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‘A bala, piedra y palo’, de Marta Irurozqui

Reseña de la obra historiográfica que presentó el viernes la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia.

/ 25 de septiembre de 2019 / 00:00

La historiadora española Marta Irurozqui publicó “A bala, piedra y palo”: la construcción de la ciudadanía política en Bolivia (1826-1952) el año 2000, cuando tenía 35 años. Aunque no fue la primera obra de esta prolífica autora, este estudio —que acaba de ser reeditado por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia— posee tanto los defectos como las virtudes de los trabajos juveniles.

Es más ambicioso de lo que debería, al proponerse revisar un periodo más amplio del que su material, siendo estrictos, le permite cubrir a fondo; es ampuloso, quiere demostrar muchas cosas a la vez; es digresivo por la necesidad, muy natural en los jóvenes, de apabullar; es algo temerario, al establecer, como certezas, hipótesis que no llega a probar; pero también es valiente, porque encara los grandes problemas, sin miedo a verse derrotado por ellos. Y finalmente, digámoslo de paso, es un libro muy bien escrito.

Está dividido en cuatro capítulos; de ellos, el dos y el tres constituyen su núcleo más valioso. Allí Irurozqui relata la historia del diseño normativo, de la administración estatal y de los resultados políticos del sistema electoral censitario, el que concedía el voto a ciertos sectores de la población y lo prohibía a otros (las mujeres, los analfabetos, los que no poseían rentas, etc.).

En esta relación, la autora llama la atención sobre tres importantes fenómenos: primero, la importancia que tanto las élites como la sociedad en su conjunto le concedían al voto como hecho fundante de una república bien organizada y, por tanto, “civilizada”; segundo, el conjunto de creencias jerárquicas y, en último término, racistas —aunque  Irurozqui evita entrar en la problemática del racismo— que promovían y explicaban la segregación de los votantes plebeyos, que en su totalidad eran indígenas y cholos; y tercero, un elocuente silencio: la ausencia de oposición, de crítica directa a estas leyes electorales por parte de los grupos a los que estas discriminaban.

En lugar de chocar contra estas ideas y estas normas, nos dice Irurozqui, lo que los subalternos hacían era tratar de caber en ellas, así fuera con calzador, y la mayor parte de las veces de manera fraudulenta —por ejemplo, un “patrón” les facilitaba los requisitos burocráticos necesarios para inscribirse o los armaba y mandaba a asaltar las urnas—.

Aquí hay que tomar en cuenta que el fraude no era una disfunción acotada, sino el instrumento clave de la práctica política del periodo. Todos los partidos recurrían a él, desplegando artimañas pacíficas y violentas para hacer votar a los cholos e indígenas, al mismo tiempo que en su retórica política condenaban la intervención de estos, teóricamente apartados del proceso democrático.

Irurozqui no lo dice, pero de los datos que proporciona emerge la noción de que la importancia del fraude como transgresión del principio censitario fue el resultado del choque entre una legislación europeizante y abstracta, producida por unas élites que, por racistas, daban la espalda al país en el que vivían y se mentían a sí mismas sobre lo que este país era, y la obstinada realidad, que probaba cotidianamente la imposibilidad de que tal legislación se aplicara, al menos no sin múltiples adulteraciones, trampas, etc.

De esto, Irurozqui saca la importante conclusión de que el proceso electoral censitario impulsó —y no pese al fraude, sino por el fraude mismo— la ciudadanización de los subalternos, que, internalizando la ideología racista de las élites, avalaban la opinión de que no había espacio en la democracia para los “vagos” y los indios, pero al mismo tiempo, incorporándose a “bala, piedra y palo”, se hacían un espacio en ella.

Estos procesos de inclusión “clandestina”, acumulándose a lo largo del tiempo, terminaron creando la plebe electoral que, en el siglo XX, primero haría revoluciones a nombre de Bautista Saavedra y de otros, y luego las haría a su propio nombre. Al mismo tiempo, dicha plebe pasó de “chola” a “mestiza” por la vía del “blanqueamiento”.

Quizá aquí hacemos decir a Irurozqui más de lo que ella suscribiría; esta historiadora no hace ninguna referencia a las teorías y a los estudios sobre la identidad, tan amplios y ricos en Bolivia, que le hubieran proporcionado un buen marco para algunas de sus conclusiones.

