Sobre el cine que ya no vemos en un cine
¿Qué es lo que se entiende por “cine hollywoodense” y por qué puebla las multisalas del país?
1. Quería escribir una reseña de Ad Astra: Hacia las estrellas, la séptima película del gran James Gray. Así que, como correspondía proceder para cumplir con mi deseo e intención, revisé los horarios del cine cercano a mi casa. Descubrí decepcionado que, a pocos días de su estreno, la película ya había sido retirada de cartelera. Ni el protagonismo de Brad Pitt —que, dicen, será nominado al Óscar por su actuación en Ad Astra— la salvó del destino que sufren en las multisalas de Bolivia las cintas que son algo más que cine chatarra.
2. Junto a los dos Anderson que no son parientes —Paul Thomas y Wes—, junto a Sofía Coppola y Noah Baumbach, junto a Spike Jonze y Darren Aronofsky, Gray es parte de esa gran generación de directores norteamericanos que hoy ronda los 50 (nacieron todos entre 1969 y 1971). Si los considerásemos en tanto grupo, caeríamos pronto en cuenta de que no hay mucho en sus películas que los acerque o que hable siquiera de una sensibilidad común: las excentricidades algo obsesivas de Wes Anderson no son las de Sofía Coppola, los dramas intersubjetivos de Paul Thomas Anderson no son los de Baumbach. Pero sin duda algo los une: es una generación que prueba, por el hecho de ser responsable de un generoso número de obras maestras, la salud del cine norteamericano. Por eso cuando se habla mal de Hollywood hay que tener cuidado: debemos recordar que Hollywood es también el cine de estos directores.
3. ¿De qué se habla entonces en el Tercer Mundo cuando se habla de “cine hollywoodense”? Creo que de solo una parte del cine hollywoodense, la más visible sin duda, y la única que llega a multisalas tercermundistas. De las 500 películas que produce Hollywood al año, circulan por esta parte del mundo solo las peores, esas que son casi siempre también las más caras. Lujoso cine chatarra, en suma, el mínimo común denominador de una industria en la que, sin embargo, sí hay espacio para otras cosas. Hablamos, en suma, de esas interminables películas de superhéroes y de sus rutinarios autos rápidos y furiosos; de caravanas de villanos nitzscheanos con pretensiones filosofantes de adolescente pop; de sagas infantiles en galaxias muy, muy lejanas; de comedias románticas casi zombies en su capacidad para la repetición; de sangrientos shows de terror imposibles de distinguir uno del siguiente; de dibujos animados con frecuencia mejores que el resto solo porque alguien se tomó el trabajo de pensar dos veces en el guion. En suma: hablamos de grandes inversiones de dinero que son inversamente proporcionales a la perduración de lo que logran. ¿O usted cree que Rápidos y furiosos 7 va a perdurar en nuestra memoria? Si hasta cuesta recordar de qué se trataba a solo cuatro años de su estreno. Era algo con autos, creo.
4. Los dos críticos de cine más influyentes del más influyente periódico en lengua inglesa, el New York Times, se tomaron hace poco la molestia de elaborar y justificar críticamente una lista de “las 25 mejores películas en lo que va del milenio”, es decir, de los 20 años entre el 2000 y el 2019. De su lista —nada audaz ni idiosincrática ni snob ni contestaria del gusto general—, solo ocho fueron estrenadas en una sala en Bolivia. Y de esas ocho, cuatro estuvieron en cartelera solo unos días, castigadas por su programación en horarios inconvenientes o imposibles. En la lista —encabezada por Petróleo sangriento (2007) de Paul Thomas Anderson— 12 son películas estadounidenses, la mayor parte de ellas cine hollywoodense, de ese que no es hecho por Marvel o Walt Disney.
5. No hay, por otra parte, que ser chauvinistas en estos casos. Poco importa que la chatarra sea gringa o peruana o francesa. Que la comedia romántica Tod@s caen, ahora en cartelera, sea mexicana es del todo indiferente: es igual chatarra, hasta peor que la gringa.
