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‘Sentido e ideología’, de Luis Claros

Sentido e ideología, de Luis Claros, es un libro de filosofía. Algo infrecuente en la producción bibliográfica boliviana. Solo esta filiación ya lo haría merecedor de un artículo, pero además es un libro de interés, legible y valioso. Claros despunta como uno de los mejores nuevos valores de la academia nacional.

Su subtítulo nos dice de qué va el libro: “Cuestiones de teoría y método”. El primer capítulo presenta exhaustivamente los enfoques metodológicos existentes en la actualidad para el análisis de las ideas, de los conceptos y de los textos literarios. Puede culparse a Claros de un exceso de detalles y una proliferación de referencias bibliográficas, pero en cambio es destacable su espíritu pedagógico. Desde los trabajos del comunicólogo Erick Torrico que no me topaba con una lectura nacional tan claramente orientada a enseñar. Claros no desarrolla ideas propias en esta ocasión, sino que desenvuelve de forma ensayística las de los grandes teóricos contemporáneos. Su explicación de la “deconstrucción”, la posición semiológica del filósofo francés Jacques Derrida, que descentra y fluidifica el estructuralismo —concepción del mundo como un texto desmontable, interpretable y reinterpretable, y del texto como un mundo autosuficiente— resulta luminosa.

El núcleo del texto, empero, lo constituye una ponencia de Claros sobre la historiografía, que, siguiendo a diversos autores idealistas, considera similar a la literatura: para comenzar, porque los textos históricos y los textos literarios tienen en común la necesidad de organizarse en términos narrativos, lo que violenta la existencia “natural” de los hechos; y, para terminar, porque ambos tipos de textos son siempre la expresión de un autor, esto es, de un determinado punto de vista que es imposible de eliminar e implica la selección de determinados elementos en detrimento de otros, así como ciertos intereses y prejuicios, y ciertos condicionamientos temporales, sociales, técnicos, etc.

De lo que resulta que la objetividad del texto —el lograr que este se refiera exclusivamente a los “hechos”— es imposible, tanto porque al hablar de los “hechos” el autor siempre habla de sí mismo —no importa cuán aparentemente neutra y aséptica sea su forma de expresarse—, como porque los “hechos” son, en sí mismos, otros tantos textos; los informes de los testigos, los documentos generados por autoridades y observadores, los otros libros de historia, etc., deben considerarse textos que, al tener autores, tienen también, por tanto, un punto de vista y todas sus consecuencias.

Según esta teoría, la diferencia entre los géneros subjetivos y dependientes de la memoria y de la creatividad (la ficción, la opinión, la declaración, etc.), y la historiografía supuestamente objetiva, supuestamente veraz, supuestamente basada en la “realidad”, solo es una diferencia entre dos clases de operaciones textuales: en el primer caso, los textos son más autoreferenciales, es decir, valen por lo que dicen en sí mismos; en el segundo caso, necesariamente deben hacer referencia a otros textos que les son externos, que se consideran valiosos por su antigüedad, por su consonancia con otros textos igualmente antiguos; en suma, por su posición dentro de la estructura significativa que registra y habla del pasado. Esto no significa que aquellos textos no sean verdaderos: todo lo contrario, significa que solamente son verdaderos porque ocupan la mencionada posición y porque hacen las citadas referencias.

Según esta teoría, la verdad de un juicio no proviene de su correspondencia con un supuesto “mundo exterior”, sino de su correspondencia con otros juicios que previamente se han dado por verdaderos y de la utilidad que, en razón de esto, se asigna a este texto para conocer el pasado. En la historia de la literatura, la asociación entre verdad y utilidad se llama “pragmatismo”. Para este, la historiografía es verdadera cuando propone un conjunto de textos que nos sirven para hablar con propiedad y provecho de los “textos/hechos” del pasado.

El problema de este idealismo lingüístico es que nos exige creer que un texto —un juicio, un concepto, etc.— jamás podrá hablar de la realidad misma (considerada —esta “realidad misma”— como un mito), y siempre deberá referirse a otros textos y estos, a su vez, a otros textos más, en sucesión infinita. Tal concepción ve al mundo como una realidad subjetiva, puramente textual, que: o no existe sin el ser humano, o que, si existiera, estaría en un estado tal que resultaría inaccesible para él.

Discutamos un poco esta afirmación. La refutan aquellos textos que indican la realidad directamente, sin mediaciones, como una instrucción de tránsito, que si se interpreta mal, es decir, “fuera del mundo”, da lugar a un accidente; o como una tomografía, cuya imagen, para ser útil, debe ser un reflejo del mundo exterior —lo que descoloca al pragmatismo—. Un debate muy interesante sobre estos casos se produjo hace años entre dos filósofos ya fallecidos: Richard Rorty, pragmático, y Umberto Eco, realista…

Bueno, pero esto es ir muy lejos, cuando esta reseña solo pretendía presentar este pequeño y bonito libro de Luis Claros —publicado por el Centro de Investigaciones Sociales de la Vicepresidencia— a los amables lectores.