Irurozqui sostiene que el aprendizaje de la ciudadanía a través del fraude, es decir, en último término, a través de la corrupción, no tuvo efectos negativos en la psicología de los sectores que así lograron incorporarse a la ciudadanía. Es improbable que haya sido como ella dice. Esta concepción malsana de la ley, que, antes que regular las interrelaciones, sirve de tapadera colorida de la realidad, se perpetúa hasta ahora y sigue condicionando nuestros problemas. En todo caso, Irurozqui no intenta probar su hipótesis, que queda como un elemento ensayístico de su libro.

También ensayístico es el primer capítulo, el más débil, en el que la autora intenta hacer la historia intelectual de su tema, incurriendo en errores como atribuir a la élite el pensamiento de un solo autor (su teoría sobre el “mestizo letrado” está completamente sacada de la novela de Nataniel Aguirre); o como equivaler el pensamiento boliviano de principios del siglo XIX al de finales de este mismo siglo y al de la primera etapa del siglo XX; o como no considerar a ciertos autores que no coinciden con sus tesis (Franz Tamayo). En suma, un capítulo que es menester leer con cuidado y espíritu crítico. El estudio introductorio, de Francoise Martinez, es “académico” en el peor sentido de la palabra, por acrítico e intrascendente.

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El cine y las epidemias

El miedo que se ha desatado a causa del COVID-19 se puede explicar a través del tratamiento de los virus en la pantalla grande.

/ 11 de marzo de 2020 / 10:48

Tanto se ocuparon las industrias cinematográficas de especular sobre epidemias, contagios, enfermedades que se expanden vertiginosamente y que no se pueden evitar, que parte de la percepción —aterrorizada— del mundo sobre la “casi-pandemia” del coronavirus o COVID-19 se alimenta de estas imágenes.

Al mismo tiempo, irónicamente, la realidad se está vengando de la imaginación en estos días en que se suceden las noticias de los estrenos cancelados por la enfermedad, en China y, en algunos casos, también en Estados Unidos. La enésima entrega de la serie sobre James Bond, por ejemplo, se postergó hasta noviembre de este año. Y el rodaje del enésimo capítulo de la saga de Ethan Hunt, Misión Imposible, también está demorado. Nadie sabe en este momento si se producirá o no el estreno de Mulán, el tercer remake con actores reales, realizado por Disney, de sus propios grandes éxitos de animación de los años 90. Este estreno estaba fijado para fines de marzo y era intensamente esperado por los conglomerados locales de multisalas.

No se trata solamente de que los actos públicos estén prohibidos en China y en Italia, sino de que, allí donde los cines siguen operando normalmente, la concurrencia ha menguado por las razones que el lector podrá suponer. Estas suspensiones cinematográficas, entonces, se suman a los efectos todavía inmensurables del COVID-19 sobre la economía mundial. Según parece, al final la cuenta será muy difícil de saldar. Un hecho que también asusta, junto a la posibilidad de contraer una neumonía bizarra.

Una de las funciones del arte y del entretenimiento ha sido, desde el comienzo, posibilitar que los públicos se asusten, un poco para conjurar el peligro (es decir, para convocarlo y, al mismo tiempo, hacerlo desaparecer por medio de su espectacularización, que concede la ilusión de que se lo controla) y otro poco porque el miedo excita ciertas glándulas que, activadas de forma moderada, causan un estrés placentero antes que incómodo o, mejor dicho, placentero en la medida en que representa una cierta incomodidad.

Está científicamente comprobado que sentir miedo junto a otra persona establece un enlace cerebral con ella, lo que explica por qué tantas citas románticas comienzan en el visionado de una película de terror (género heterogéneo que, quizá por esta razón de alcahuetería, se ha constituido en uno de los que mejor resisten la predominancia contemporánea de los blockbusters y las películas para niños).

Lo que más miedo nos da es, por supuesto, morir, y una derivación de esta amenaza, que es el caer enfermos. A menudo, enfermar es una tragedia personal que se trata en películas intimistas y sobrecogedoras, pero a veces se constituye en un acontecimiento de orden social, en cuyo caso puede ser abordado en uno de los géneros más característicos de nuestra época, el de la ciencia ficción. Con más precisión, en el subgénero del “futurismo pesimista” o, si se quiere, del “pesimismo futurista”.

