de las relaciones humanas.
Dato asimismo significativo pero casi siempre olvidado por quiénes se prodigan a rabiar en loas al filme de 1994, aun cuando en su momento hubo quienes insinuaron un posible plagio, ya que en 1950 el artista japonés de manga Osamu Tezuka había dado a luz a Kimba, un joven cachorro de león blanco encargado de gobernar con sabio equilibrio parte de la sabana, haciendo realidad el redondeo perfecto del círculo de la vida.
Una idea por demás simplista, rueda de molino con la cual el realizador Favreau —conocido por su docilidad para copiar sin el menor acento personal esquemas previos, tal cual ocurrió con las dos primeras entregas de Iron Man—, pareciera comulgar de lleno, entiende que cuanto más parecido a una fotografía es un dibujo mejor es, prejuicio sobreabundantemente desmentido a lo largo de la historia del arte, pero que sí responde al actual culto de la tecnología en el modo de la profecía autocumplida. Similar malentendido ya se había traducido en despropósitos, menos groseros hasta cierto punto que el de Favreau, con los remakes hiperrealistas de La bella y la bestia (Bill Condon/2017) y de Aladino (Guy Ritchie/2019). Pero el saqueo del catálogo de sucesos pretéritos de Disney no pareciera tener tampoco fin a la vista, puesto que se anuncian otros disparates de similar ralea para el futuro inmediato.
La historia comienza otra vez con la presentación en público, esto es a toda la fauna dispersa por la sabana africana, de Simba, el cachorro de león elegido por el Rey Mufasa para sucederlo en el trono de la Tierra del Orgullo, contrariando a Scar, el hermano de Mufasa, quien se siente predestinado a ese sitial. Para alcanzar su propósito, el perverso tío de Simba organiza una estampida de ñus que acaba con la vida del soberano y provoca la huida del sucesor agobiado por el sentimiento de culpa luego de presenciar el atentado y acicateado por el autor intelectual del desmán. Exiliado, en una suerte de comuna hippie, Simba conoce a el suricato Timón y al jabalí Pumba, dos personajes a los cuales Favreau intenta dar mayor peso en la historia por medio de recargados y reiterativos diálogos, dizque cómicos, los cuales se encargarán de acompañar al protagonista en el tránsito a la madurez, convenciéndolo de regresar a su lugar de origen para vengar a Mufasa y hacerse del cargo que le tocaba en suerte.
La pregunta, a la cual el remedo de Favreau no ofrece respuesta alguna, es qué sentido tiene este oneroso duplicado, salvo el de la arrogante exhibición de los avances de la CGI (Computer-generated imagery) abonando el ya señalado culto al “solucionismo tecnológico” —en palabras de Morozov—. Máxime teniendo en cuenta que a diario en el canal National Geographic abundan los documentales a propósito de la existencia y la lucha por la subsistencia en el mundo animal, género en el cual Disney ya incursionó también con circunstancial acierto.
En largos tramos de su cansino desarrollo El rey león bis semeja un experimento empírico alineado con las tesis por lo general alocadas del posthumanismo, corriente de pensamiento muy de moda en algunos círculos universitarios y académicos. En términos gruesos, ese discurso apostrofa que la especie humana es el resultado deficiente de la evolución, pero ahora, gracias a la técnica y su vertiginoso desarrollo, ha llegado el tiempo de corregir todas las anomalías propias de dicha especie, posibilitando no solo enmendar las falencias físicas mediante la implantación de microchips en el organismo humano, incluso es dable que se le pueda a plazo relativamente corto garantizar la inmortalidad. Así Favreau toma el original a modo de un borrador plagado de insuficiencias, corregibles de igual modo con la animación computarizada, al punto que algún comentarista fabuló que el director habría domesticado algunos ejemplares de la fauna (sobre todo los leones y sus adherentes: las hienas), en la película, entrenándolos para sus papeles.
Es cierto que el perfeccionismo detallista apreciable en las imágenes asombra durante un rato viendo cómo se desplazan las criaturas en la pantalla, o cómo el viento agita su pelaje. El problema es que las copias que vemos de aquellas son absolutamente inexpresivas: hablan y actúan al modo de autómatas programados para ejecutar ciertas acciones o proferir algunos parlamentos pero el rostro, la mirada, permanecen inmutables. Vale decir, emoción, empatía, es lo que falta de punta a cabo en esta fotocopia chata, gélida; vacío agravado por la falta de manejo del ritmo y por la forzada edulcoración de algunos momentos del relato, pasteurizados en afán de recortar las connotaciones traumáticas y las inferencias éticas de ciertos momentos de la historia original.
Para peor, la banda musical convierte en caricaturas sonoras las composiciones de Elton John rehechas en acomodo a las insaciables apetencias de los consumidores de sonoridades de fácil digestión y de novedades perecederas al instante.
2019 posiblemente sea recordada en el ranking de ingresos de taquilla como “el año Disney”. A las jugosas cifras de recaudación de Toy Story 4 se agregan en las últimas semanas las no menos apetecibles que El rey león acopia en las boleterías del mundo entero. Hay notorias diferencias entre ambos títulos, si se presta atención al modo de volver sobre los pasos de sus precedentes, pero ese es un asunto secundario desde el punto de vista de los responsables de mercadeo de la empresa heredada del tío Walt a la hora de planear las venideras reproducciones de viejos éxitos de la corporación, empeñada llanamente en duplicar aquellos para engrosar sus balances en medio de la pandemia de secuelas y franquicias para la cual la técnica ha dejado definitivamente de ser un recurso narrativo puesto al servicio del relato, convirtiéndose por el contrario en el anzuelo excluyente y en sinónimo de dramaturgia cinematográfica, o poco menos, equiparación igualmente desdicha a lo largo y ancho de la historia del cine.
En buenas cuentas aquello que la producción estima es el principal atractivo de este insípido reencuentro con los orígenes: su realismo llevado al extremo, viene a ser la causa de la pérdida de hasta el más mínimo, exento de verdadera emoción, de cualquier atisbo de sentimiento, diluido asimismo por las incontables contradicciones del guion en el planteo de casi todas las secuencias.
Ficha técnica
TÍtulo original: The Lion King
– Dirección: Jon Favreau
– Guion: Jeff Nathanson
– Historia: Brenda Chapman sobre caracteres
creados por Irene Mecchi, Jonathan Roberts y Linda Woolverton
– Fotografía: Caleb Deschanel
– Montaje: Adam Gerstel, Mark Livolsi
– Diseño: James Chinlund
– Arte: Vlad Bina, Helena Holmes
– Música: Hans Zimmer
– Animación: Jhon Alvarado, Balaji Anbalagan,
Archana Asokan, Hyunju Cho
– Efectos: Joni Andreou, Amy Altvater,
Pasquale Antonelli, Galder Apraiz, José Armengol
– Producción: John Bartnicki, Thomas Schumacher,
Jim Shamoon, Jeffrey Silver, Mario Zvan,
Debbi Bossi y Jon Favreau,
– Voces (en la versión original): Chiwetel Ejiofor,
Donald Glover, Beyoncé, John Oliver, James Earl Jones,
John Kani, Alfre Woodard – EEUU/2019