Todo comienza con un juego familiar. Sencillo, alegre, algo torpe. Entonces se ciernen sobre los personajes sombras que no los abandonarán por el resto de la novela. Así comienza Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, 2017) de la escritora vasca Edurne Portela (Vizcaya, 1974), invitada especial de la Feria Internacional del Libro de La Paz 2019.

La narración está situada en un periodo turbulento de la historia reciente de Euskadi, de donde es natural su autora. Tal es el vínculo que Portela propone entre estos episodios y su obra, siempre al límite de lo autobiográfico, que la narración comienza un lustro después del primer atentado masivo de ETA en 1974, el mismo año en que nació la novelista.

Puesto así, el debut en narrativa de Portela exhibe cómo la impronta histórica y social se impregna y filtra por los muros de los refugios que en la infancia parecen infranqueables: las paredes de nuestras casas, los brazos de nuestros padres.

Por eso la familia —como institución social, como emblema de pertenencia—, acaso en un juego de espejos con el concepto de “patria”, es puesta en crisis por Portela en tanto arrincona y violenta las posibilidades de la libertad, entendida, en el contexto de Mejor la ausencia, como el simple hecho de abandonar a quien te oprime, hacer del pater violento y represor un vacío, una nada.

La novela, en una travesía que inicialmente dura más de una década, disecciona el deterioro de esa estructura filial, ese que deviene de la acumulación del tiempo y el otro —todavía más inclemente— que se hace costra desde la memoria, desde las frustraciones, los rencores y el silencio. Sobre todo el silencio.

Tal vez por eso la primera parte se cuenta en primera persona, en cambio, en la coda se invierte la voz con un objetivo concreto. El cierre se escribe desde la distancia, desde una narradora que se atreve a atar los cabos sueltos que han ido quedando a lo largo de años de respuestas esquivas y golpizas. La literatura quizás sea la mejor forma de quebrar el hermetismo de las puertas clausuradas, de los capítulos no contados y también de aquellos ocultos a la fuerza. Es, pues, el método más desgarrador y heroico para escribir las páginas oscuras y sangrientas de nuestra historia, la de nuestras familias y pueblos.

En este sentido y como apostilla, la violencia machista, asumida como un arranque de cólera natural y socialmente justificado, está desgranada con tal determinación que se nos revelan niveles y formas de ella que aún hoy son patentes en varios lugares del mundo, 40 o 30 años después, pero siguen negándose y cubriéndose bajo el manto de la cotidianidad. Más allá de las agresiones físicas, también dolorosas y difíciles de sobrellevar, Portela resalta otras que percuten incesantes y agudas, como un recordatorio permanente de las relaciones de desigualdad y subordinación, como un llamado perpetuo a callar y otorgar.

A su modo, Mejor la ausencia es también una bildungsroman, género que, al menos en un repaso fugaz, está construido desde la enunciación de voces masculinas; casi siempre bajo el mismo rasero. Límites que la novela de Portela se lleva por delante y transgrede con una estridencia contundente. Ya sea por la elección de una niña/joven/mujer como punzante protagonista, o la crudeza con la que se eligen y encadenan los episodios a ser contados. Si las “novelas de aprendizaje” tienen el fin de ser edificantes y reveladoras en el paso de la juventud hacia la adultez, nuestra escritora elige la destrucción, la desaprensión, el descontento y la rabia. Mucha rabia, esa que parece estar proscrita para las mujeres y que tan bien sabe asumir como trinchera Amaia, quien nos presta ojos y oídos para ser testigos de una debacle, una hecatombe. El fin de algo, el principio de nada.

Entonces las páginas de Mejor la ausencia comienzan a llenarse de un punk furibundo. Eskorbuto, Kortatu, La Polla Récords, poco después Extremoduro, llenan las páginas de ese impulso autodestructivo, siempre acompañado de excesos y furia, de una generación que pareciera nunca haberse podido reponer del todo a la transición entre el régimen franquista y la ilusión democrática.

En ese sentido, lo de Portela guarda muchos puntos en común con la literatura de algunos chilenos que vivieron un quiebre similar, casi en la misma época. Por poner un ejemplo, podemos citar a Álvaro Bisama y su libro Ruido (Alfaguara, 2012). Hago este apunte porque a pesar del inconfundible y predominante paisaje vasco en Mejor la ausencia, estamos ante una narración universal, tanto por el abordaje que hace sobre lo “familiar”, o los conflictos sociales y políticos armados, o el lugar de la mujer en nuestras sociedades, pero, ante todo, por su precisión al reflejar esa sensación de hartazgo e insurrección que en algún momento hemos sentido todos.

Gracias al oficio de Portela, leer desde la intimidad un pedazo de historia permite tener una claridad y amplitud en la mirada, imposibles de conseguir desde otras perspectivas. Ya sea para revelar los oscuros y cuantiosos negociados que se urden gracias a un ambiente políticamente convulsionado, la segregación y odio que alientan posturas ideológicas nacionalistas y afincadas más en tradiciones que en ideales, la comodidad distante de ciertas clases sociales que señalan y critican estos fenómenos sin mancharse las manos, o las relaciones de poder estructurales entre mujeres y varones. Toda una autopsia sociológica abandonando apenas las paredes de cualquier casa familiar. Tal es la estatura narrativa de Edurne Portela.