6. Y como con Ad Astra, también tenía la intención de ver en sala Dolor y gloria de Pedro Almodóvar y, antes, El cuento de las comadrejas de Juan José Campanella: en ambos casos, al llegar al cine fui informado, junto a otros que ponían la misma cara de incredulidad o empute, de que la función programada y publicitada por la multisala había sido suspendida “por razones técnicas” (¿por qué no decir la verdad en vez de inventarse tonterías? Mejor algo así como: “Disculpe, pero donde manda Rey León, no manda comadreja, mucho menos Almodóvar).
7. Gracias a Dios hay Netflix, Amazon Prime, Mubi, Festival Scope, Kanopy, Youtube, Vimeo. Con suerte, quizá el sistema inaugurado por Netflix con las películas Roma de Alfonso Cuarón y La balada de Buster Scruggs de los hermanos Coen se convertirá en el dominante: el estreno mundial y simultáneo en plataformas de streaming. ¿Hubiéramos visto Burning, la estupenda película de Chang-dong Lee (a partir de un cuento de Murakami) si Netflix no la hubiera programado casi al mismo tiempo que su estreno mundial en salas? ¿Quién hubiera dicho hace unos años que la televisión (es decir, el streaming) salvaría el cine?
8. Hace 30 años despreciábamos la televisión y estábamos seguros de que el cine era un arte. Hasta había teóricos de la comunicación que repetían, con seriedad, que “el medio es el mensaje”: una forma algo pretenciosa de declarar que no importaba qué programa pasaran en la tele, estaba claro que era un medio para idiotas y para idiotizarnos. Se empezaron por eso a contar, como si fueran índices de una enfermedad, las horas promedio que poblaciones enteras malgastan frente al televisor (hoy, un japonés ve en promedio dos horas y media diarias de tele; un latinoamericano, tres; un norteamericano, cinco). Según un estudio realizado en Gran Bretaña el 2017, pasar más de tres horas frente al televisor reduce notoriamente el coeficiente intelectual del televidente (se comprobó, en ese mismo estudio, que un daño parecido se produce si uno pasa más de tres horas diarias detrás del volante, manejando; algo que explica no poco sobre los minibuseros de La Paz). Pero es difícil insistir en estas ideas o prejuicios —en contra de la tele, en favor del cine— cuando la oferta en sala son películas como el Guasón, Anomalía y Tod@s caen, mientras que en la tele —Netflix, Amazon, Mubi o Kanopy— podemos ver, ahora mismo, series y películas como Mindhunter, El Patriota, Fleabag o ciclos enteros dedicados a Jean Renoir, Michael Haneke y Krzysztof Kieslowski.
9. Murió hace unos días el archiultrafamoso crítico de literatura Harold Bloom. Era tal su celebridad al final de su vida, que le pagaban, sin ser más que un académico, adelantos de más de un millón de dólares por libro. En su manual de autoayuda más vendido, El canon occidental (un pomposo listado, publicado en 1994, de “grandes autores y libros”, de Shakespeare a Borges), Bloom resumía su pesimismo sobre el futuro de “la cultura” con este pronóstico: “Lo que en las universidades hoy llamamos ‘carreras de literatura’ se convertirán en carreras de ‘estudios culturales’. En ellas, el estudio de historietas, programas de televisión, películas y rock reemplazará el estudio de Chaucer, Shakespeare, Milton, Wordsworth y Wallace Stevens. En algunas universidades de élite, quizá se dará todavía algún curso sobre esos grandes autores, pero como se ofrecen cursos de griego antiguo y de latín”. Hoy, menos optimistas que Bloom, nos contentaríamos con que en ese futuro apocalíptico se ofrecieran bien, por lo menos, cursos sobre televisión, cine y rock. Y moriríamos felices sabiendo que se enseñarán Los Sopranos o The Wire o Seinfeld (y no Tinelli o Trump); y que el rock estudiado será el de los Beatles, Radiohead y Serú Girán (y no el de Maná); y que el cine que verán nuestros hijos será el de James Gray o Paul Thomas Anderson y no el Guasón u otro clavo más de Marvel.