Cuando los hombres quedan solos es un esfuerzo por retratar un nudo histórico difícil: la dictadura. Pero la violencia de la película, ¿da cuenta solamente de esta problemática? ¿Hay además otros conflictos que le roben la superioridad a la dictadura? La película es una representación de la carencia de afecto femenino (más bien materno) y, por eso, el espectador deviene infante de una “madre” patria que no quiere asumir como suya.

Tres son los rasgos que comentaré en esta breve nota: la infancia, la violencia y la figura de la mujer.

La infancia, según algunos, es justamente el carecer de lenguaje para nombrar la realidad. El infante es por naturaleza quien no tiene todavía competencias o herramientas para comunicarse efectivamente con su entorno. En la película las figuras de los hijos, tanto de la 2° y 3° generación, padecen algo así como una herencia anómala que, como herederos, reproducirán (sobre todo los de la 2°) hasta cierto punto cuando sean grandes. ¿Qué es lo que los infantes de esta película no pueden nombrar (es decir, exorcizar con la palabra)? Se trata de la violencia familiar, impuesta por los progenitores hombres de la 1° y 2° generación. La experiencia de crecer en este ambiente tóxico de violencia naturalizada hace de la infancia una apuesta por apropiarse de los códigos sociales en los cuales la realidad, por así decirlo, se desenvuelve. El aprendizaje, por lo mismo, tiene en su desarrollo una cuota de violencia histórica que el infante hereda en el proceso de formarse a sí mismo. La infancia es una experiencia clave que da cuenta de la representación de una sociedad a la que pertenece y a la cual se adherirá sin conocimiento de la misma, a pesar de aprender sus códigos. 

Hay muchos tipos de violencia en la película. Quizá la familia, dentro de la “ficción” de Cuando los hombres quedan solos, es la que más porta esta violencia porque es una microsociedad. Que sea así no implica que esté exenta de complejidad: en la película, los lazos consanguíneos contienen una ambivalencia violenta. Ellos fundan una microsociedad, al tiempo que ésta está amenazada constantemente por otras sociedades: la sociedad del crimen, la sociedad militarizada de los golpes de Estado, la sociedad de la corrupción cotidiana, la sociedad de un machismo institucionalizado, etc. A la vez, la otra “valencia” es pues que no solo recibe su violencia de estas sociedades de afuera, sino que dentro de la microsociedad, que es la familia, la violencia se encubre y a la vez se manifiesta. Más manifestación que encubrimiento, lo cierto es que la película podría leerse como un manual, entre misógino y misántropo, para insultar (y odiar) a la familia y a la vida misma.

En cuanto al rol de la mujer se puede hablar de varios matices; todos ellos, sin embargo, nos reenvían sobre todo a la violencia de género y a la percepción de la mujer como la madre que falta. Las madres son siempre personajes sacrificados y mártires que solamente quieren afectar a la microsociedad familiar; esta afección tiene varios tonos, pero el principal, quizá, es el de sufrir no solo su rol social, sino de sufrir su naturaleza, por así decirlo, femenina. Porque la mujer es una figura alrededor de la cual se tejen grandes conflictos.

Primero podríamos nombrar la forma en que la mujer se identificaría con la patria, la “madre patria”: es decir, una patria violentada hasta el hartazgo por lo masculino, sumisa a las reglas de control paraestatal que ello (lo masculino) representa. Luego está la figura de las esposas, más que compañeras, son un estorbo desde el punto de vista militar-policíaco (así lo deja entender la película); ellas son blanco de innumerables insultos y dizque “bromas” sexistas; sufren la suerte que le depara el marido. Luego está la madre que quiere recuperar a sus hijos (de la 3° generación) y que encuentra impedimentos judiciales: otra madre que ve en sus hijos algo así como un fin en sí mismo; quiere “tenerlos” y el padre frustrado finalmente acepta separarse de ellos. Luego está la mujer dizque “camba”, una orureña vendedora de ropa que atrae el deseo sexual del padre frustrado, relegada a un rol fijo de maternidad y sexualidad en potencia. Finalmente está la nieta/hija, una muchacha que pregunta mucho, pero que también reproduce (“sin saberlo” y en momentos) la violencia familiar. Las figuras de las mujeres contienen por ello una densidad que siempre está subyugada a cortar la potencia política efectiva de cada una de ellas. Relegadas y condenadas, lamentablemente, a su propia maternidad, a su propia feminidad, la película las mutila y propone una consigna brutal de esta representación: algo así como que la mujer no sirve.

Uno se pregunta si realmente es una Bolivia ficcional lo que tiene frente a sus ojos. La violencia de los insultos y de los actos podría ser también algo gratuita, pero uno se pregunta por eso también. Los paramilitares y los dictadores son los malos, nos dice la película; y, al tener como objetivo máximo la representación masculina violenta, en sí contagia inevitablemente a la efímera esperanza y alivio que la mujer y la familia, supuestamente, deberían donar. Es por ello que la infancia se expande hasta la impotencia del no-poder-decir si eso que vemos es real o es ficcional: es una mezcla de los dos y, por eso mismo, la película, más que exorcizar, produce una herida desde lo social, algo sí como la huella repetitiva de un insulto que retorna sin dirección, sin objetivo, separado de sí mismo. La violencia hace que el espectador sufra esta impotencia haciéndonos devenir infantes de una “madre” patria dañada.