La esencia de la crónica como género literario podría entenderse por medio de aquella frase popular que dice “todo depende del cristal con el que se lo mire”. El cronista es un observador de la realidad que utiliza el cristal de la palabra escrita para mirar y a la vez re-construir esa realidad. Cada cronista se distingue por su cristal, a veces transparente como una ventana, o la ventanilla raybanizada de un vehículo, o un vidrio rosa, negro, amarillo o etc. Hacemos mención a esta analogía pues “el cristal del cronista” Martínez es uno muy particular y que por sus características afecta tanto al observador como al que observa. Este cristal es un espejo translúcido como el que vemos en las películas de acción en el  que el investigador u observador está de un lado y el sospechoso o interrogado está del otro. De un lado está el jailón y del otro el llokalla; está el presente y el pasado. Lo paradójico del asunto es que ambos son muy distintos, pero a la vez el mismo: una condición conflictiva que le da sabores singulares a las páginas de este libro.

En Crónicas del llokalla jailón (Sobras Selectas, 2019) hay un narrador que cuenta lo ya vivido desde un presente, que es uno, cual tronco, pero en su narración se desdobla en personajes distintos y hasta antagónicos. De un lado está el lokalla y del otro el jailón: un niño y adolescente que durante los años 80 y 90 del siglo XX vive aventuras y desventuras en las marginalidades, mientras que del otro lado está el jailón o el profesional que hace turismo y ha trabajado en varias oenegés y universidades. Como pasa en esas salas separadas por el espejo translúcido, de un lado está el llokalla que solo puede verse a sí mismo y del otro está el cronista que puede ver con impunidad las reacciones del sospechoso, cual investigador.

La ilusoria separación

Sin embargo esta separación es ilusoria. Observador y observado no están separados. Hay una relación entre ambos: el investigador es tal porque entiende al posible criminal y aquel al que se le ha asignado el rol de observado sabe que hay alguien que lo mira. Esta relación se nota cuando el narrador retrocede a su niñez y adolescencia comienza a entenderse, como cuando reflexiona sobre la palabra huraño.

Luz y sombra

Se piensa que el espejo translúcido está hecho de tal modo para que de un lado se vea todo y del otro no se vea más que el reflejo, sin embargo esto no es cierto. El espejo translúcido en realidad es igual de reflectante y transparente para cualquiera de los dos lados. Lo único que hace posible que un lado se pueda ver sin ser observado es la cantidad de luz que hay en cada lado. El lado del investigador está a oscuras y deja pasar la luz del otro lado, completamente iluminado. El observador está en medio de la oscuridad y el observado está en la luz.

El narrador, aunque escribe desde una posición cómoda, dominando el presente y el pasado, aunque se reconoce jailón, parece tener una profunda nostalgia por su periodo de llokalla. El jailón es pues un observador que contempla la luz de cuando era llokalla. Es en el tono del periodo del llokalla donde el humor es picaresco y hasta las muertes tienen un matiz noble, lo que no pasa en el periodo del jailón, pues en lo narrado hay un sabor plagado de hastío, incluso en el humor. El llokalla, por ejemplo, se fascina con plomo derretido, los huevos y cervezas que predicen el futuro; el jailón asume con resignación y hasta con temor las tradiciones a la hora de darle nombre a su moto.

Falla y logro del espejo translúcido

Lo mejor de las crónicas de Martínez ocurre cuando su cristal, o “su cristal”, parece fallar, cuando el observador se siente observado plenamente, dicho de otra forma, cuando el observado no solo tiene conciencia de que lo observan, sino que empieza a observar a quien parecía examinarlo con impunidad, lo hace al punto de incomodarlo, como diciéndole: “Fui lo mejor de ti”. Es quizá por eso que el narrador vuelve a los bares en que supone que puede volverse a ver a sí mismo, cuando era un llokalla, no un llokalla jailón, no parte de aquellos que sueñan con una muerte digna, desde su lejana condición, como decía Pizarnik, “de recién llegado”.