‘A bala, piedra y palo’, de Marta Irurozqui
Reseña de la obra historiográfica que presentó el viernes la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia.
La historiadora española Marta Irurozqui publicó “A bala, piedra y palo”: la construcción de la ciudadanía política en Bolivia (1826-1952) el año 2000, cuando tenía 35 años. Aunque no fue la primera obra de esta prolífica autora, este estudio —que acaba de ser reeditado por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia— posee tanto los defectos como las virtudes de los trabajos juveniles.
Es más ambicioso de lo que debería, al proponerse revisar un periodo más amplio del que su material, siendo estrictos, le permite cubrir a fondo; es ampuloso, quiere demostrar muchas cosas a la vez; es digresivo por la necesidad, muy natural en los jóvenes, de apabullar; es algo temerario, al establecer, como certezas, hipótesis que no llega a probar; pero también es valiente, porque encara los grandes problemas, sin miedo a verse derrotado por ellos. Y finalmente, digámoslo de paso, es un libro muy bien escrito.
Está dividido en cuatro capítulos; de ellos, el dos y el tres constituyen su núcleo más valioso. Allí Irurozqui relata la historia del diseño normativo, de la administración estatal y de los resultados políticos del sistema electoral censitario, el que concedía el voto a ciertos sectores de la población y lo prohibía a otros (las mujeres, los analfabetos, los que no poseían rentas, etc.).
En esta relación, la autora llama la atención sobre tres importantes fenómenos: primero, la importancia que tanto las élites como la sociedad en su conjunto le concedían al voto como hecho fundante de una república bien organizada y, por tanto, “civilizada”; segundo, el conjunto de creencias jerárquicas y, en último término, racistas —aunque Irurozqui evita entrar en la problemática del racismo— que promovían y explicaban la segregación de los votantes plebeyos, que en su totalidad eran indígenas y cholos; y tercero, un elocuente silencio: la ausencia de oposición, de crítica directa a estas leyes electorales por parte de los grupos a los que estas discriminaban.
En lugar de chocar contra estas ideas y estas normas, nos dice Irurozqui, lo que los subalternos hacían era tratar de caber en ellas, así fuera con calzador, y la mayor parte de las veces de manera fraudulenta —por ejemplo, un “patrón” les facilitaba los requisitos burocráticos necesarios para inscribirse o los armaba y mandaba a asaltar las urnas—.
Aquí hay que tomar en cuenta que el fraude no era una disfunción acotada, sino el instrumento clave de la práctica política del periodo. Todos los partidos recurrían a él, desplegando artimañas pacíficas y violentas para hacer votar a los cholos e indígenas, al mismo tiempo que en su retórica política condenaban la intervención de estos, teóricamente apartados del proceso democrático.
Irurozqui no lo dice, pero de los datos que proporciona emerge la noción de que la importancia del fraude como transgresión del principio censitario fue el resultado del choque entre una legislación europeizante y abstracta, producida por unas élites que, por racistas, daban la espalda al país en el que vivían y se mentían a sí mismas sobre lo que este país era, y la obstinada realidad, que probaba cotidianamente la imposibilidad de que tal legislación se aplicara, al menos no sin múltiples adulteraciones, trampas, etc.
De esto, Irurozqui saca la importante conclusión de que el proceso electoral censitario impulsó —y no pese al fraude, sino por el fraude mismo— la ciudadanización de los subalternos, que, internalizando la ideología racista de las élites, avalaban la opinión de que no había espacio en la democracia para los “vagos” y los indios, pero al mismo tiempo, incorporándose a “bala, piedra y palo”, se hacían un espacio en ella.
Estos procesos de inclusión “clandestina”, acumulándose a lo largo del tiempo, terminaron creando la plebe electoral que, en el siglo XX, primero haría revoluciones a nombre de Bautista Saavedra y de otros, y luego las haría a su propio nombre. Al mismo tiempo, dicha plebe pasó de “chola” a “mestiza” por la vía del “blanqueamiento”.
Quizá aquí hacemos decir a Irurozqui más de lo que ella suscribiría; esta historiadora no hace ninguna referencia a las teorías y a los estudios sobre la identidad, tan amplios y ricos en Bolivia, que le hubieran proporcionado un buen marco para algunas de sus conclusiones.
Irurozqui sostiene que el aprendizaje de la ciudadanía a través del fraude, es decir, en último término, a través de la corrupción, no tuvo efectos negativos en la psicología de los sectores que así lograron incorporarse a la ciudadanía. Es improbable que haya sido como ella dice. Esta concepción malsana de la ley, que, antes que regular las interrelaciones, sirve de tapadera colorida de la realidad, se perpetúa hasta ahora y sigue condicionando nuestros problemas. En todo caso, Irurozqui no intenta probar su hipótesis, que queda como un elemento ensayístico de su libro.
También ensayístico es el primer capítulo, el más débil, en el que la autora intenta hacer la historia intelectual de su tema, incurriendo en errores como atribuir a la élite el pensamiento de un solo autor (su teoría sobre el “mestizo letrado” está completamente sacada de la novela de Nataniel Aguirre); o como equivaler el pensamiento boliviano de principios del siglo XIX al de finales de este mismo siglo y al de la primera etapa del siglo XX; o como no considerar a ciertos autores que no coinciden con sus tesis (Franz Tamayo). En suma, un capítulo que es menester leer con cuidado y espíritu crítico. El estudio introductorio, de Francoise Martinez, es “académico” en el peor sentido de la palabra, por acrítico e intrascendente.