La idea de este tipo de filmes es colocarnos en la situación hipotética, pero no difícil de imaginar, de una epidemia con el potencial de acabar con la humanidad.

Sin revisar nada, apelando solamente a mis recuerdos, se me ocurren decenas de nombres de filmes con este argumento; desde los más evidentes, como Epidemia, Contagio, hasta las diversas variedades de película de zombis (ya que, como se ve muy claramente en Guerra Mundial Z,  el disparador de la transformación en “muertos vivientes” es un “virus”). Pasando por viajes en el tiempo como 12 monos o El planeta de los simios. Y llegando a los melodramas sobre/en torno a epidemias reales, como las varias que se han hecho sobre el sida.

La posibilidad de que un virus mortal y muy contagioso nos acabe está rondando constantemente la mente del ser humano. Impedir dicha posibilidad es la tarea de héroes cinematográficos como, justamente, Ethan Hunt y James Bond, que no serán biólogos capísimos, pero tienen brillantes habilidades para encontrar y reducir a los terroristas biológicos de turno. Los cuales pretenden, todo lo contrario, cometer un acto abyecto y contra natura: atentar contra su propia especie.

Estos terroristas, como en Inferno, el filme inspirado en un libro de Dan Brown, o como Tanos de Avengers, ven a los seres humanos igual que una plaga que amenazara la vida del planeta o del universo, y que por eso habría que eliminar contagiándolos con microbios o tronando los dedos y desintegrándolos. ¿Habrá hoy ecologistas radicales que se alegren del COVID-19 o lo consideren un castigo a los pecados cometidos por la humanidad en contra del clima y la naturaleza? (Algo fácil de decir mientras uno está protegido por un avanzado y costoso sistema de salud, que solo existe en sociedades desarrolladas y, por tanto, ambientalmente onerosas). En realidad, los microbios son viejos conocidos de los seres humanos. Son los enemigos “familiares”, nuestros enemigos íntimos, a los que sabemos cómo dominar (al menos hasta ahora) y que en cambio serían ultra-letales para los extraterrestres, en caso de que llegara a invadirnos, como nos recuerdan H.G. Wells y Steven Spielberg en La guerra de los mundos…

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Tres películas en el cambio de año

Reseñas de tres filmes que están en la cartelera y/o en la circulación mercantil en estos días: ‘Santa Clara’, ‘Gracias a Dios’ y ‘El gran mentiroso’.

/ 8 de enero de 2020 / 12:00

Santa Clara

Supongamos que queremos contar la fábula de la cigarra y la hormiga. Esopo procede presentando el encuentro de ambos insectos en verano, cuando la cigarra escoge su destino: a diferencia de la hormiga, prefiere cantar y no trabajar en prevención del invierno. Luego viene el de-senlace, en el que se despliegan las consecuencias lógicas de esta decisión inicial.

Supongamos que noso-tros, en cambio, optamos por mostrar únicamente a la cigarra en invierno, cuando pasa frío y hambre. Y que la hacemos explicar: “Para no encontrarme en esta situación, debía haber trabajado en lugar cantar. En verano, la hormiga me precavió de esto que me está pasando”.

El segundo es el procedimiento de Pedro Gutiérrez en su última cinta Santa Clara, que cabría describir, sumariamente, como una colección de imágenes bucólicas y pastoriles, tomadas a propósito de un gran arreo de ganado, que está tachonada erráticamente de sucesos violentos cuya causa es explicada, sobre la marcha, por sus protagonistas.

Vemos un ejemplo de lo que decimos: Los personajes gastan muchos minutos del filme explicando y charlando sobre las dificultades para trasladar por el monte tantas vacas con pocos hombres, pero esta cuestión no afecta el desarrollo de la trama; al mismo tiempo, el tema clave de la película aparece en ella… en los últimos cinco minutos.

Por esta incapacidad narrativa, el filme carece de tensión y el espectador se aburre. La actuación, que es de una pobreza franciscana, resulta más empobrecida aún por la escasez de planos cercanos (y esta escasez quizá se deba, rizando el rizo, a la pobreza franciscana de la actuación).

El gran mentiroso

Casi tan prolífico y diverso como François Ozon es Bill Condon, autor, junto al escritor teatral Jeffrey Hatcher, de El gran mentiroso, una película de intriga protagonizada por dos grandes actores en la tercera edad: Helen Mirren e Ian McKellen.

