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La embajadora, la niña de la sonrisa chipaya

El 23 de octubre, a los 77 años, falleció la protagonista de la premiada película de Jorge Ruiz.

/ 30 de octubre de 2019 / 00:00

Una tarde, el Ministerio de Culturas convocó a la prensa para informar quiénes ganaron los premios Nacional de Culturas y Gestión Cultural, ese 2016. Como periodista del área debía cubrir la información, como persona particular, amante del cine, mi corazón parecía escaparse por la boca. El momento llegó, intenté no pensar en las palabras del antropólogo Álvaro Díez Astete: “La postulamos al año, niña, así lo haremos con mejores argumentos, lo que usted está haciendo es una locura”. Esas palabras golpeaban mi cabeza.

Confirmaron que Matilde Casazola era reconocida como Premio Nacional de Culturas por unanimidad del jurado. Ya lo sabía, su candidatura fue ampliamente apoyada por gran parte del universo cultural. La siguiente persona reconocida era también mujer. Volví a sentir el golpe fuerte y acelerado de mi corazón. “Además, es digna representante de su pueblo, una cultura milenaria”, dijeron. Acá sentí que desmayaba.

Luego lo confirmaron: “Premio Gestión Cultural Gunnar Mendoza es Sebastiana Kespi”. Creo que emití un grito sin querer y los presentes volcaron la vista hacia mí, mis lágrimas caían sin freno, fue una emoción tan grande… Para los presentes, seguro una actitud exagerada. ¿Qué tenía que ver yo para reaccionar de esa manera?

La historia, la mía, inició 20 o 22 años atrás en la Universidad Católica Boliviana San Pablo en Cochabamba. Era por entonces una joven con muchas ganas de aprender y tenía una beca trabajo en el Secrad, dirigido por Patricia Cortez Gordillo, docente y directora que trabajó arduamente en varios proyectos. Uno era dar talleres de cine con los mejores; en uno de esos, participó Jorge Ruiz, director de la película Vuelve Sebastiana, filme que se proyectó en ese contexto universitario, que contó también con la presencia de un gran poeta, artista y amante del cine, el belga Yves Froment Debroux.

La película causó una emoción profunda en mí. Conocí a una niña que desde un lugar árido convocó mi atención, una niña curiosa que quería saber por qué los aymaras tenían más alimentos que su familia; una niña que había conocido a otro niño, pastor como ella, Jesús, quien la invitaba a conocer su pueblo. Ella se marcha y es seguida por su abuelo, un anciano sabio que le enseñó el valor de su cultura y le pidió volver. ¡Vuelve Sebastiana!

Una película tan sencilla y tan grande a la vez. Por orden de mi jefa, acompañé a “don Jorgito” —así lo llamaba ella— a tomar café, aunque recuerdo que él se pidió un mate. Jorge Ruiz fue un señor afectuoso, respetuoso, sencillo, extremadamente amable, muy enamorado del cine, un ser de luz con el que conversé de todo lo que me fue posible.

Años después, en La Paz, conocí a su hijo Guillermo. Solo hablar con él fue suficiente para traer de nuevo a la vida a don Jorgito. Él rememoró con nostalgia los días de cine con su padre y yo me alimenté de esas vivencias. Siempre estuvo presente Sebastiana, siempre la preocupación de don Guillermo por aquella niña que, claro, ya era una mujer algo mayor que él, una especie de hermana mayor, aunque en los hechos el hermano mayor fue don Guillermo.

Salió el tema de postularla al Premio Nacional de Culturas, pregunté qué hacía falta, averigüé por mi cuenta, y me comprometí a preparar su postulación. Sin embargo, las obligaciones diarias provocaron mi distracción. Faltando cuatro días para cerrar la entrega de postulaciones me llamó don Guillermo. Salté asustada e inmediatamente me puse a trabajar: correteos, caminatas, redactar cartas, hacerlas firmar, tragarme sapos —no todos estaban de acuerdo con postular a Sebastiana y no se conformaban con decirme “no”, sino que también aprovechaban para expresarme su rabia: “¿Por qué debemos beneficiar a otra india?”, decían—.

Preparé la carpeta, fueron dos noches sin dormir, varias tazas de café y al fin tenía todo. El día señalado, volví a hablar con Ruiz y lo hallé desanimado. “No tiene oportunidad”, me dijo, “la ganadora será Matilde Casazola, tiene más votos, más firmas”. Así era y por supuesto Casazola lo merecía. Entonces, se me ocurrió hacer dos carpetas, postularla a ambos premios. Sabía mucho sobre Sebastiana y ella cumplía todos los requisitos para ser reconocida como Premio Nacional a la Gestión Cultural Gunnar Mendoza.

¿Por qué cumplía los requisitos?

