Thursday 25 Apr 2024 | Actualizado a 13:06 PM

¿Descolonizar el arte?

Las obras coloniales, más que objetos a juzgar, son testigos de una época de sometimiento.

Se habla mucho de descolonización estos días. Y no solo en Bolivia. Hace más de 10 años que me invitan regularmente a exponer de una u otra manera sobre la “descolonización del arte” en las universidades y en los grandes centros del llamado Mundo del Arte Internacional: MoMA, Museo Guggenheim, Columbia University Nueva York, Princeton, Documenta Kassel, Museo Reina Sofía Madrid, MACBA Barcelona, Bienal de São Paulo, MASP, Universidad Federal de Rio de Janeiro, MALI Lima, Museo Tamayo México, etc. Sin embargo, e inesperadamente, en nuestro propio contexto, aquí en Bolivia, me encuentro con una cierta resistencia adelantada al debate de una posible “descolonización del arte”.

Hace poco más de medio año, por ejemplo, en la rueda de prensa en la que se me presentó como nuevo director del Museo Nacional de Arte, todavía antes de que yo efectivamente asumiera el cargo, una persona preocupada del público me echó en cara que al hablar de descolonización mi objetivo sería nada menos que querer destruir las obras coloniales del museo. Lo que tengo que decir al respecto es algo muy simple: descolonizar el arte no significa destruir obras de arte coloniales ni virreinales, no significa quemarlas y no significa hacerlas desaparecer. Por lo contrario: destruir, extirpar, derrumbar, quemar bienes culturales era —históricamente hablando— justo lo que hacían los colonizadores. 

Sin embargo, dependiendo de a quién le preguntamos, hace unos 500 años, en un acto de legítima autodefensa, quizá haya podido ser considerado una buena idea matar a todos los blancos y quemar todo lo que trajeron consigo, que habría ahorrado a las naciones originarias de nuestras tierras cinco siglos de opresión, genocidios, extinción cultural, saqueos, violaciones, extractivismo e irreparable destrucción de la naturaleza.

Pero hoy, en el joven siglo XXI, el cuadro es otro. Probablemente, quien más se beneficiaría con destruir obras de arte coloniales serían las propias fuerzas reaccionarias que defienden el colonialismo ante una suerte de descolonización, sea en el arte, en la cultura en general o en la política.

Sobre el patrimonio, el esfuerzo más contundente de descolonizar el arte consiste justamente en cuidar de las obras coloniales, en estudiarlas, en entenderlas para poder aprender de ellas, para poder aprender qué era realmente el colonialismo. Quiere decir: para descolonizar el arte, debemos, antes que nada, profundizar el estudio del arte colonial. Debemos entender cómo funcionaba y para qué servía, aquí, en nuestras tierras, y también en contextos comparables en otros lados.

Con todo el respeto ante las importantísimas investigaciones en el campo —encabezadas por el inigualable y pionero trabajo de la arquitecta Teresa Gisbert—, la historia del arte en Bolivia aún está lejos de consolidarse como una disciplina propia y está más lejos aún de establecerse como una disciplina crítica que pueda leerse lado a lado con las dominantes historias del arte eurocentradas. Necesitamos, urgentemente, replantear estas narrativas dominantes, las narrativas cuyo principal objetivo era la representación y glorificación de las expresiones culturales de la época de la colonia. Para poder llevar adelante el proyecto de una historia del arte propia, como ciencia, como disciplina crítica, debemos sobrepasar la fase descriptiva, la fase de inventarización de patrimonio necesaria, y por fin explotar nuestra capacidad de análisis crítico: cuestionar para entender, sin miedo, ¿cómo funcionaba?, ¿para qué servía? y ¿a quién servía el arte colonial? Y porque nuestra primera y más importante responsabilidad al querer descolonizar el arte es cuidarlo, hacerlo accesible, hacerlo conocer. 

Paradójicamente, las pinturas coloniales son fascinantes porque son asustadoras, son de una belleza espeluznante. El brillo de su belleza solo es igualado por lo tenebroso que es el sistema que representan. Así, las pinturas coloniales son al mismo tiempo obras de singular belleza y documentos de un régimen estructurado por violencias sin igual; un régimen que marcó nuestra historia de manera profunda y cuyas heridas y consecuencias negativas sufrimos hasta hoy en día. 

En ese sentido, la propia belleza de los cuadros coloniales es evidencia de la soberbia del proyecto de colonización. Pero a un tribunal no los citaríamos como acusados: los cuadros son nuestros testigos, y por eso, son nuestros más importantes aliados en el proceso de descolonización del arte. Aquí, en este proceso, una pinacoteca de obras coloniales es un gabinete lleno de testigos cansados de aparentar.

La descolonización del arte no se resuelve con quitar obras coloniales de un museo. Por lo contrario, quitarlas de las paredes es apenas la precondición para poder desempolvar las obras, para poder conservarlas, abrir las puertas y ventanas para airear las viejas salas, dejando entrar oxigeno suficiente para finalmente comenzar con el proceso de descolonización, colocando las obras de vuelta en las paredes, colocándolas en su lugar. 

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Una Revolución Cultural debe tener los enemigos bien claros

Renegociar lo que se entiende por “cultura”  y ponerla en cuestión es un paso capital para la revolución.

La cultura es una tecnología de carácter fundamentalmente político. Asimismo, los proyectos de usurpación política más efectivos en la historia global siempre se llevaron a cabo en, por lo menos, dos planos distintos: en un proyecto de intervención y dominación, digamos militar, violenta; y en un proyecto de colonización de las “almas”, el gobierno de lo ideológico, la conquista de los sentimientos.