Condon, Hatcher y McKellen nos dieron hace algunos años la preciosa película Mr. Holmes, cuya atmósfera repite en parte El gran mentiroso, que también tiene el encanto de las películas “de relaciones” y, como fondo, una trama cerebral de carácter policial.

Pese a que Hatcher me parece un gran guionista, debo decir que en esta ocasión deja algunos cabos sueltos. Sin embargo, la película es muy entretenida y, sumada a las actuaciones tan refinadas de los protagonistas, constituye un delicioso espécimen del género negro.

Gracias a Dios

“Gracias a Dios que estos crímenes han prescrito”, dijo el cardenal Barbarin respecto a las acusaciones en contra del padre Bernard Preynat por haber abusado a decenas de niños que participaban en un grupo católico de exploradores en Lyon. Este “lapsus linguae” da origen al nombre de la película del prolífico director francés François Ozon, que milagrosamente llegó a nuestras salas, quizá por haber ganado el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Berlín.

La película es contundente, pero no sensacionalista. Comparada con la ganadora del Oscar En primera plana, de Thomas McCarthy, que también toca el tema de la protección de la Iglesia Católica a los curas pedófilos, Gracias a Dios resulta mucho más íntima y sentida. No retrata una lucha detectivesca y judicial, ya que Preynat siempre admitió sus crímenes, sino los efectos del abuso infantil en tres personajes: Alexandre (Melvil Poupaud), François (Denis Ménochet) y Emmanuel (Swann Arlaud), los cuales personifican varias posibles secuelas, tanto religiosas como psicológicas, de este trauma, y también encarnan, desde distintas perspectivas, el efecto liberador que tuvo en las víctimas de los curas el poder denunciarlos y enjuiciarlos en los últimos años.

La película muestra con minuciosidad y sensibilidad las diversas reacciones de los niños y las familias frente a hechos que se configurarían como gravísimas traiciones a los votos católicos y a la confianza en los demás, y, al mismo tiempo, frente a experiencias sexuales perturbadoras y sórdidas, cada una de ellas muy capaz de sobrecoger y avasallar a unas víctimas que no podían esgrimir una defensa suficiente y que, además, no eran protegidas por sus padres, pues estos, abrumados por sus prejuicios, no podían visualizar y enfrentar crímenes tan terribles contra la inocencia y la integridad  de los chicos.

Lo que En primera plana intenta —y no logra— mostrar con la historia de la reportera católica del equipo de investigación de los casos de pedofilia sacerdotal en Boston, constituye el centro y el logro de esta película conmovedora, inteligente y sabiamente realista.

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‘Historia de un matrimonio’

La cinta de Noah Baumbach es la producción de Netflix que encabeza la lista de nominaciones de los premios Globo de Oro con seis candidaturas.

/ 18 de diciembre de 2019 / 00:00

Años atrás, publiqué una reseña de la que por entonces era la mejor película de Netflix: se llamaba Los Meyerowitz. Hoy hago lo propio con la que es la mejor película de Netflix en este momento (mejor que El irlandés): Historia de un matrimonio. Ambas tienen en común haber sido escritas y dirigidas por el muy talentoso Noah Baumbach, refinado especialista en “comedias dramáticas”.

Historia de un matrimonio es, en realidad, la historia de un divorcio, esto en primer lugar. Logra captar el significado a la vez absurdo e inevitable de tal acto de separación, cuando ocurre por esos motivos tan elusivos como terribles que son la “incompatibilidad de caracteres”; la insuficiencia del amor —que, sin embargo, todavía se mantiene— para garantizar una convivencia pasablemente feliz, y el egoísmo no demasiado exagerado que, pese a esto, lleva a todos los seres humanos más o menos decentes a preferir su propio bienestar antes que el de los otros, y, en consecuencia, a tratar de predominar incluso sobre quienes aman.

De donde se derivan separaciones que realmente no se desea, pero tampoco se quiere realmente evitar.

