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Agota Kristof: Cuando la literatura nos salva la vida

Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa. Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar”.

Así define Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935 – Neuchâtel, Suiza, 2011) su pasión precoz por la lectura en las primeras líneas de la novela autobiográfica La analfabeta (2006, Ediciones Obelisco, traducción de Juli Peradejordi). La escritora húngara se consagró como una de las mejores novelistas de la literatura occidental con la publicación de su primer libro en francés El gran cuaderno en 1986 —Premio Libro Europeo 1987—, cuando tenía 51 años. Le siguieron La mentira (1987) y La tercera prueba (1991). Esta exitosa trilogía se ha compilado y reeditado recientemente en español como Claus y Lucas (2019, Ediciones del Asteroide, traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué). También en español se publicó la novela breve Ayer (2009, El Aleph Ediciones, traducción de Ana Herrera).

Agota Kristof vivió una vida marcada por experiencias muy intensas y traumáticas: guerra, totalitarismo y exilio. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, y con el fracaso de la revolución húngara contra la ocupación soviética en 1956, más de 200.000 personas se vieron obligadas a huir del país, entre ellas la escritora. Con solo 21 años decidió abandonar Hungría y se fue caminando con su marido y cargando a su bebé de cuatro meses en brazos. Llegó a Suiza, donde se exiliaría en un pueblo pequeño llamado Neuchâtel.

No regresó a su país natal y en su condición de refugiada se cuestionó el sentido de pertenencia a su país: “Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero, sobre todo, ese día, ese día a finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo”. Asimismo, y como ella narra en La analfabeta, tampoco le gustaba ni se integró en la sociedad suiza. Tanto es así que dedica todo un capítulo titulado El desierto para describir el desierto social y cultural en Neuchâtel: “Esperábamos algo al llegar aquí. No sabíamos qué esperábamos, pero ciertamente no era esto: jornadas tristes de trabajo, veladas silenciadas, esta vida solidificada, sin cambios, sin sorpresas, sin esperanza”. Aunque no se adaptó a Suiza, Kristof llegó a aprender con mucho esfuerzo la lengua francesa con la ayuda de su hija, y tras 30 años viviendo allí, adquirió la seguridad suficiente para publicar su primer libro en dicha lengua.

En Suiza, Agota Kristof vivía en silencio una vida anodina y monótona. Durante su estancia en el país trabajaba en una fábrica de relojes en Neuchâtel. “Para escribir poemas, la fábrica está muy bien. El trabajo es monótono, se puede pensar en otras cosas y las máquinas tienen un ritmo regular que ayuda a contar los versos. En mi cajón, tengo una hoja de papel y lápiz. Cuando el poema toma forma, lo anoto. Por la noche, lo paso a limpio en una libreta”.

A pesar del éxito rotundo que alcanzó con El gran cuaderno y de ser candidata al Premio Nobel en varias ocasiones, Agota Kristof no se consideraba escritora. De hecho, la autora fue seguramente una de las personas con menos ego literario. Para ella el proceso literario era un acto orgánico e indispensable para sobrevivir. Vertiendo tramas y personajes muy parecidos a su realidad, la escritora hacía catarsis del sufrimiento padecido en su vida. Los temas de sus obras nacen del pesimismo y del nihilismo de la época: la pérdida de identidad, la crueldad y violencia por la supervivencia, el punto de vista de la guerra desde la óptica infantil, la pobreza de la posguerra, el hambre, etc. Todo ello lo vuelca en el papel con una prosa escueta y un vocabulario austero que desemboca en el relato de lo más esencial.

Además de dejarnos el testimonio de otra de las muchas vidas truncadas a causa de la guerra, Agota Kristof nos regala uno de los legados más preciados que podemos obtener gracias a la literatura: que pueda salvarnos la vida.