Cuando los hombres quedan solos
La cinta póstuma del realizador Fernando Martínez se exhibe en salas del país.
En su primer largo de ficción —antes había rodado el ensayo documental ¿Por qué quebró McDonald’s? (2011) y un par de cortometrajes— Fernando Martínez, cineasta de origen potosino, se propuso volver en Cuando los hombres se quedan solos sobre los atroces eventos vinculados con el golpe militar del 17 de julio de 1980 con el general Luis García Meza a la cabeza. Sin embargo, la premisa básica de esa realización inconclusa debido al fallecimiento de Martínez en 2013, pocos días después de dar fin al rodaje, no era la de una reconstrucción lineal en el modo de una crónica de época, más bien se trataba de bucear en la entreverada psicología de algunos personajes inspirados en los autores materiales e intelectuales de aquellos sucesos de pavor. Asunto que tampoco alcanza a ser desarrollado en su integridad.
Es el caso de Carlos, provecto exparamilitar responsable de poner a buen recaudo en su propio domicilio los comprometedores documentos de aquellos aciagos días, mientras se ocupa al mismo tiempo de sus dos hijos: Armando (policía) y Carlos Jr. (guardia de seguridad) y, junto a ellos de la crianza de Nena y Germán, los retoños de este último, a los cuales la madre dejó al optar por la emigración pero cuya custodia intentará recuperar luego de tres años de ausencia.
La película arranca con fragmentos en off del discurso de Luis García Meza mientras en la pantalla se suceden fotografías en blanco y negro de aquel trágico mediodía del 17 de julio de 1980, y concluye con un acto castrense actual (de 2013) que daría la impresión de querer advertir acerca de la eventualidad de una repetición de aquellos avatares, es de suponer aunque no resulta muy preciso el señalamiento, si no se refresca la memoria de ese drama, ante todo para las nuevas generaciones.
La memoria ha sido y es un nutriente indispensable en el tramado del imaginario colectivo fundante de cualquier destino autodeterminado. No por nada todas las empresas de conquista han dedicado sus mayores esfuerzos a borrar la de los pueblos invadidos. En tal dirección apunta la sentencia aquella de “el pueblo que no aprende de su historia está condenado a repetirla”, atribuida a Confucio e indistintamente a otros tantos presuntos progenitores. Y es asimismo el subtexto de la por demás conocida frase de Marx, “la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”.
En el presente la desmemoria inducida continúa siendo el objetivo mayor de las estrategias geopolíticas hegemónicas, dotadas ahora por añadidura con instrumentos de una eficacia impar merced a la deificación del desarrollo tecnológico, a la virtualización de la realidad a través de las pantallas, de las cuales acaban siendo rehenes sobre todo las nuevas generaciones, y al consumismo instalado al tope de la escala axiológica.
El relato bascula libremente entre el pasado y el presente, en algunos momentos con cierta imprecisión en los cortes y transiciones, lo cual puede llevar a confundir al espectador, especialmente a quienes no vivieron esos tiempos tormentosos plagados de figuras impresentables y que pudieran ser consideradas inverosímiles si la dirección de actores no hubiese actuado con firmeza para mantenerlos bajo control a fin de impedir la sobreactuación a la que varios de tales roles resultaban proclives.
Los personajes, salvo algunas excepciones, están entonces pertinentemente matizados como para no incurrir en el estereotipado y de tal suerte evitan empobrecer la historia abordada, encajonándola en los modelos socorridos para delinear los roles de protagonistas y antagonistas reducidos a unos cuantos rasgos calcados hasta la saciedad. Aquí, salvo en el caso de Arturo, el único malo de una sola pieza, la mayor parte de los protagonistas son personajes desdoblados entre su desaprensivo comportamiento en el escenario público y su conducta en la intimidad, donde, con especial énfasis en el caso de Carlos y sus nietos, aquél obra como un abuelo casi de manual, siempre proclive a la ternura, no obstante su avinagrado carácter.
El desempeño del elenco es parejo, con la sola ya mencionada excepción del paramilitar argentino personificado por el actor jujeño Jorge Jamarlli, forzado este último a lidiar con gestos y parlamentos entresacados del cliché del canalla irredimible, incluso pese al castigo que le cae encima merced a un cáncer terminal, al igual que esa suerte de penalización divina que sobre el final daría la sensación de empujar a Carlos a la soledad absoluta, giro moralista de opinable coherencia con el desenvolvimiento del relato.