Charlie (Adam Driver) y Nicole (Scarlett Johansson) estaban acudiendo a un consejero que debía “mediar” en su debate sobre el resquebrajamiento de su pareja. En una sesión con este profesional, Nicole prefirió no leer el texto que había escrito sobre cómo era Charlie, sobre aquellas características que la habían llevado a enamorarse de él; no quiso porque ya no le gustaba lo que había puesto en él. Charlie, por su parte, sí deseaba leer su propia relación de las virtudes de Nicole, que se le antojaba muy buena, y criticaba las razones de Nicole para no hacerlo ella misma.

Una sola escena, suficiente para retratar el conflicto existente entre una mujer encantadora, pero veleidosa y necesitada de reafirmación, y un hombre brillante, autosuficiente y acostumbrado a fijarse en sí mismo. Se quieren. Aquello que los aparta de este sentimiento amoroso no es mucho y, sin embargo, resulta suficiente para neutralizar este sentimiento, para suspender su influencia bienhechora sobre su relación.

Posteriormente, la pareja termina metida, en contra de sus verdaderos deseos, y a causa de la dinámica de su pelea, en un juicio de divorcio que es a la vez gracioso y desesperante, y que permite incorporar en la película algo de crítica a la vida contemporánea. Y es que todo gira, en esto como en cualquier otra cosa, en torno al rencor, es decir, al poder (odiamos aquello que nos desposee, tanto si la propiedad perdida es una expectativa social o, más pedestremente, la posibilidad de definir donde estudiarán y con quién dormirán nuestros hijos).

El filme nos muestra las dos perspectivas sobre el divorcio, que Baumbach expone con madurez, es decir, con imparcialidad y equilibrada empatía.

Comprobamos, entonces, la radical inocencia de estas versiones y, al mismo tiempo, en última instancia, su perversidad. Aparentemente, lo que ambos miembros de la pareja desean es preservar la salud y el equilibrio mental del hijo que tienen juntos, y de sí mismos. Lo que logran, claro, es otra cosa.

La actuación de Driven y Johansson es extraordinaria y así está siendo reconocida por la cofradía cinematográfica: ambos actores componen unos personajes muy atractivos e interesantes, por los cuales sentimos curiosidad y compasión, que se deriva, esta última, de distintos grados de identificación con sus pesares.

Personajes que recordaremos un buen tiempo después de haberlos visto en la pantalla.

No corresponde mentar a Tolstoi u otros grandes realistas, ya que el registro de esta película es algo menos elevado (ya lo dijimos: comedia dramática en vez de tragedia). Pero no me parecería exagerado comparar las obras mejor redondeadas de Baumbach, como esta misma, con las de sutil psicología de una Alice Munro, por poner un nombre. En el campo cinematográfico podríamos decir que, si bien este filme no es La separación, de Farhadi, sería injusto no incluirlo en la lista de las mejores películas que se hayan filmado sobre el tema, junto a, por ejemplo, Kramer versus Kramer, de Robert Benton.

El verdadero arte es el que, entreteniendo, abre una vía para llegar al conocimiento de lo que, por inefable, frágil y casuístico, no puede conocerse de otra forma. Se trata de un conocimiento, eso sí, como el que ofrece Historia de un matrimonio: intenso y efímero como una llamarada.

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Ad Astra: desperdigada en el espacio

La cinta estadounidense está protagonizada por Brad Pitt y dirigida por James Gray.

/ 14 de noviembre de 2019 / 11:47

Ad Astra (“Hacia las estrellas”, en latín) ha recibido un nutrido y compacto aplauso de la crítica internacional. Los comentarios de la audiencia, en cambio, han sido más contenidos, cuando no directamente negativos.

Esta diferencia puede deberse al carácter “cinéfilo” de la película, que hace referencia y homenaje a varios otros títulos de ciencia ficción, desde 2001 Odisea del Espacio y Solaris, hasta los recientes Gravedad e Interestelar. También se debe, seguramente, a la fama de “genio” que tiene el director y coguionista James Gray, que seguramente pesa en la valoración oficial de su trabajo… Lo cierto es que Ad Astra es firme candidata a los Óscar y a los demás premios cinematográficos estadounidenses, y algunos la han considerado “la mejor película del año”.

Solo algunos críticos se han atrevido a ponerle peros a este recibimiento entusiasta en los periódicos (y no en la taquilla). Me sumaré a ellos. Diré, entonces, dos cosas: una, que la película es visualmente bella, pero que sus distintas partes —temática, trama, diálogos e imágenes— no terminan por ensamblarse y formar un todo bien integrado. Y, dos, que la narrativa del filme, en lugar de ser el vehículo de su mensaje, como se esperaría, funciona como un obstáculo que este mensaje debe vencer (y no lo logra). Aquí trataré de justificar estos dos asertos.