Sebastiana, tras participar a sus 12 años en el filme de Ruiz, fue en varias oportunidades la representante de su pueblo chipaya. Su primera acción fue llegar a La Paz, siendo aún muy joven, para pedir ayuda porque su gente había sufrido la llegada de un tornado que arrasó casi con todo el ganado y con la escasa producción agrícola. En esa oportunidad, la joven chipaya se presentó en Televisión Boliviana. Los resultados de su osadía la impulsaron a volver varias veces más a La Paz por motivos similares y así fue nombrada como “embajadora de la cultura chipaya”, lo que la llevó a ser invitada a Francia y a compartir, junto a otras culturas, parte de la cosmogonía de los chipayas. Esa fue la base para que, en tiempo récord, organice una segunda carpeta. Presenté la documentación a las 17.55, faltando solo cinco minutos para el cierre de entrega de postulaciones.

Semanas después, estaba ahí, con lágrimas de emoción ante el resultado e informé, por celular, a don Guillermo sobre el triunfo. Sebastiana llegó a recibir el premio con varios integrantes de su familia, entre ellos, Flora, quien me contó sobre la enfermedad que sufría la estrella del filme: Sebastiana padecía episodios largos de pérdida de memoria. Y Flora, una de sus hijas, dijo que el premio serviría para mejorar la salud de su mamá. Sebastiana no habló mucho, pero cantó en la ceremonia y al sonreír volví a ver a la niña chipaya de 12 años que yo conocí en una pantalla.

Es importante recordar que la nación chipaya, o más propiamente, la etnia de los uru chipayas, es una de las culturas más antiguas. Son anteriores a la existencia de los kollas y la posterior existencia de los aymaras y quechuas, pero no existen datos que prueben científicamente su remota presencia. Sin embargo, se afirma que esta cultura existió 1000 años antes de Cristo. Se cree que son descendientes de los chullpas o de los mismos pukinas, de estos últimos heredarían el idioma que por influencia aymara y quechua, casi ha desaparecido. De hecho, los chipayas suelen ser bilingües o trilingües (hablan aymara, castellano y otros hasta quechua). Es la cultura andina más antigua, dicen existir antes de la creación del Sol, cuando la oscuridad dominaba.

Los chipayas nunca fueron guerreros, al contrario, son pacíficos, silenciosos y nobles, lo que facilitó su despojo por parte de los aymaras que los arrinconaron y los obligaron a vivir en una zona salitrera poco cultivable. Los chipayas hoy se encuentran en la inhóspita zona de la provincia de Atahuallpa del departamento de Oruro, a unos 190 km al sureste de la capital. Habitan un territorio desértico de poco más de 400 Km2 al norte del lago y salar de Coipasa. Pese a esas condiciones y a la invasión religiosa de católicos y evangelistas, los chipayas han sobrevivido y han sabido hallar la forma de asegurar su alimentación, han implementado un sistema hidráulico para proveerse de agua y han mantenido gran parte de sus costumbres y conocimientos.

Vuelve Sebastiana obtuvo varios reconocimientos, su director Jorge Ruiz fue nombrado como “precursor de la docuficción” y “Padre del cine indigenista andino”. La película contó con la participación del Premio Mundial de la Comunicación Marshall McLuhan, Luis Ramiro Beltrán Salmón, quien hizo el guion basado en una anécdota real.

Participó también el reconocido cineasta y sonidista Augusto Roca; la voz del narrador en el filme la hizo Eduardo Lafaye; y la voz del abuelo, Armando Silva.

Además, estuvo el chofer que los llevó al pueblo de Sebastiana, a quien le decían “pajarito”; los investigadores etnógrafos, Jean Vellard, Alfred Metraux; y el entonces oficial de culturas de La Paz, Jacobo Libermann. Como toda historia, esta tiene muchos personajes y personalidades más que, a lo largo de los años, han escrito sobre ella, han proyectado la película y han movido sus contactos en la búsqueda de que este esfuerzo, que no contó con apoyo financiero, sea reconocido.Sebastiana Kespi se fue de este mundo, se fue tras las aguas de sus antepasados, pero queda la niña, la que está inmortalizada, la que observa desde sus ojos oscuros y su silente voz, la niña de la sonrisa chipaya, la de la pantalla, “Vuelve Sebastiana, a tus espaldas y hacia el porvenir los siglos te están aguardando…”

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Omar Fuertes y su amor blindado por el teatro

/ 16 de enero de 2022 / 01:59

Al mirar a Omar Fuertes en el escenario, no era él a quien se observaba sino al personaje que, a través de sus gestos, voz y rostro personificaba. Era tanta la pasión y la fuerza que él transmitía en esas presentaciones que, automáticamente, el espectador viajaba y se hacía testigo de esa vivencia o, mejor dicho, se empapaba de espíritu, ese que vibra dentro del Pequeño Teatro, su escuela, su familia.

