La embajadora, la niña de la sonrisa chipaya
El 23 de octubre, a los 77 años, falleció la protagonista de la premiada película de Jorge Ruiz.
Una tarde, el Ministerio de Culturas convocó a la prensa para informar quiénes ganaron los premios Nacional de Culturas y Gestión Cultural, ese 2016. Como periodista del área debía cubrir la información, como persona particular, amante del cine, mi corazón parecía escaparse por la boca. El momento llegó, intenté no pensar en las palabras del antropólogo Álvaro Díez Astete: “La postulamos al año, niña, así lo haremos con mejores argumentos, lo que usted está haciendo es una locura”. Esas palabras golpeaban mi cabeza.
Confirmaron que Matilde Casazola era reconocida como Premio Nacional de Culturas por unanimidad del jurado. Ya lo sabía, su candidatura fue ampliamente apoyada por gran parte del universo cultural. La siguiente persona reconocida era también mujer. Volví a sentir el golpe fuerte y acelerado de mi corazón. “Además, es digna representante de su pueblo, una cultura milenaria”, dijeron. Acá sentí que desmayaba.
Luego lo confirmaron: “Premio Gestión Cultural Gunnar Mendoza es Sebastiana Kespi”. Creo que emití un grito sin querer y los presentes volcaron la vista hacia mí, mis lágrimas caían sin freno, fue una emoción tan grande… Para los presentes, seguro una actitud exagerada. ¿Qué tenía que ver yo para reaccionar de esa manera?
La historia, la mía, inició 20 o 22 años atrás en la Universidad Católica Boliviana San Pablo en Cochabamba. Era por entonces una joven con muchas ganas de aprender y tenía una beca trabajo en el Secrad, dirigido por Patricia Cortez Gordillo, docente y directora que trabajó arduamente en varios proyectos. Uno era dar talleres de cine con los mejores; en uno de esos, participó Jorge Ruiz, director de la película Vuelve Sebastiana, filme que se proyectó en ese contexto universitario, que contó también con la presencia de un gran poeta, artista y amante del cine, el belga Yves Froment Debroux.
La película causó una emoción profunda en mí. Conocí a una niña que desde un lugar árido convocó mi atención, una niña curiosa que quería saber por qué los aymaras tenían más alimentos que su familia; una niña que había conocido a otro niño, pastor como ella, Jesús, quien la invitaba a conocer su pueblo. Ella se marcha y es seguida por su abuelo, un anciano sabio que le enseñó el valor de su cultura y le pidió volver. ¡Vuelve Sebastiana!
Una película tan sencilla y tan grande a la vez. Por orden de mi jefa, acompañé a “don Jorgito” —así lo llamaba ella— a tomar café, aunque recuerdo que él se pidió un mate. Jorge Ruiz fue un señor afectuoso, respetuoso, sencillo, extremadamente amable, muy enamorado del cine, un ser de luz con el que conversé de todo lo que me fue posible.
Años después, en La Paz, conocí a su hijo Guillermo. Solo hablar con él fue suficiente para traer de nuevo a la vida a don Jorgito. Él rememoró con nostalgia los días de cine con su padre y yo me alimenté de esas vivencias. Siempre estuvo presente Sebastiana, siempre la preocupación de don Guillermo por aquella niña que, claro, ya era una mujer algo mayor que él, una especie de hermana mayor, aunque en los hechos el hermano mayor fue don Guillermo.
Salió el tema de postularla al Premio Nacional de Culturas, pregunté qué hacía falta, averigüé por mi cuenta, y me comprometí a preparar su postulación. Sin embargo, las obligaciones diarias provocaron mi distracción. Faltando cuatro días para cerrar la entrega de postulaciones me llamó don Guillermo. Salté asustada e inmediatamente me puse a trabajar: correteos, caminatas, redactar cartas, hacerlas firmar, tragarme sapos —no todos estaban de acuerdo con postular a Sebastiana y no se conformaban con decirme “no”, sino que también aprovechaban para expresarme su rabia: “¿Por qué debemos beneficiar a otra india?”, decían—.
Preparé la carpeta, fueron dos noches sin dormir, varias tazas de café y al fin tenía todo. El día señalado, volví a hablar con Ruiz y lo hallé desanimado. “No tiene oportunidad”, me dijo, “la ganadora será Matilde Casazola, tiene más votos, más firmas”. Así era y por supuesto Casazola lo merecía. Entonces, se me ocurrió hacer dos carpetas, postularla a ambos premios. Sabía mucho sobre Sebastiana y ella cumplía todos los requisitos para ser reconocida como Premio Nacional a la Gestión Cultural Gunnar Mendoza.