¿Cuál es el mensaje que se propone? El máximo esplendor técnico de la humanidad, que permite que ésta viaje hasta los confines del sistema solar, colonice la luna y tenga bases en Marte, no cambia un hecho fundamental: el más misterioso y el más valioso lazo existente en el universo no es otro que el que establecen dos seres humanos. No importa si existe o no vida en el espacio exterior, lo cierto es que, sin los demás (los más cercanos, se supone) estamos solos.

En este caso, el nexo del que se trata es el que hay o no hay entre el astronauta Roy McBride (interpretado brillantemente por Brad Pitt) y su padre (Tommy Lee Jones), el cual se encuentra en los extramuros del sistema solar dirigiendo una misión en una nave espacial que, se supone, ha sufrido algún desperfecto y puede causar la desaparición de la vida tal como la conocemos. La razón última, al parecer, es la insania del padre de Roy, que posiblemente esté orbitando, completamente solo, en torno al planeta Neptuno.

Ad Astra intenta, entonces, como resulta frecuente en el arte, la narración de un viaje, el que ha de hacer Roy para encontrar y, en lo posible, salvar a su padre. Un viaje que —como en el obvio modelo: El corazón de las tinieblas, la novela de Conrad— es al mismo tiempo exterior e interior. McBride no ha tenido a su padre como verdadera referencia de su vida, así que la búsqueda que hace de él también es una exploración, dentro del pasado, de sus propios sentimientos filiales.

Como dije, la trama obstaculiza el desarrollo de esta idea por varias razones. Primero, resulta muy débil: podría hacerse un concurso para encontrar incongruencias y falsedades en ella; por otra parte, la “sociología futurista” que presenta es superficial y previsible. Segundo, porque no se ha encontrado el ritmo para contarla: a veces pasan muchas cosas, a veces no pasa nada y uno casi que se aburre (esto explica en parte la tibia recepción de la audiencia). Pero no se trata de lentitud, pues esta en muchos casos puede y debe ser defendida, sino de falta de intensidad, que es otra cosa.

Como producto de estas deficiencias, la película falla en la tarea de transmitir al espectador la emoción en torno a la cual, supuestamente, fue montada. Este viaje a la locura y a la liberación no resulta comparable con otros basados en la historia de Conrad, como el verdaderamente atosigante de Willard en busca del coronel Kurtz, en Apocalipsis Now.

La actuación de Pitt como un astronauta que esconde su debilidad interior detrás de una calculada y socialmente deseada masculinidad es muy convincente y se constituye en uno de los pilares de la película, ya que esta solo ofrece intervenciones muy circunscritas y secundarias a los demás actores. En algunos momentos, la exquisita cinematografía, la ambientación grandiosa pero despojada —en el vacío, por decirlo así— y la imagen hierática y atractiva de Pitt logran, articuladas, un efecto poético indudable. Sin embargo, estos vislumbres de una posible iluminación estética se quedan, como he dicho, flotando en el espacio, sin integrarse, con el resto, en una película plenamente realizada.

Uno se lleva la impresión final de que la —por otra parte indudable— belleza de este filme proviene de la recreación astronómica y no de donde debería, esto es, de la dinámica de una historia completamente adaptada a su forma.

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Maléfica, cuento de… superhéroes

Angelina Jolie regresa en la secuela de esta versión de ‘La Bella Durmiente’ desde otra perspectiva.

/ 30 de octubre de 2019 / 00:00

Los cuentos de hadas están llenos de símbolos y de figuras narrativas que se repiten de historia en historia. Por ejemplo, entre los primeros, el oro, que recubre objetos, arquitecturas e incluso personas. Y, entre las segundas, los hechizos que causan que los héroes, generalmente niños, se queden dormidos por un tiempo o para siempre.

Gustavo Martín Garzo dice que ambas cosas están relacionadas: El oro significa perfección y completitud. En el imaginario medieval, es el metal más fino a causa de que es el que más “madura” dentro de la tierra, antes de brotar. Y en el sueño también estamos completos, sin modificaciones, encerrados en las historias que teje nuestra mente.