Cuando los españoles llegaron a América, por ejemplo, derrumbaron los templos locales y las wacas para construir encima de éstas iglesias en las que sometían a las poblaciones originarias a sentir miedo, a sentirse culpables, a sentirse menos. Los nazis en Alemania rezaban por el odio y el racismo, evocaban el resentimiento, instigaban a la violencia civil y al menosprecio de los judíos, de los discapacitados, de los homosexuales, y con ese discurso pusieron fuego al Reichstag, el Parlamento alemán, mayor símbolo de la joven democracia en la República de Weimar.

Por el otro lado, también las revoluciones que aspiraron a la igualdad supieron valorizar el trabajo afectivo, de los sentimientos, de las percepciones. Las revoluciones burguesas en Europa, finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, por ejemplo, eran acompañadas por un proyecto ético-cultural, cuyo objetivo era, entre otros, la liberación del juicio del gusto, de la experiencia estética: esta propuesta idealista consistía en nada menos que la igualdad de todos ante la ley y ante la belleza. Para la burguesía alemana de esa época el mismo concepto de “Kultur” (cultura) era revolucionario, si bien continuaba siendo fundamentalmente racista y sexista. También la Revolución Rusa, en un comienzo, incluía un propio proyecto de Revolución Cultural, que preveía un cambio completo en los hábitos, en el diseño del día a día, un arte revolucionario, y hasta un proyecto de emancipación sexual e igualdad de género.

Es de este último contexto que aquí en Bolivia heredamos el término de la Revolución Cultural. Y no es para menos: en los últimos 20 años estamos viviendo una verdadera y, sobre todo, una propia Revolución Cultural en nuestro país. Tal vez no ardieron los palacios, pero sí se encendieron las almas y se sacudieron los bastidores ideológicos —principalmente el racismo y el sexismo— que durante 500 años habían sostenido el sentimiento de falsa superioridad de los pocos sobre los muchos. Es en ese sentido que podemos hablar de revolución: una vuelta, un giro, un cambio de rumbo, de cómo van las cosas. Sin embargo, una Revolución Cultural no es una función de teatro, o un boleto que se compra en la taquilla del cine. Es un trabajo arduo y a largo plazo, que —sí— requiere su propia forma de militancia. Y aún hay mucho terreno que ganar: la autodeterminación del placer y del cuerpo femenino, por ejemplo, o proteger la dignidad de la naturaleza, son puntos que efectivamente necesitan ser enfatizados más en este proceso.

El gran mérito de nuestra propia Revolución Cultural, sin embargo, es el de dignificar y valorizar la contribución indígena y también de revalorizar el rol de la mujer para las narrativas fundacionales de nuestra Bolivia contemporánea. Pero una Revolución Cultural no es solo una revolución que se lleva a cabo a través del medio cultural y sus narrativas. Una Revolución Cultural es también, y al mismo tiempo, la negociación sobre qué es posible decirse y de cómo es posible, y de quién tiene el derecho de hablar sobre lo que sería la cultura propiamente. Porque hacer cultura es nada más ni nada menos que hacer política con otros medios.

Una Revolución Cultural, entonces, es necesariamente la re-negociación de lo que es considerado como “cultura” en sí: poner en cuestión a la cultura colonial y republicana como algo dado, algo que es naturalizado, sobreentendido y universalizado como experiencia y pertenencia cultural unificadora y homogeneizadora. Porque es evidente que dentro de la lógica colonial, e incluso dentro de la lógica republicana, cultura es algo que “se tiene”, o algo que “no se tiene”. Siguiendo esta misma analogía con la glorificación burguesa del principio de la propiedad privada, “tener cultura” define la posición dentro de una jerarquía social. Es, antes que nada, una distinción de clase.

Desde el punto de vista de la Revolución Cultural, entonces, la renegociación de lo que es naturalizado como normativa cultural significa también una lucha por la redistribución de los que participan y los que no participan de esta “propiedad”.

Es ante este cambio, ante esta redistribución de títulos de quienes son los “dueños” de la cultura boliviana hoy, que los representantes y herederos de la cultura colonial y republicana tienen tanto miedo. Paradójicamente, para poder mantener la legitimidad de su herencia, necesitan omitir su propia condición histórica y, asimismo, los mecanismos políticos, como el colonialismo y la hiper-explotación de mano de obra indígena, el feudalismo, el racismo estructural y el patriarcado innato del colonialismo, que llevaron a sus propias condiciones de posibilidad como cultura.

Curiosamente, son estas mismas personas que reivindican la “cultura democrática” estos días, que al mismo tiempo gritan y callan; son dos tipos muy frecuentes de omisión implícita de las que debemos mantenernos en alerta: hay los que confunden sus privilegios con “libertad” (que son los liberales); y hay los que confunden sus privilegios con “derechos” (que son los conservadores, chauvinistas y pequeño-burgueses). Ambos son reaccionarios y peligrosos.

Ante el silencio y la omisión, no es suficiente decir que uno no es racista, es necesario ser antiracista. No es suficiente identificar que el racismo existe, es necesario y fundamental entender cómo existe: explícita o implícitamente, y dónde y cómo la racialidad es introducida como tecnología social y política. El silencio, la omisión, confundir el propio privilegio, son parte estructural y fundamental del racismo. Lo mismo, el silencio, la omisión y el “desconocimiento” son parte estructural y fundamental del sexismo.

Para ser exitosa en nuestro contexto, una Revolución Cultural tiene que tener los enemigos bien claros: sin cuestionar las propias condiciones históricas para hablar de una cultura democrática; sin combatir activamente hasta finalmente conseguir eliminar el racismo y el sexismo, reivindicar la democracia permanecerá una farsa. Es esta la labor fundamental de una Revolución Cultural en Bolivia.

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