Valga aquí destacar el trabajo de David Santalla haciéndose cargo con estimable solvencia de un rol dramático, distante de aquellos a los cuales nos habituó a lo largo de su extensa carrera, alimentada más bien por criaturas inspiradas en la galería del humor popular.
Martínez no maquilla la dureza de muchas secuencias retrospectivas: las sesiones de tortura en las caballerizas del Estado Mayor; el tormento y posterior asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz; el de Luis Espinal; la masacre de la calle Harrington; el asalto a las instalaciones de la Central Obrera Boliviana. Pero esas referencias, entremezcladas con las erráticas actitudes de los protagonistas centrales, se narran apelando mayormente con atinado criterio a los planos generales, opción que le permite al director zafar de la tentación a espectacularizar la violencia mediante los primeros planos, neutralizando de tal manera su sentido aleccionador, tal cual ocurre con el grueso de las producciones actuales atiborradas de escenas violentas al igual que con el tratamiento amarillista del tema por los medios de comunicación.
Es obvio que al no haber podido Martínez intervenir en la etapa de posproducción resulta muy difícil saber con exactitud cuáles de los aciertos —muchos— y los desaciertos —algunos— se le pueden atribuir. Pero sí está meridianamente claro que el rodaje respondió a un enfoque de tratamiento y a una puesta en imagen bien definidos. La fotografía, de tonalidades expresionistas aportada por Gustavo Soto, suma lo suyo en la creación de la sofocante atmósfera que impregna el grueso de las secuencias. Por su parte el montaje se ocupó de cuidar la fluidez del relato, aun cuando las transiciones temporales, se apuntó, no se encuentran del todo bien resueltas.
Pareciera casi una fatalidad inescapable del destino que en sus óperas primas los directores debutantes se sientan obligados a decirlo todo de una vez por todas. En términos generales, mesurada en ese aspecto, la de Martínez tampoco zafa por entero del hado. No resultada dable justificar por ejemplo del todo la secuencia animada en base a dibujos infantiles, salida de tono de menor efecto dañino sobre la contextura del producto final en todo caso que la inclusión de un par de momentos embutidos con la finalidad de no dejar sin alusión al anti indigenismo rampante aun en vastos estratos de la sociedad. Hubiese sido deseable que tales pinceladas a propósito de la discriminación incluidas con calzador en las dichas secuencias mantuviesen el plausible control sobre los matices en lugar de cargarse en un par de diálogos esquemáticos y reiterativos.
Inventariados en definitiva los altos y bajos de Cuando los hombres quedan solos, título acorde a intenciones un tanto enigmáticas luego de regresar de la mano de Martínez a uno de los momentos más ominosos de la historia nuestra del siglo XX, pródiga en dictaduras de todo talante, se trata de una película necesaria y de factura por encima del promedio de buena parte de las entregas últimas de la producción local. Tal vez empero se le pudo haber sacado más punta, en concordancia con el título, al peso de la memoria sobre la culpa y el arrepentimiento de quienes en definitiva, como Carlos, fueron instrumentos del horror —así en su momento estuviesen persuadidos que aquello era lo que cabía hacer—, hilo temático apenas bocetado en un relato que enrumba hacia otra dirección.
Ficha técnica
Título original: Cuando los hombres quedan solos
– Dirección: Fernando Martínez
– Guion: Fernando Martínez, Luis Miguel González, Wilmer Urrelo
– Fotografía: Gustavo Soto
– Montaje: Daniel Moya
– Arte: Sandro Alanoca
– Música: Mauricio Montero
– Sonido: Richard Córdova
– Post Producción de Sonido: Ramiro Fierro
- Producción: Viviana Saavedra del Castillo
– Asistencia de Dirección: Stephanie Del Carpio
- Intérpretes: David Santalla, Ariel Vargas,
Fernando Arze Echalar, Toto Vega, Jorge Jamarlli,
Carolina Ramírez, Amuya Montero Herrera,
Antonio Peredo, Denise Mendieta,
Raúl Beltrán, Luigi Antezana, Nicolás Bauer,
Susana Condori, Cacho Mendieta, Alejandro Loayza
– BOLIVIA/ COLOMBIA/ ESPAÑA/ ARGENTINA/ 2019