Dormidos somos, entonces, seres de oro, un efecto que resulta más persuasivo si quienes duermen son jóvenes y hermosos, como la Bella Durmiente. Princesa áurea, que no se modifica mientras no se despierta, lo que solo puede ocurrir por medio de un gesto “perverso”: el beso de un desconocido (completamente reprobable para la moral contemporánea).

Despertar es pasar del mundo de lo acabado y perfecto, del cuento como tal, al mundo de la imperfección, es decir, a la realidad. Los cuentos sirven para pasar entre estos dos universos: duerme uno áureo e inmaculado y despierta —por esa transgresión de la inocencia que es un beso robado— manchado e incompleto.

Para cumplir este papel de vinculación, los cuentos están llenos de actos reprobables y temas de la vida real, y, al mismo tiempo, terminan siempre en finales felices, ya que finalmente son para niños. En esta duplicidad radica su atractivo: los niños escuchan a sus padres leyéndoles narraciones de hechos reprobables y sorprendentes, y por esta vía “sana e inocente” se asoman al mundo tal como es.

Dicho esto, preguntémonos quién lee hoy a los niños verdaderos cuentos de hadas, como los recogidos por los hermanos Grimm del “Volk” de Prusia, mientras se producían los ataques napoleónicos, o los cuentos de Andersen y Perrault. En este particular momento del desarrollo de la cultura occidental, las nuevas generaciones reciben generalmente este legado ya pasado por el lente de Disney y otras casas cinematográficas, después de que estas lo hayan deformado por necesidades comerciales y para adaptarlo a las corrientes ideológicas en boga.

Por esta razón, los niños de hoy saben poco de textos con jaulas de oro y jóvenes dormidos para siempre y, en cambio, mucho de imágenes y de batallas entre el bien y el mal, bodas de seres mágicos, alianzas entre poderes, etc. En otras palabras, se enteran de las historias de hadas por su traducción, en el cine, a un género próximo al de los superhéroes. Véase, por ejemplo, el Gato con Botas o Encantados, pletóricas de peleas y “efectos especiales” animados. Y este fenómeno también ocurre con cuentos infantiles de otro tipo, como Alicia en el país de las maravillas, malamente trasvasada por Tim Burton al esquema bélico-épico en boga.

Ciertamente que todo esto es presentado, de forma sincera o no, como un esfuerzo por “actualizar” las viejas historias, ya muy sabidas por todos.

Es posible que la primera versión de Maléfica lograra este objetivo, sustituyendo el amor romántico por el filial, puesto que este sería el más puro y poderoso. Como se sabe, era la versión de La Bella Durmiente desde el punto de vista del hada malvada que la maldijo, y fue interpretada por nadie menos que Angelina Jolie, una de las más importante estrellas de Hollywood, mujer poseedora de un rostro fantástico y una apariencia anoréxica como hecha a propósito para este papel de bella “malvada” (que al final no lo es). Porque debemos recordar que este elemento (la maldad envuelta en belleza) constituye otro símbolo de los cuentos de hadas, con un significado moral evidente: “Cuidado, las apariencias engañan”. Maléfica I retorcía esta moraleja con otra vuelta de tuerca, para proponer que incluso las bellas y delgadas podían ser, en el fondo, buenas.

Esta película tenía, entonces, esta propuesta y un encanto que tributaba de sus fuentes tradicionales y de la presencia de Jolie. Nada de esto puede decirse de la segunda parte, que hoy se exhibe en nuestras salas. En ella, Maléfica ya no es la presencia principal, está desdibujada por el guion, que pone más pólvora en otros personajes, como el de la reina mala, interpretada por Michelle Pfeiffer; además, la historia resulta totalmente convencional (vaciada en los fundamentos del cine de superhéroes, claro está). Finalmente, el encanto de la primera versión se canjea por la majestuosidad de la ambientación, una batalla aérea entre “hadas negras” y humanos y de una fauna completa de personajes fantásticos creados por medio de computadora.

¿Entretenido? Sí. Pero tan lejano de La Bella Durmiente como superfluo desde el punto de vista cinematográfico. No existe otra razón que explique la existencia de esta película que no sea la avaricia, defecto estigmatizado inmortalmente por los cuentos de hadas.

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