¿Por qué cumplía los requisitos?
Sebastiana, tras participar a sus 12 años en el filme de Ruiz, fue en varias oportunidades la representante de su pueblo chipaya. Su primera acción fue llegar a La Paz, siendo aún muy joven, para pedir ayuda porque su gente había sufrido la llegada de un tornado que arrasó casi con todo el ganado y con la escasa producción agrícola. En esa oportunidad, la joven chipaya se presentó en Televisión Boliviana. Los resultados de su osadía la impulsaron a volver varias veces más a La Paz por motivos similares y así fue nombrada como “embajadora de la cultura chipaya”, lo que la llevó a ser invitada a Francia y a compartir, junto a otras culturas, parte de la cosmogonía de los chipayas. Esa fue la base para que, en tiempo récord, organice una segunda carpeta. Presenté la documentación a las 17.55, faltando solo cinco minutos para el cierre de entrega de postulaciones.
Semanas después, estaba ahí, con lágrimas de emoción ante el resultado e informé, por celular, a don Guillermo sobre el triunfo. Sebastiana llegó a recibir el premio con varios integrantes de su familia, entre ellos, Flora, quien me contó sobre la enfermedad que sufría la estrella del filme: Sebastiana padecía episodios largos de pérdida de memoria. Y Flora, una de sus hijas, dijo que el premio serviría para mejorar la salud de su mamá. Sebastiana no habló mucho, pero cantó en la ceremonia y al sonreír volví a ver a la niña chipaya de 12 años que yo conocí en una pantalla.
Es importante recordar que la nación chipaya, o más propiamente, la etnia de los uru chipayas, es una de las culturas más antiguas. Son anteriores a la existencia de los kollas y la posterior existencia de los aymaras y quechuas, pero no existen datos que prueben científicamente su remota presencia. Sin embargo, se afirma que esta cultura existió 1000 años antes de Cristo. Se cree que son descendientes de los chullpas o de los mismos pukinas, de estos últimos heredarían el idioma que por influencia aymara y quechua, casi ha desaparecido. De hecho, los chipayas suelen ser bilingües o trilingües (hablan aymara, castellano y otros hasta quechua). Es la cultura andina más antigua, dicen existir antes de la creación del Sol, cuando la oscuridad dominaba.
Los chipayas nunca fueron guerreros, al contrario, son pacíficos, silenciosos y nobles, lo que facilitó su despojo por parte de los aymaras que los arrinconaron y los obligaron a vivir en una zona salitrera poco cultivable. Los chipayas hoy se encuentran en la inhóspita zona de la provincia de Atahuallpa del departamento de Oruro, a unos 190 km al sureste de la capital. Habitan un territorio desértico de poco más de 400 Km2 al norte del lago y salar de Coipasa. Pese a esas condiciones y a la invasión religiosa de católicos y evangelistas, los chipayas han sobrevivido y han sabido hallar la forma de asegurar su alimentación, han implementado un sistema hidráulico para proveerse de agua y han mantenido gran parte de sus costumbres y conocimientos.
Vuelve Sebastiana obtuvo varios reconocimientos, su director Jorge Ruiz fue nombrado como “precursor de la docuficción” y “Padre del cine indigenista andino”. La película contó con la participación del Premio Mundial de la Comunicación Marshall McLuhan, Luis Ramiro Beltrán Salmón, quien hizo el guion basado en una anécdota real.
Participó también el reconocido cineasta y sonidista Augusto Roca; la voz del narrador en el filme la hizo Eduardo Lafaye; y la voz del abuelo, Armando Silva.
Además, estuvo el chofer que los llevó al pueblo de Sebastiana, a quien le decían “pajarito”; los investigadores etnógrafos, Jean Vellard, Alfred Metraux; y el entonces oficial de culturas de La Paz, Jacobo Libermann. Como toda historia, esta tiene muchos personajes y personalidades más que, a lo largo de los años, han escrito sobre ella, han proyectado la película y han movido sus contactos en la búsqueda de que este esfuerzo, que no contó con apoyo financiero, sea reconocido.Sebastiana Kespi se fue de este mundo, se fue tras las aguas de sus antepasados, pero queda la niña, la que está inmortalizada, la que observa desde sus ojos oscuros y su silente voz, la niña de la sonrisa chipaya, la de la pantalla, “Vuelve Sebastiana, a tus espaldas y hacia el porvenir los siglos te están aguardando…”