La vida misma transcurría en escasos minutos. Fuertes presentó a personajes graciosos, humanamente tiernos con los que uno podía identificarse o rememorar a seres queridos, esos que te hacen sonreír y reír a carcajadas, que te elevan en un aura de paz, que te hacen imaginar que todo fluye de manera natural y armoniosa; de repente, te rascan la costra de una herida y te enfrentan al dolor, viene la pena y llega el llanto, todo a la vez, ese fue el trabajo actoral de Omar Fuertes a la hora de encarnar personajes.

Las últimas obras que aprecié y disfruté con él como protagonista fueron: El Soldado, escrita por Guido Arze, quien fue su maestro, director y su “padre mío”, como cariñosamente lo llamaba. En esa obra, que protagonizó junto a Diego Massi, su “pareja de teatro”, Fuertes transmitió al público la ternura e ingenuidad de un joven soldado. Una pieza exquisita que arranca carcajadas y que comparte un mensaje social siempre vigente.

La Razón Blindada es otra obra en la que Fuertes reveló su profesionalismo y su pasión. En ésta encarna a un hombre adulto que ha perdido la razón y que es atendido por su hija en una especie de hospital manicomio, la joven interpretada por la actriz Katherine L. Soto del elenco Mandrágora Teatro, personifica a una enfermera complaciente que, a su vez, interpreta distintos personajes a gusto y capricho de su paciente quien cree ser El Quijote.

La obra fue escrita por el argentino Arístides Vargas, director de Teatro Mala Hierba de Ecuador y adaptada por Fuertes para llevarla a escena durante uno de los Enkuentros de Teatro Breve que organiza todos los años el Pequeño Teatro (PT). La Razón Blindada fue otra de las piezas que previamente arrancó carcajadas al público para luego inyectarse en la profundidad del alma y provocar lágrimas.

Omar Milton Fuertes Prado, actor, director, maestro, músico y médico, además de padre de dos adolescentes, estuvo enamorado del arte teatral hasta el final, su compromiso fue tan fuerte que pese a trasladarse a vivir a la ciudad de Oruro, siempre asistió, cada fin de semana, a La Paz para integrarse al trabajo de Pequeño Teatro.

Inició su carrera como actor muy joven, apenas siendo bachiller, cuando junto a jóvenes universitarios, Diego Massi, Mirna Rivero, Patricia Gamboa y otros, se integró al PT, escuela que surgió entonces de la mano de Guido Arze y Jorge Ortiz. Años dorados los 90 en los cuales, los jóvenes mencionados se proyectaron como “grandes promesas”. La primera obra en la que intervino Fuertes fue El Abrigo, junto a Jorge Ortiz, la segunda: A las 6 en la esquina del boulevard; posteriormente, Variaciones sobre una muerte segura, pieza en la que participó junto a Jorge Ortiz, Sergio Caballero y Cindy Morales.

Fue, sin embargo, en la interpretación del monólogo Quién desordena las rosas que el público pudo apreciar la calidad interpretativa de Omar Fuertes, una pieza que trabajó con total disciplina para integrar voz y movimiento, faena difícil ya que amoldó su cuerpo al cuerpo de un personaje con las extremidades deformes. Con esa pieza, Fuertes recorrió escenarios de Europa, estuvo en Francia, Suecia.

A su retorno del viejo continente decidió crear un elenco en Oruro, a la par que dio talleres, trabajó con jóvenes y siguió participando en los Enkuentros de Teatro Breve. Es así que impulsó el nacimiento de Mandrágora teatro con el mismo espíritu que puede percibirse en el Pequeño Teatro, ese indomable que hace que personas distintas puedan convivir y crear juntas obras que viven y afectan a los que consumen teatro, a un público que renueva sus esperanzas y cree, una vez más, que todo lo bueno es posible.

Omar creía en eso, jamás le dio importancia a las críticas ni a la mala saña de personas que desde su propia subjetividad buscaron opacar su brillo actoral o anular la existencia del Pequeño Teatro; Fuertes continúo soñando, creando e impulsando a otros jóvenes a inclinarse por el arte teatral; siguió a la par, siendo el cómplice, el amigo, hermano, hijo, hasta el médico que acudió a socorrer cuando alguno de los integrantes enfermó, dictó recetas por teléfono, colocó inyecciones y llevó la cuenta de todo lo que su “padre mío” requería en cuestiones de salud.

Omar, el compañero sonriente, con su amor latente y blindado por el teatro, jamás desfalleciente, jamás vencido. El 12 de enero se fue a descansar, su cuerpo no resistió el ataque del virus; sin embargo, su espíritu sigue latente y fortalecerá a quienes quedamos para hacer honor a su existencia en las tablas. No vamos a rendirnos. Los integrantes del Pequeño Teatro seguiremos enamorados como tú. Gracias Omar amigo, hermano nuestro.

Jackeline Rojas Heredia es periodista cultural.

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